martes, 7 de agosto de 2007

EL MILAGRO DE LA CIUDAD DE MÉXICO

Por Eduardo García Aguilar
Cuando algunos críticos provenientes de países europeos preguntan con aire superior sobre el caos de la Ciudad de México, yo prefiero hablarles del milagro de que todo funcione tan bien en el inmenso cuadro asfaltado de casi 50 kilómetros cuadrados de superficie. El hecho de que centenares de miles de semáforos en miles de avenidas estén coordinados y fluya el demencial parque vehicular de millones de automotores, mientras llega agua a la mayoría de las habitaciones y las alcantarillas evacúan los detritus de 20 millones de habitantes, es algo que pertenece más a la esfera del milagro, el realismo mágico y la fantasía que de la realidad.
En sólo 50 años la ciudad, considerada por Carlos Fuentes como la región más transparente del aire, se convirtió en una de las megalópolis más grandes del mundo, donde niños van a la escuela, gente corre al trabajo, políticos desvían el dinero del presupuesto a sus bolsillos, vendedores ambulantes pululan en las calles, ladrones acechan con sigilo, músicos callejeros cantan a todo pulmón, prostitutas ríen con diente de oro en las esquinas, policías cobran mordida y donde ciegos, payasos, luchadores, gays y enanos defienden sus derechos, mientras la música suena por todas partes bajo una capa pesada de irritante contaminación cobriza.
Dicen que hace medio siglo los atardeceres eran de un color fucsia napolitano y que los volcanes se veían nítidos desde los floridos parques de la capital, que tenían aires de provincia entre la música de los organilleros y el olor delicioso de comidas y dulces, como algodones de azúcar y caramelos de intensos coloridos surrealistas. Los que sobreviven de aquellos tiempos relatan con estupor la manera como en un abrir y cerrar de ojos la acelerada modernidad creó barrios de millones de habitantes sobre infectos lodazales y abrió avenidas, mientras crecían como hongos los rascacielos desde que el primero, la Torre Latinoamericana, hirió el cielo con sus agujas en 1954, en pleno auge de Cantinflas, Resortes, Tintán, María Félix y Jorge Negrete.
Cuando desde el avión uno siente pasar los minutos sobre el tejido urbano y percibe la nave que planea despaciosamente sobre las azoteas, celebra con júbilo poder distinguir entre el laberinto de calles espacios tan amplios como el bosque de Chapultepec, con sus lagos, castillos y el palacio presidencial de Los Pinos, o el pulmón verde de la Ciudad Universitaria, cuando no las colinas que hace siglo y medio pintaba desde montañas cercanas el paisajista José María Velasco. Todo eso está en los murales de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, los relatos de Carlos Fuentes, las canciones de Agustín Lara, los poemas de Octavio Paz, el mambo de Dámaso Pérez Prado y en el gran cine de oro mexicano donde se guarda el testimonio en blanco y negro del más increíble milagro contemporáneo.
La misma impresión del viajero que sobrevuela la ciudad en este 2006 debió sentir desde las alturas volcánicas de la Mujer Dormida el grupo de conquistadores que descubrían a los lejos la ciudad de los lagos de Tenochtitlán, capital del imperio azteca y sede del tlatoani Moctezuma, quien entre los plumajes y la vocinglería de los animales de su zoológico personal intuía que el fin del mundo llegaba encarnado en la fiereza de los conquistadores, disfrazados con trajes de metal, cascos brillantes, caballos enhiestos y en el griterío de los perros que los acompañaban. Era la ciudad más grande del Nuevo Mundo, la gran capital prehispánica signada por los rituales y los sacrificios y el ir y venir de las canoas por las aguas de los canales que hoy pueden verse intactos en Xochimilco.
El mismo estupor debieron sentir los viajeros del siglo XVIII y XIX, que como Humboldt y Bolívar vieron ya la ciudad colonial con su palacios enormes, plazas y catedrales más grandes incluso que las de la madre patria española, pues los colonizadores llegaron para quedarse en el valle del Anháuac y construir copias más fabulosas de las ciudades y pueblos que abandonaron para siempre al otro lado del mar.
Ciudad prehispánica, ciudad colonial y ciudad moderna que imita los rascacielos de Nueva York conviven en este delirante mapa de fantasía que el viajero del siglo XXI percibe desde el avión que baja raudo hacia al aeropuerto capitalino, rozando techos de casas, canchas donde juegan muchachos, plazas donde manifiestan izquierdistas, patios de escuela donde chicas uniformadas rinden homenaje a la bandera y mercados de toldos rojos bajo los cuales hierve el colorido de las frutas tropicales y la humareda de los platillos culinarios sazonados con chiles que huelen a un México indígena y milenario que no cesa ni cesará de asombrarnos.
Al tocar tierra, uno celebra el milagro de que esta urbe que resume todos los males terribles del siglo XX pueda albergar las inagotables identidades prehispánicas, latinoamericanas, neoyorquinas y españolas juntas y que además sea el crisol de una cultura popular en permanente movimiento.