lunes, 28 de enero de 2008

CHAIM SOUTINE: FORMAS Y COLORES DE UN APATRIDA


Por Eduardo García Aguilar

En la plaza de la Madeleine, por ironía al lado lado de la lujosa tienda alimentaria Fauchon, se expone por estos días una retrospectiva del pintor de origen judío Soutine. Los ricos y los que sueñan con ser ricos hacen cola para entrar a comprar carísimos productos exóticos y exquisitos y salen cargados de su cajas de caviar, foie gras, vinos, pasteles y champán en medio de la abundancia de estos extraños años de paz. Otros hacemos cola para ingresar a la Pinacoteca de la Ciudad de París, deseosos de alimentarnos de arte, que también es un lujo, pero de otro tipo. Hace una tarde espléndida y el sol cae detrás de las altas columnatas de la enorme iglesia que imita un templo griego y fue construida en tiempos de Napoleón. Nada que ver con los tiempos de guerra, angustia y pobreza que vivió Soutine.
Llegó a París a los 19 años desde su lejana tierra natal, Smilovitchi, situada cerca de Minsk en Lituania, donde nació en una familia judía en 1893. Rebelándose al parecer contra la ortodoxia de la religión de los padres, que veían en sus imágenes una herejía, empezó a pintar desaforadamente y casi niño se fue con un amigo a Minsk y después a Vilna, antes de recalar en París en 1913. Entre las fotos famosas del mundo artístico de las décadas fascinantes de Montparnasse, lugar donde coincidieron Diego Rivera, Modigliani, Picasso y otros muchos, se ve al joven Soutine al lado de los compañeros de estudios y aventuras en los talleres pictóricos La Colmena, un romántico ghetto de artistas que todavía existe y más tarde en la escuela de Bellas Artes, donde solidificó sus precoces conocimientos en el taller de Fernand Cormon, quien también fue maestro de VanGogh.

Más tarde conoció a su amigo más cercano, Modigliani, que ha quedado para la historia popular como el autor de unos cuadros de belleza estilizada, aunque su obra era mucho más subversiva y revolucionaria que la estela dejada para la posteridad mediática. Modigliani descubrió el talento de su amigo y fue uno de quienes más lo hizo conocer en el medio artístico de esa agitada época de guerras, fiesta y pobreza. Después de la primera guerra mundial, a donde ambos asisten como voluntarios y sobreviven, Soutine regresa a París y vive en condiciones muy difíciles y marginales, trabajando como obrero en la fábrica Renault o en el Grand Palais y sufriendo la penuria generalizada de posguerra.
Es un hombre insoportable, alcohólico, neurasténico, que lleva dentro de sí una furia destructiva y creativa a la vez que lo lanza como fiera sobre telas que inunda de colores y formas inéditas. Pero por fortuna el galerista Zborowski le da un sueldo a cambio de la exclusividad de sus obras y Soutine vive en la región de los Pirineos, donde realiza una obra de tipo expresionista que parece transformar o « deconstruir » la naturaleza para cargarla de las fuerzas distorsionadoras y destructoras de la época de entreguerras.
De esos tiempos son el dadaísmo, el ultraísmo y otros movimientos que hoy son estudiados por la osadía de sus proposiciones desbordantes acordes con los cambios tecnológicos y el auge del perfeccionamiento bélico y de los delirios políticos de los totalistarismos. En 1922, tras ser descubierto por el galerista estadounidense Barnes y ser expuesto en Estados Unidos, el joven y excéntrico pintor obtiene reconocimiento y dinero y de ser el beodo marginal insoportable de
Montparnasse pasa a ser respetado por todos. Barnes le habría comprado de una sola vez 100 cuadros, según la leyenda y 35 según los biógrafos. Con el dinero se aleja de sus amigos y compra ropa fina, se estiliza, se perfuma y luce trajes que le quedan grandes y lo hacen ver algo cómico.
Perto siempre fue un lúcido y desde la lejanía de su intratabilidad expresaba el malestar de su época.
Vienen los tiempos de tranquilidad dedicados a la pintura en una finca cerca de Chartres, ciudad de cuya Catedral hace un cuadro memorable y se codea allí como estrella con lo más reconocido de laintelectualidad y el arte gracias a lo cual tenemos muchos testimonios de su vida y su amores. En 1935 expone en Chicago, Nueva York y Londres y parece vivir en esos años cierta tranquilidad con algunas de sus novias, que lo acompañan, lo quieren y lo ayudan.

