lunes, 30 de junio de 2008

SHAKESPEARE AND COMPANY


Por Eduardo García Aguilar

Al fondo se escucha el piano, alguien toca jazz y la música inunda este templo irreverente dedicado a los libros y a los escritores del mundo, lleno siempre de anglosajones o cosmopolitas excéntricos de todos los puntos cardinales del planeta, y situado en el histórico número 37 de la rue de la Boucherie. Arriba, en el segundo piso, en el mínimo y macarrónico Hotel Tumbleweed, las muchachas viajeras hablan y ríen, mientras el sol afuera cae sobre árboles y aceras para que los turistas tomen fotos frente a Notre Dame y vean pasar barcos por uno de los estrechos brazos del Sena.

Es Shakespeare and Company, legendaria librería fundada en 1951 por George Whitman, quien guarda frente al río la memoria de la otra librería inolvidable del mismo nombre, corazón entonces de la literatura en el barrio del Odeon bajo la animación de Sylvia Beach, en tiempos de Ernst Heminguay, Henry Miller, James Joyce, Lawrence Durrel y Gertrude Stein. En aquel tiempo, en ese pequeño santuario de la verdadera literatura, la pareja de dueñas publicó en ediciones confidenciales el Ulysses de Joyce y otros libros claves de la explosión narrativa experimental de los años de entre guerras, cuya fuerza sigue vigente para los entendidos.

Al desaparecer aquella librería de entreguerras, el viajero norteamericano Whitman decidió fundar la nueva del mismo nombre en este rincón de París, en complicidad con su amigo el beatnik Lawrence Ferlinghetti, fundador al mismo tiempo en San Francisco de la librería City Lights, otro de los faros de la literatura marginal y rebelde en las orillas del Océano Pacífico.

La idea de Whitman, que ahora casi centenario está retirado, pero viene con frecuencia a sentarse como siempre junto a la caja registradora, era crear una especie de falansterio para los escritores, un lugar donde pudieran llegar de todo el mundo y pasar una o dos noches sobre las históricas almohadas y sofás del irónicamente llamado Hotel Tumbleweed. Su consigna ha sido la hospitalidad, palabra sagrada de los viajeros y errantes del mundo desde antes de los griegos. Se dice que Whitman aprendió a ser hospitalario cuando viajó por Suramérica estando muy joven y fue recibido indistintamente por los pobres indígenas en sus casas de múltiples pueblos de su ruta beatnik.

Frente a las puertas o junto a la caja registradora de Shakespeare and Company se agrupan desde hace medio siglo los jóvenes poetas y autores marginales desconocidos, pero que después se convertirán en referencias literarias de la insurrección estética, como en su tiempo lo fueron Ezra Pound y Samuel Beckett en esta ciudad de las letras. Pero también hay espacio en la “writer room” para los viajeros escritores crepusculares, pobres, calvos, canosos, viejos y perdidos que necesitan estar ahí unas horas en ese pupitre frente a la página en blanco viendo desde la ventana la vieja catedral de Quasimodo y Esmeralda.

Shakespeare and Company se quedó para siempre en este muelle del Sena, al lado de la rue Saint Jacques y desde entonces ha estado animada por su propietario, recién condecorado con la medalla de las Artes y las letras de Francia. Afuera están las butacas de madera donde se besan los enamorados en un escenario cinematográfico lleno de cajas de libros viejos baratos en inglés y estaterías de madera con libros de bolsillo usados y animados por el espíritu de los viajeros. Un hombre de unos cincuenta años, de jeans y chaqueta de cuero negra, besa apasionadamente a una bella chica morena de ojos de oblicuos de almendra, sentada en sus piernas, en la escalera que da a la acera y a un pequeño jardín.

Bajo un fondo amarillo se ve el nombre Shakespeare and Company en letras negras a la manera de las viejas tiendas del siglo XIX balzaciano y una emoción hace vibrar a los lectores que no amamos los supermercados de libros llenos de absurdos bestsellers para anancefálicos, sino que preferimos los rincones donde reinan Lawrence Sterne, Joseph Conrad y John Dos Passos, donde vibran Malcolm Lowry, T. E. Lawrence de Arabia y Virginia Woolf, o E. E. Cummings, Marianne Morre y Denise Levertov.

