sábado, 31 de marzo de 2007

ATGET: EL FOTÓGRAFO RESCATADO POR LOS SURREALISTAS



En la foto que le tomó la joven Berenice Abbot poco antes de su muerte, el fotógrafo Eugene Atget (1857-1927), que pasó gran parte de su vida en las calles de la ciudad trabajando con una explosiva vieja cámara de trípode, se ve como un desgarbado artesano pobre y viejo de mirada escéptica y leve guiño de cinismo. Atget parece tolerar a esa bella joven admiradora estadounidense, discípula del gran Man Ray y amiga de los surrealistas, que fotografió a los grandes artistas de su época antes de convertirse ella misma en ícono del siglo XX y a quien debe su fama posterior, pues compró a su muerte casi 2000 fotografias del viejo y las llevó a Nueva York para que fueran expuestas y publicadas con rigor académico, admiración y cuidado.
A lo largo de su vida vendió sus fotos y "documentos" a pintores, museos y oficinas de gobierno, que las utilizaban para sus propios fines, pero nunca se consideró un artista. De joven, Atget, después de pagar su servicio militar y viajar como marinero incluso hasta América del Sur y Oriente, soñó con ser actor y pintor y tras fracasar en ambos objetivos, se dedicó tardíamente, a los 32 años, a practicar la fotografia como una forma simple y algo divertida de ganarse la vida en aquellos años difíciles de precariedad, guerra y desempleo.
Sencillo, sin elegancia ni altivez, este artista al final de su vida fue objeto de admiración de los surrealistas, fascinados por sus fotografías de vitrinas, fachadas, calles, cabarets, burdeles y prostitutas desnudas y su minuciosa captación de los rincones más antiguos de la ciudad que estaban a punto de desaparecer. En algunas portadas de la revista "La Revolución Surrealista", los seguidores de Breton reprodujeron imágenes suyas y los artistas de Montparnasse comenzaron a comprar y a coleccionar algunas de sus impresiones. Como en un juego de sueños y pesadillas, el hombre rechazó fijarse en las grandes avenidas que abría la modernidad o fotografíar paisajes brumosos o castillos de sueño para concentrarse en fijar para siempre los rincones más sucios y perdidos de los barrios, allí donde pululaban miserables, marginales, borrachines, poetas y personajes pintorescos. Para un latinoamericano, estas imágenes impresionan además porque vemos con detalle la ciudad callejera que vivieron personajes nuestros como Rubén Darío o Jose María Vargas Vila o leyendas locales como los poetas Verlaine y Mallarmé.
Con Atget y su cámara uno pasa por los orinales públicos visibles en cada esquina de las plazas, mira las carretas de tracción animal afectadas por el surgimiento del auto, observa los afiches de licores que fueron prohibidos luego como la absenta o la Kola-Coca y aprecia fachadas de viejas tiendas que incluso sobrevivían desde los tiempos de la Revolución, con sus preciosas vitrinas llenas de muñecas, pefumes, sombreros, ropas de época, jabalíes, conejos, perdices, vinos, quesos y frutas. Se ven entradas de famosos bares y cabarets desaparecidos como el legendario Infierno, escaleras de casas a punto de ser derruidas, así como la miseria de los que recopilaban basura en los extramuros de la ciudad, colocaban el novedoso asfalto sobre las avenidas o vivían en las periferias hacinados en abandonadas caravanas de inmigrantes y gitanos. La ciudad en 1898 y 1899 estaba siendo abierta para instalar el metro subterráneo y crear nuevas vías aéreas y avenidas, por lo que Atget pudo captar en directo las ruinas del pasado que se iba, la vida antigua que se diluía. La ciudad se convierte así en un escenario desolado lleno de muros caídos, ropas destrozadas, ollas rotas, juguetes dañados y muebles abandonados. Mientras otros fotógrafos más famosos tomaban fotos de nobles, funcionarios o cortesanas en fiesta palaciega o se dedicaban a medrar en los sitios del poder y el dinero, él estaba del lado de los pobres y de la ciudad normal de la vida cotidiana.