En una de esas vueltas sus problemas gástricos se agravan en medio de las tensiones de la guerra, la ocupación y la persecución a extranjeros y judíos y sus ultimas horas transcurren en un viaje en ambulancia hacia París, donde murió el 9 de agosto de 1943, cuando sólo llegaba a los 50 años de edad. Fue enterrado en el cementerio de Montaparnase, donde lo acompañaron sus amigos y conocidos, entre ellos Pablo Picasso, el más famoso, exitoso y longevo de esa generación.

La posteridad ha tenido a Soutine un poco oculto bajo el imperio de otros artistas más exitosos, pero su figura marginal y excéntrica adquiere cada día más fuerza.

Al salir de la Pinoteca esas imágenes quedan impregnadas : la rabia del pincel grueso sobre la tela sucia, los rostros deformes de los retratados, los cuerpos retorcidos, las imágenes de una naturaleza volcánica donde se apeñuscan colores de remolino, así como aves y reses muertas de donde mana la sangre de su tiempo de guerra.

Y en la plaza los amantes del caviar de Fauchon y de la pintura deS outine se cruzan felices en esta plaza exquisita que en cualquier momento podría volver a vivir los dolores de la guerra y la persecución que tanto afectaron a los habitantes del siglo XX y que no parecen lejanos en este siglo XXI lleno de otros Soutine pobres y anónimos y otros Hitlercillos que vociferan odio en todos los rincones del mundo, en Oriente Medio, Oriente y Occidente.

domingo, 20 de enero de 2008

DESEO, SEXO, ESPIONAJE Y PELIGRO EN SHANGAI


Por Eduardo García Aguilar


La espléndida película "Deseo, peligro" (Lust, caution) de Ang Lee, merecedora del León de Oro de Venecia en 2007, nos traslada de manera magistral a la segunda guerra mundial, cuando Japón, aliado de los nazis, invadió China y cometió atrocidades sin nombre que todavía permanecen como herida ardiente causante de tensiones diplomáticas entre ambos países.


El siglo XX, que hasta ahora ha superado todas las marcas de violencia o al menos las igualó para estar a la par con la sangre derramada por el hombre desde su existencia en la tierra, aparece aquí en todo su macabro esplendor. Y el realizador Ang Lee, a través de una historia particular, nos ofrece la metáfora de la pasión y el fanatismo del hombre que, imbricados con ardor sexual, lo llevan a enloquecer y cometer lo que nunca imaginó: matar, torturar, entregar el cuerpo al enemigo por un objetivo, traicionar, involucrar a los seres queridos, perderse en el delirio de trascender como lo hacen hoy los kamikazes de Bin Laden en nombre de Alá o de la patria, u otros en nombre de la izquierda o la derecha.


Mientras en Europa ocurría el holocausto nazi contra los judíos y la violencia reinaba en todos los países del viejo mundo, como en la España de Franco o la Italia de Mussolini, en Asia la guerra se refinaba y conducía ineluctablemente a la apoteosis nuclear de las bombas de Hiroshima y Nagasaki lanzadas por Estados Unidos a nombre de los aliados.


La película cuenta la historia de una célula de jóvenes estudiantes idealistas chinos dedicados al teatro comprometido, que finalmente pasa a tramar en Hong Kong la muerte de un alto dignatario colaborador de los invasores japoneses. En la célula estudiantil se destaca una dulce adolescente de nombre Wong Chia Chi, encarnada por la bella y deseable actriz Tang Wei y quien, como en un juego infantil jura participar con sus amigos hasta las últimas consecuencias en las acciones subversivas y se infiltra en el círculo íntimo del alto y sangriento dignatario represor.