El lugar siempre está lleno de pasantes fugitivos mientras alguien atrás, cualquiera, el cliente anónimo, la mujer solitaria, se sienta a tocar el piano que inunda este ámbito de vigas aparentes y estanterías añejas. Al interior una pequeña fuente abandonada recibe las monedas de la suerte que lanzan los visitantes y allí se acumulan las piezas amarillas de todos los tamaños y procedencias.

En las estanterías hay novedades de casas editoriales desconocidas, al lado de los libros de Penguin Books o Harper Collins y los best sellers franceses que tienen ahora éxito en el mundo anglosajón tales como Anne Gavalda, Amélie Nothomb o Michel Houellebecq. Un adolescente vestido como Pete Doherty, el novio de la modelo Kate Moss, con el sombrero irlandés, se abraza con su padre y una pareja de nórdicos va cargada de libros de Charles Bukowski para leer en el hotel esta noche de fines de junio, cuando después de la fiesta de la música la ciudad ha entrado de lleno en la libertad del verano, en la alegría de la vagancia, en el delirio de la canícula, los árboles, las flores y los pájaros, lejos del las guerras sanguinolentas del tercer mundo, pero muy cerca de la hecatombe nazi.

Una bella inglesa feliz de 20 años, hospedada por Whitman, toma fotos desde la ventana de arriba. Los flashes de los visitantes sesuceden unos tras otros, japoneses, chinos, gringos, europeos, africanos. Este lugar ya es leyenda y es amor literario. Algo excepcional en estos tiempos. Shakespeare and Company siempre ha estado ahí desde hace décadas y si desapareciera habría duelo entre los escritores y lectores del mundo. He venido aquí centenares de veces en mi vida y volver hoy es regresar a mi casa, la choza de la vida, el iglú de la poesía, el castillo gótico imaginario de la literatura.

martes, 17 de junio de 2008

VIDA, PASIÓN Y MUERTE DE YVES SAINT LAURENT

Por Eduardo García Aguilar
Suelen ser los más locos y torpes, los más tímidos y sensibles quienes alumbran con su genio a una época. Tal fue el caso de Yves Saint Laurent, extraño personaje que transformó la moda en los años sesenta del siglo pasado y dedicó su vida a la mujer, a sus curvas, belleza, caprichos y encantos.

Su nombre no sólo era una marca reproducida infinitamente en todos los lugares del mundo sobre prendas, perfumes y otros accesorios, sino la leyenda de la post-guerra arrasadora, con su derroche desbocado y el lujo de las llamadas Tres Décadas Gloriosas de crecimiento y progreso vividos bajo la Quinta República del patriarca y héroe nacional Charles de Gaulle.

Yves Saint Laurent nació en el puerto argelino mediterráneo de Orán y fue criado bajo el sol entre sus dos hermanas Brigitte y Michelle por una madre elegante y bella, Lucienne, a la que tuvo siempre como modelo y que ahora, a los 95 años, bebió el amargo trago de dispersar las cenizas de su famoso hijo.

Lanzado por Christian Dior en 1957, se convierte a los 21 años en su heredero a la muerte súbita de su viejo maestro y el mundo lo saluda como un talento desde el primer desfile realizado en 1958, desplegando los cortes sobrios de la línea Trapecio que liberó la nuca y las espaldas y realzó a la hembra con liviandad, sombreros estrafalarios y guantes de perverso armiño.

Su gran modelo básico fue Catherine Deneuve, otro monumento viviente de la historia contemporánea de la farándula y la moda, para quien hizo los trajes lucidos en la película Bella de Día de Luis Bunuel. Deneuve fue una de sus mejores amigas, tanto que ahora, conmovida y crepuscular, no acepta hablar del temperamental artista en pasado, una conjugación imposible para esta generación que comienza a desgranarse poco a poco.

Este modisto homosexual y en extremo amanerado, era tímido, torpe, maniaco-depresivo, hipocondriaco y, cual otras glorias de su generación como la escritora Françoise Sagan, fue presa de las drogas duras a lo largo de su vida y cayó muchas veces al fondo para resurgir de nuevo desde las cenizas.

Gracias a su amante Pierre Bergé, que era experto en finanzas y negocios, Saint Laurent pudo concretizar sus sueños y hacer de su marca una de las más importantes de la moda mundial o al menos la más glamorosa y respetada. Bergé estuvo siempre ahí para manejar las cuentas y apoyarlo cuando caía en alguna de sus terribles depresiones. Sin él, coinciden todos, Saint Laurent hubiera desaparecido hacía mucho tiempo o se habría hundido en el alcoholismo y la adicción a las drogas.