Atget vendió baratas esas fotografías a la Biblioteca Nacional de Francia, que ahora, con motivo de los 150 años de su nacimiento las saca al fin de sus archivos y las expone en la primera gran retrospectiva hecha por sus compatriotas y compuesta por unas 350 piezas de un total de casi diez mil imágenes acumuladas a lo largo de su vida. Su modernidad radica precisamente en que utilizó la magia de este arte para ver la realidad en vez de esconderla o dulcificarla. La fotografía, inventada ya desde los años 30 del siglo XIX, se había convertido en una práctica de moda entre gentes adineradas que viajaban o captaban sus festines o en empresa aplicada al retrato, por lo que este loco que pasaba horas fotografiando calles y plazas sucias, clochards, vendedores y prostitutas fue un personaje algo risible y olvidado que nunca imaginó su fama futura. Lo que prueba una vez más que no son siempre los más famosos y triunfadores en vida los que pasan a la historia, sino los auténticos creadores que tienen otra mirada sobre las cosas ante la indiferencia de sus contemporáneos y los expertos del momento.

LA PRIMAVERA PERMANENTE DE JULIO CORTAZAR


En la casa de América Latina de París se presenta una exposición de fotografías, documentos y videos de Julio Cortázar, muchos de ellos desconocidos, que se muestran auspiciados por su primera esposa Aurora Bernárdez, albacea suya junto al recién fallecido crítico Saúl Yurkievich.
Fotos de infancia, documentos de viajero, objetos personales como una clepsidra o la pipa, fotografías de la vida íntima en todas las etapas de su vida adulta comparten el escenario con videos tomados por él, cuadros, música, cartas y libros protagonizados por París, ciudad que lo albergó gran parte de su vida.Nació en Bruselas (Bélgica) en 1914, creció desde 1918 en Argentina donde fue maestro en Chivilcoy, Cuyo y Buenos Aires y floreció en la capital francesa, adonde llegó en 1951 y falleció el 12 de febrero de 1984.
La primera vez que vi a Julio Cortázar fue en la primavera de 1978, cuando asistimos un grupo de jóvenes estudiantes a un congreso sobre narrativa latinoamericana en Toulouse, en el que participaban Augusto Roa Bastos, Jorge Enrique Adoum, Jacques Gilard y Juan José Saer, entre otros.Lo que más me impresionó cuando lo vi de cerca y hablé un momento con él, era que su rostro estaba marcado por profundísimas arrugas. Desde lejos el monstruo de la literatura latinoamericana e ídolo nuestro por su maravillosa novela Rayuela y el misterio de sus cuentos, se veía mucho más joven, como un gran adolescente envejecido, alto y enjuto, de cabellera y barba oscuras.Pero al estar junto a él saltaban de inmediato las huellas implacables del tiempo sobre el rostro inconfundible de quien en ese entonces debía estar en sus 63 años. Usaba pantalones informales, zapatos de gamuza, suéter de cuello tortuga y amplias chaquetas impermeables de paleontólogo en invierno.
Lo veíamos después de lejos caminar por el campus de Toulouse le Mirail, al lado de la novelista colombiana Alba Lucía Angel, que en el Congreso cantaba música rebelde para el público y además parecía tener las preferencias del maestro. Y en París uno podía jugar a encontrarlo en alguna librería, en un mítin de izquierda o caminando por las calles, elevado y desprevenido como uno de su personajes.París había quedado para siempre en Rayuela como la glauca ciudad fría y precaria de los años 50 que vio reinar a jazzistas y existencialistas en las cavas de Saint Germain des Pres y a los artistas latinoamericanos pobres que vivían a salto de mata en hoteles miserables o edificios semiderruidos que no habían sido renovados desde el siglo XIX, como fue el caso de Gabriel García Márquez, Nicolás Guillén o el venezolano Jesús Soto y otros miles que desaparecieron para siempre.