Wong Chia Chi no sólo es bella sino excelente actriz y cuando actúa en el grupo universitario como hermana de un patriota muerto y pide la salvación de China enciende en el teatro el nacionalismo de los espectadores, que aplauden de pie. Su capacidad histriónica natural la hace perfecta para hacerse pasar por lo que no es, la esposa burguesa de un negociante que acompañará a la mujer del alto policía en sus juegos y compras, en medio de las tensiones crecientes de la guerra.


Su tarea es seducir al asesino represor, cosa que logra rápidamente y cuando la acción está casi lista ocurre un contratiempo y presencia la muerte a manos de sus amigos de un individuo que los ha descubierto, en una terrible escena de asesinos novatos. La bella huye, pero tres años después la célula subversiva se reorganiza y en Shangai vuelve a contactar al policía ascendido a ministro con la misión de hacerlo matar.


Se inicia así entre ellos una pasión sexual intensa de visos sadomasoquistas. La espía termina atrapada en las redes del sexo al extenderse la "misión" y pasar del asco a la excitación y el represor termina enamorado de la subversiva, al pasar de la violación al amor, mientras en sus rutinarios días de trabajo tortura y mata a opositores chinos que después son lanzados muertos a los ríos o a los precipicios. Después de la tortura y el asesinato viene la intensa cópula prohibida, único refugio para ambos en medio de una guerra real y carnal que el director Ang Lee nos muestra con maestría en inolvidables escenas de cama.


Todo esto pasa en Shangai en 1942, pero finalmente ocurre todavía en casi todas partes del mundo: Rusia, Serbia, África, Oriente Medio, Guantánamo, América Latina, Estados Unidos, China, Indonesia, India, Afganistán y Pakistán.


¿Qué lleva al idealista a matar en nombre de un ideario político y al funcionario de un régimen a torturar y eliminar con saña al subversivo? ¿Qué hay de humano en el odiado esbirro del gobierno y en el implacable revolucionario? ¿El subversivo y el represor, el secuestrador y la víctima, el revolucionario y el reaccionario pueden encontrarse en los placeres animales de la carne y olvidar allí por un momento las fuerzas oscuras de la ideología y la muerte? Estas preguntas vibran en esta soberbia película asiática que hace parte de esa nueva ola cinematográfica que arrasa con los premios en los festivales occidentales.

lunes, 14 de enero de 2008

EL ORIGEN DEL MUNDO DE GUSTAVE COURBET


Por Eduardo García Aguilar


El origen del mundo, cuadro que representa de manera realista el sexo femenino, pintado en 1866 por el gran artista Gustave Courbet, es uno de los más famosos y misteriosos de Francia. Podría decirse que es la Gioconda venérea. Su último propietario después de un siglo de existencia clandestina fue el psicoanalista Jacques Lacan, quien lo tenía escondido en su consultorio tras otro cuadro superpuesto de André Masson y solía mostrarlo con coquetería a los amigos o tal vez a sus amadas pacientes.

En manos del Museo de Orsay desde 1995, la imagen del vientre abierto de una mujer, la raya vaginal, el monte de Venus, los senos insinuados tras una prenda blanca y los fuertes muslos extendidos, ha suscitado todo tipo de análisis y reflexiones y muestra hasta qué punto Courbet fue un rebelde surgido de las revoluciones políticas y culturales francesas de 1848 y 1871. Sus preciosas obras con desnudos femeninos, como Las bañistas o La mujer y el loro, entre otros, escandalizaron, pero a la vez maravillaron a la vanguardia artística de la época.

Courbet (1819-1877) fue uno de los pintores más importantes del siglo XIX y representa, al lado de novelistas y poetas como Baudelaire, Balzac, Flaubert y Maupassant, la energía creativa del progreso que explotó a mediados del siglo tras la era romántica. Después de las novelas góticas, los poemas lagrimosos o heroicos, el culto a los misterios y la heroicidad napoleónica, Courbet quiso mostrar la vida tal y como era, con desbordada fuerza realista, en esa época de cambios acelerados.