En tal sentido él representa el drama de una época capitalista de progreso marcada por la velocidad de las urbes y los estragos de la ambición, las apariencias y el arribismo. Y aunque sus trajes valían fortunas, la moda suya permeó hasta las capas más bajas de la sociedad en los talleres de las modistas de provincia, en los lejanos países de ultramar, que imitaban con torpeza sus prendas.

Desde el lujo y la frivolidad supo filtrar a sus obras el talento de los grandes pintores del siglo XX y bajo el efecto de las anfetaminas o la cocaína creó a raudales las imágenes que ahora nutrirán el museo de la fundación creada con su concubino y hechas en exclusiva para modelos tan bellas y extraordinarias como Laetitia Casta y Carla Bruni, ahora primera dama de Francia.

Al lado de esta diosa italiana de una belleza más que escalofriante aparece Saint Laurent sentado en 1998 en un soberbio sofá verde, mientras ella luce un ceñido traje blanco, que adelante muestra con versatilidad y finura dos aves en vuelo besándose. Si alguna vez la escultura griega mostró la belleza de la mujer, los encantos de la Venus, esta foto que publica París Match representa para la posteridad la belleza increíble de la mujer de esta época nuestra que reposa sobre los cuerpos famélicos de miles de millones de tercermundistas aquejados por enfermedades y guerras.

En lo que respecta a la excitante beldad Laetitia Casta, el modisto vistió su desnudez con rosas sobre sus senos y su pubis angelical, mientras cuelgan sus trenzas de dos enormes selvas de pétalos, como si esas rosas fueran testigo de “eso que si amor no fue, ningún otro amor sería”, como dijo el poeta León de Greiff.

Victoire, Catherine, Twiggy, Linda Evangelista, Claudia Shiffer, Naomi Campbell, Katoucha, Karen Moulder, son otros de los nombres inolvidables de las musas de los siglos XX y XXI sobre cuyos cuerpos trabajó con sus manos temblorosas de gay.

Cuando en 1992, a los 55 años y 30 de carrera, un centenar de bellas lucían en la Ópera Bastilla los trajes más significativos surgidos de talento, pudo verse por fin el cuadro colorido de una época lúdica que el resto del mundo veía en las pantallas de la televisión o las revistas de corazón. Figuraban allí desde smokings femeninos hasta vaporosas prendas sacadas de la estatuaria griega, con sus pliegues de mármol. Rubias, negras, orientales, latinas, eslavas, rindieron homenaje a este personaje que parecía colgar de sus enormes gafas de miope y caminar como pajarraco sobre piedras calientes.

En todas las salas de espera de las peluquerías y dentisterías del mundo las mujeres soñaron gracias a él. Con hambre y sin un peso en la cartera todas soñaron con ser alguna de esas modelos y lucir prendas inalcanzables. Con él se encarnó el arte en la moda y la moda se alzó de su banalidad por un momento antes de que la sociedad de consumo y de supermercado destruyera su legado, convirtiéndolo en producción serial de adefesios para la caja registradora.

sábado, 7 de junio de 2008

LA ENERGÍA REVOLUCIONARIA DE MAYO DEL 68


Por Eduardo García Aguilar


Cuarenta años después, la energía revolucionaria del movimiento de mayo del 1968 en el mundo sigue viva, pese a que las fuerzas tenebrosas y siniestras del gran capital y las mafias económicas que dominan la tierra quieran sepultarla para siempre entre los desechos radiactivos de su cruzada destructora de propaganda, bombardeos y tierra arrasada.

La rebelión de los jóvenes estadounidenses contra la atroz guerra de Vietnam en los campus californianos y de los franceses en las calles de París contra la sociedad cerrada, que luego se extendió al orbe, es una muestra de que de manera cíclica los jóvenes están a la vanguardia de los cambios frente a las petrificaciones de los viejos tiranuelos que siempre desearon y desean atornillarse de manera ilegítima y para siempre en el poder.

Las fotos de esa gente de pelo largo que caminaba descalza y escuchaba música, hacía el amor y buscaba la paz libremente, conmueven a quienes hoy las ven como una reacción natural del género humano frente a las fuerzas cancerígenas y depredadoras del egoísmo de los grandes capitales financieros mundiales y el poder que está a su servicio hoy para aplastar a la población en 132 países del mundo.