Habría que haber vivido en ese tiempo para entender lo que significaba para la juventud urbana de América Latina la figura de Julio Cortázar. Con él quedaba atrás la entrañable narrativa telúrica de dictadores, señores presidentes y campesinos mitológicos y se abrían las calles y avenidas de las ciudades, con sus enamorados literarios que disertaban de filosofía, oían jazz y vivían pobres entre la humareda de los bares y la calurosa precariedad de las buhardillas del exilio.La famosa Maga, que fue su novia fugaz y hoy cuenta ya anciana desde Inglaterra su aventura con ese hombre raro y torpe, se convirtió en una especie de modelo de muchacha moderna, un poco loca, impredecible, tal vez mucho más sexy en la ficción cortazariana que en la realidad.
En las buhardillas de los años 70 se daban cita los estudiantes o los vagos para leer párrafos o capítulos enteros de Rayuela con una devoción sólo comparable a la que debieron practicar los seguidores del surrealismo medio siglo antes, como si el arte y la ficción fueran la salvación.¿Quién no se sintió Cronopio o Fama o soñó con los personajes ultramodernos que surgían en sus cuentos o en obras tan extrañas como los Autonautas de la Cosmopista, escrita con una de sus últimas amadas, Carol Dunlop?Además, el viejo Cortázar se había transmutado súbitamente al calor de las revoluciones en boga de un intelectual argentino tímido, erudito, exquisito y muy acicalado, en un verdadero hippie polígamo, un izquierdista que creía en la Revolución cubana y participaba en las fiestas militantes de protesta contra Estados Unidos, la guerra de Vietnam y las genocidas dictaduras militares Latinoamericanas.Según Vargas Llosa, la transmutación espectacular del exquisito se dio a fines de los años 60, cuando empezó a vivir con la editora lituana Ugné Karvelis, en cuyos brazos la crisálida se habría metamorfoseado.Era un nuevo modelo: no correspondía ya para nada al viejo arquetipo de escritor latinoamericano encorbatado, manso y lento que lagarteaba embajadas y puestos diplomáticos en las antesalas del poder. Y sin ser maldito, permanecía al margen fustigando las injusticias y defendiendo a capa y espada la poesía, los libros y la creación lejos del mercantilismo.Era a los ojos de toda una generación un artista auténtico y fue tal su cristalinidad que lo admiraron por igual sus copartidarios y adversarios políticos como Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, situados al otro extremo ideológico. Hasta ese entonces había vivido con su primera esposa Aurora Bernárdez, con quien se casó en 1953 y compartió esos primeros años de París y viajes tan importantes como el que realizó a la India.
El Cortázar de primavera permanente con el que nos quedamos fue ese hermano mayor que abría y abre todavía las puertas a la verdadera literatura, que no es copia chata de la realidad, como ocurre hoy, sino que la transforma e ilumina.Ver sus cosas y su álbumes en la Casa de América Latina un febrero taciturno como el que lo vio morir hace 23 años, es un verdadero regalo para quienes lo vimos alguna vez en la vida y para los múltiples cómplices e íntimos suyos que sobreviven en este siglo XXI de aburridos best-sellers, nuevas guerras horribles y escritores mercantiles que no tienen nada de Cronopios ni de Magas.
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EL ESCÁNDALO GÜNTER GRASS

Eduardo García Aguilar

El gran novelista alemán Günter Grass ha vuelto a desencadenar una tormenta al revelar que en 1945, al final de la guerra, siendo un adolescente de 17 años, se enroló en las Waffen SS, donde permaneció varios meses, hasta que fue capturado por el ejército estadounidense tras la estruendosa debacle de los nazis.En su libro autobiográfico crepuscular Pelando la cebolla, extractos del cual se conocieron en la prensa europea, decide contar este oculto episodio de su vida y reflexiona sobre las razones que llevaron a todo un pueblo a enredarse en el unanimismo y a adorar a un caudillo salvador que los llevó al desastre y de paso exterminó millones de personas, entre las cuales buena parte del pueblo judío.
Se colige a través de los extractos del libro que Grass, como tantos otros adolescentes, quería salirse de la casa a los 15 años, escapar al dominio paterno y empezar una vida independiente igual a la de otros muchachos rebeldes del pueblo que desean abandonar para siempre la glauca atmósfera de sus hogares.Solicitó primero ingresar a la marina, pero rechazaron su solicitud por la edad, pero más tarde recibió una convocatoria de las Waffen SS, que estaban ya en crisis en la recta final de la guerra y reclutaban lo que podían entre los jóvenes para ir al frente.