Primero se inició con los retratos de personas cercanas y autorretratos como el magistral Desesperado, que ha servido para ilustrar las portadas de El Horla de Maupassant, y luego siguió con amplios panoramas de la vida en su natal Ornans, como atestigua Un entierro en Ornans de 1849 o El taller del pintor de 1855, obras enormes que son mundos dentro del mundo y parecen tener como objetivo reunir en un sólo espacio la esencia de un pueblo o de un artista lleno de fantasmas.

El Grand Palais ha reunido ahora de manera excepcional más de cien obras de este artista, traídas desde los principales museos del mundo, desde varias ciudades norteamericanas o europeas y de colecciones particulares, lo que la hace una muestra excepcional. Ver de manera coherente la obra de este artista es un acontecimiento que tardará tal vez décadas en repetirse. Además, la exposición está acompañada de unas 60 imágenes fotográficas primigenias, ya que Courbet no sólo fue aficionado a ese nuevo arte sino que vivió el inicio de esa experiencia y utilizó algunas de las imágenes para realizar sus cuadros.

Le encantaba posar para la cámara y a su vez captar a sus contemporáneos por ese novedoso medio que cuestionaba e interrogaba de frente a los propios pintores. Figuran fotografías de Gustave Le Gray, Auguste Belloc o Nadar, que fueron algunos de los fotógrafos que a mediados del siglo XIX comenzaron a devorar la realidad con sus lentes e inauguraron y abrieron el camino de la fotografía. Ese contrapunto da una nueva lectura a muchos de los cuadros de Courbet, como ocurre con su amplia obra paisajística y la dedicada a captar animales, caballos, lebreles, peces, aves.

El siglo XIX mostraba su energía con la industria en todo su apogeo, creciendo a toda velocidad, se expresaba en la fuerza de los barcos que cruzaban mares y nuevos canales interoceánicos, en las minas, el crecimiento de las urbes de hierro, la aparición de la locomotora y de los transportes públicos y el inicio de una desbocada globalización a través de la tecnología, que rompía fronteras y naciones y creaba nuevos y voraces imperios. Al mismo tiempo el pensamiento se hacía más positivo y concreto y las ciencias naturales y humanas saltaban hacia otros niveles de conocimiento.

Todo eso puede ser leído en la vasta obra de Courbet, contemporáneo de Baudelaire y del socialista Proudhon, de quienes hizo retratos. En el rostro del Desesperado de Courbet se avistan ya Las flores del mal del gran traductor de Poe y los delirios de Aurelia de Nerval. Y aunque no quiso pintar las calles modernas de París ni sus grandes edificios, el cambio se percibía en los rostros de burgueses, pueblerinos o bohemios de su época y en los colores y la veracidad de sus imágenes bucólicas y eróticas.

Cruzar los salones del Gran Palais, otra obra impresionante del siglo XIX al lado de la Tour Eiffel, y recorrer en este palacio de hierro la obra de este gran artista nos invita a mirar y leer con más atención un siglo que es más revolucionario y de vaguardia de lo que creemos. Y de paso podemos extasiarnos frente a los desnudos y el sexo bello, deseable y abierto de la mujer, que es origen del mundo, de la vida, la locura y el arte.

domingo, 6 de enero de 2008

EL POETA VAMPIRO DEL HOTEL COSMOS


Por Eduardo García Aguilar

En el eje Lázaro Cárdenas de la Ciudad de México, a unos metros de la calle Madero, existía el inolvidable Hotel Cosmos en un edificio gris de la era porfiriana que parece todavía un fantasma de alguna vieja capital europea del siglo XIX.

Lleno de leyendas y fuerzas cargadas de poesía, novela y pasión, el hotel albergó durante una década a uno de los poetas mexicanos más brillantes del siglo XX, el queretano Francisco Cervantes, a quien se le debe la traducción de la biografía de Fernando Pessoa de Joao Gaspar Simoens y la introducción a la lengua castellana de decenas de poetas brasileños y portugueses, además de una vasta y original obra poética que está por reconocerse en su debido mérito.