El escritor alemán, nacido en 1927, no oculta que millones de jóvenes y viejos se dejaron seducir por el carismático caudillo y creyeron en la grandeza alemana y en la posibilidad de la victoria.Grass hace parte de los adolescentes de origen modesto seducidos en los últimos meses del régimen, cuando ya la derrota se avecinaba, pero antes que él, notables hombres adultos colaboraron y participaron desde 1933 en el inicio del ascenso del führer. Tal es el caso, por ejemplo, del gran filósofo Martin Heidegger, nacido en 1889, que siendo ya un hombre mayor, colaboró con el régimen como alto funcionario de la Universidad. Esa mancha marcó siempre su vida, pese a que su extraordinaria obra filosófica siguió viva y admirada por discípulos de todo el mundo. Heidegger envejeció con gran dignidad convertido en un gran maestro hasta su muerte en 1976, e incluso Hebert Marcuse, el gran ideólogo de la renovación de los años sesenta, deseó al anciano que pudiera " envejecer con lucidez y serenidad ". Antes que él otro gran escritor, Ernest Jünger, trabajó en el ejército y participó activamente en las fuerzas represivas del régimen. Y podrían así citarse otros nombres menos conocidos de políticos, científicos, filósofos, escritores, y decenas de millones de ciudadanos que colaboraron de una u otra forma, sin que fueran necesariamente capos de campos de concentración o torturadores manifiestos y genocidas como los que fueron juzgados y condenados en el Juicio de Nuremberg.
En pasajes conocidos de Pelando la cebolla, Grass toma el toro por los cuernos de una realidad ineludible: bajo los años locos del unanimismo hitleriano, la pasión nacionalista sedujo a la gran mayoría del pueblo alemán y viejos, jóvenes, mujeres, hombres, todos al unísono vibraron ante los discursos patrióticos de su caudillo sin saber que los llevaba al desastre. Más de siete millones de personas eran miembros con carta del partido nazi y eso sin contar a los simpatizantes. Toda Alemania vibró bajo los encantos de ese liderazgo, como ocurrió en Italia con el carismático Mussolini, en Francia con el régimen colaboracionista de Petain y en España con el general Francisco Franco.
Muchos intelectuales del mundo y en especial de América Latina simpatizaron también con ese horrendo movimiento y creyeron en la gran Germania dominante y en un mundo autoritario de orden, del que se eliminaran otras etnias para crear una raza aria superior y marcial. Nombres como José Vasconcelos, Leopoldo Lugones, Porfirio Barba Jacob, son algunos de los que vibraron entonces por esa ideología militar de héroes y águilas de bronce en latinoamérica. En Europa Louis Ferdinand Céline y muchos otros escritores a su vez creyeron en eso, pero no eran adolescentes maleables como Grass, sino ya hombres de edad, hechos y derechos. España todavía no ha hecho el mea culpa de la horrible represión totalitaria franquista y mueren en calma viejos notables que participaron en el genocidio y dispararon para eliminar sin compasión a los opositores.
Dice Grass que "tras la guerra quise callar con creciente vergüenza lo que había acatado con el estúpido orgullo de mis años jóvenes. Pero la carga se mantuvo y nadie podía aliviarla. Es cierto que mientras duró la instrucción como artillero de tanque que me embruteció durante el otoño y el invierno no supe nada de los crímenes de guerra salidos a la luz más tarde, pero esa ignorancia declarada no podía empañar el reconocimiento de haber sido pieza de un sistema que planeó, organizó y ejecutó el asesinato de millones de personas ".Cuando se calme la tormenta y calle la histeria de quienes se apresuran a lapidar al viejo maestro, comenzará la oportunidad de volver a reflexionar sobre esos lejanos y cercanos años de la guerra y a la luz de esos aconteciminetos pensar en lo que pasa hoy en el mundo, para prevenir los ciegos entusiasmos en ideologías y fanatismos de hoy que nos pueden conducir a una tragedia igual o peor que aquella provocada por los nazis.