Por ese amor tan profundo a todo lo referente a la lengua portuguesa, por el delirio inagotable suyo de hacer conocer a mexicanos y latinoamericanos en general las letras y las leyendas del apagado viejo imperio de Camoes y Vasco da Gama, el dueño de ese y otros hoteles del centro histórico le cedió al poeta una habitación permanente en ese edificio para que viviera tranquilo dedicado a la poesía y a la traducción.

Cervantes (1938-2005), que era un verdadero príncipe de las tinieblas que presumía sin pena alguna de ser muy feo y muy cascarrabias, y hasta de ser vampiro, entraba allí como rey por su palacio, convertido en un perfecto Rubén Darío de fines del siglo XX, o sea muy antiguo y muy moderno. El rebelde y a veces intratable poeta contaba allí, día tras día y sin límites, con la atención de mucamas y porteros que lo saludaban y agasajaban por órdenes contundentes de los propietarios, dándole así el verdadero rango de maestro que era y sigue siendo el suyo en el más allá, que era uno de sus anhelos hasta cuando murió en su tierra natal reconciliado con la vida y los amigos perdidos a quienes declaró su afecto final.

El autor de Los varones señalados, Cantado para nadie, Heridas que se alternan y La materia del tributo, entre muchos otros libros, pertenecía a la generación de José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Homero Aridjis y Sergio Pitol, pero fue un rebelde permanente que coleccionó enemigos gracias al terrible arte viperino de su lengua implacable, aunque también coleccionó amigos entre jóvenes escritores, con quienes fue generoso y a los que acompañó a las farras literarias de los bares del vientre capitalino.

El Hotel Cosmos sobrevivió a todos los cambios e incluso a la construcción de la Torre Latinoamerica en 1954 y al temblor de 1985, que tiró sin piedad al suelo cientos de edificios mucho más modernos. Al mirarlo desde cualquier ángulo del Eje o desde el palacio de Bellas Artes, uno se imagina la ciudad de los tiempos de Don Porfirio llena de palacetes a lo largo de Reforma, Santa Maria La Ribera o la Roma, parajes copiados de París, Berlín o Bruselas de antes de la primera guerra mundial. Hotel barato para provincianos de paso y muchachos y muchachas enamorados de pasiones fugaces, el Hotel Cosmos fue uno de los lugares más queridos de la ciudad por la extensa historia vivida a lo largo de un siglo de revoluciones, exilios, migraciones y soledades.

Cervantes trasladó su biblioteca a la habitación y centenares de libros se apeñuscaban con la forma de un volcán que las mucamas sabían desempolvar de manera cotidiana con sus frágiles plumeros. Cuando uno tenía el privilegio de entrar allí, el poeta sacaba desde el intríngulis de volúmenes todos los libros habidos y por haber, desde las Historias Trágico-Marítimas de los navegantes portugueses hasta los sonetos de Villamediana, la poesía de Rosalía de Castro o todo tipo de clásicos medievales, novelas policíacas o góticas.

Desde el Hotel Cosmos Cervantes salía a recorrer los bares y cantinas del centro, como La Cucaracha, que fue lugar de lenocinio en los años 40 y 50 y permanecía allí bajo el mando de su vieja patrona y sus pintorroteadas pupilas, con muebles de madera lustrada y biombos adornados de cucarachas de bombín, chaleco y bastón hasta bien entrada la década de los 80.

Y desde ahí, uno tras otro, los amigos del poeta íbamos descubriendo con él el laberinto de la noche defeña, sus novias dulcineas o poetas, el liliputiense Margarito, la historia literaria de una época intensa, los recuerdos de Lisboa, Guatemala y Bogotá, sus años de publicista o de traductor en el excelente Fondo de Cultura Económica en tiempos de Jaime García Terrés y Adolfo Castañón y su aprecio indefectible por Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez, a quienes conoció recién llegados a México siendo él muy joven y adoptó como padres simbólicos.

Al caminar por las calles del centro histórico uno sabe que Cervantes sigue allí entre sus libros, sus carcajadas e ironías como una leyenda viva de la historia literaria del Distrito Federal que merece estatuas, homenajes y placas de mármol para que desde ultratumba él intente demolerlos con el arte inimitable de su sarcasmo.