El gran concierto de Woodstock fue la joya simbólica de ese gran movimiento de rebelión. Centenares de miles de muchachos abandonaron sus casas y se fueron a pie o como pudieran para llegar al sitio del concierto y permanecieron allí días bajo la lluvia o el sol escuchando a las más extraordinarias leyendas del rock, que entonces apenas comenzaban a ser leyendas. ¿Quien no se conmueve al ver de nuevo a Bob Marley Jimmy Hendrix, Janis Joplin, Carlos Santana, Joe Cocker y otros muchos que sacudieron la música popular y hoy siguen vivos y son escuchados por los nuevos sin que tengan ese matiz pálido y desvaído del pasado?

Janis Joplin es una fuerza telúrica. Su voz sale desde lo más profundo de la especie, desde la matriz de la mamá grande, desde la profundidad de la hembra todopoderosa y atemporal y al vibrar nos comunica la entrega al arte y el brillo que expresa sin ser una beldad perfumada y maquillada. Tenía acné, estaba despeinada, pasada de peso y era y es una diosa aún más bella que Marilyn Monroe. Se fue antes de los 30 años porque no hubiera podido envejecer en este mundo en que vivimos hoy los 6.000 millones de borregos del mundo.

¿Y quien no se estremece con los sonidos metálicos, esenciales, geológicos, de la guitarra de Jimmy Hendrix, que parecen despertar la aventura de los primeros neardentales y homo sapiens cruzando desiertos y montañas bajo canícula, fuego, hielo, lluvia y rayos de una naturaleza viva y aún no aniquilada por el ácido del azul de metileno moderno?

Y al lado de esas dos fuerzas Bob Marley y Carlos Santana nos llevaron de su mano por un bosque de ritmos que en vez de adormecer conducían entre lianas y cascadas hacia un bosque paradisíaco en que el ser humano se comunicaba y se fundía con la naturaleza, con sus aguas, nubes, mares, ríos, precipicios, galaxias. Bob Marley llevaba la rebelión con sus aires caribeños hacia la comunión con el sol y la vibración de las venas y arterias como afluentes de la vida total, efímera, pero estremecedora. Santana gritaba con sus manos sobre las cuerdas para recordarnos de donde veníamos: sus sonidos llegaban al fondo de lo que es sólo el vestigio del animal carnívoro que somos.

Y con ellos estallaron la pintura, la literatura, el cine, las ciencias sociales, las ciencias naturales, el conocimiento, el saber, el sentir, el amar, el vestir. Los años 60 del siglo XX están vivos como en otro tiempo ocurrió con el Renacimiento, la Ilustración, el movimiento Romántico, el surrealismo y el dadaísmo. Diríase que la rebelión que salió de las calles de París y de los Campus de California destapó y dio a luz todas las rebeliones anteriores del siglo XX, como fueron el dadaísmo y el surrealismo de Breton, Buñuel y Dalí, que yacían ocultos bajo capas de convenciones y prejuicios.

El mundo de hoy reclama una nueva rebelión cultural de todos contra la manipulación mediática que maneja a los seres como conejos de laboratorio frente a la televisión y la prensa mundiales, que están al servicio de intereses oscuros de guerra. Es un fenómeno que ocurre en todo el mundo: cada día las fuerzas del capital especulativo y devorador, que se reproduce y se acumula a sí mismo, se inventa una historia para aplastar la anterior y los seres humanos son controlados en sus emociones e ideas por esa tecnología perfeccionada de la manipulación mediática. Ideas, partidos, candidatos, libros, amor, muerte, todo se ha conventido en producto, en mercancía que nos vende el big brother de la televisón al servicio del Eje de la Ganancia a toda costa y no de la sociedad. Se nos vende la guerra y el militarismo como únicas soluciones mesiánicas y renace como en los tiempos de Hitler la palabra "exterminio" convertida en el destino que merece el opositor o el disidente.

La gente de mayo de 1968 se rebeló contra la guerra de Vietnam y contra las bombas de Napalm y reclamó humanidad, serenidad, cuerpo, música, piel, en vez de ejércitos; globos de colores, dulces y música en vez de helicópteros y bombardeos. ¿Es el destino de los humanos de hoy avalar ese lenguaje repetitivo de odio guerrero, marcial, exterminador que nos quieren imponer esas fuerzas y los líderes del mundo? Pues No. No puede ser. No pasarán. Escuchemos otra vez a Janis Joplin y a Bob Marley para saber que se puede gritar. Leamos a Julio Cortázar y veamos Zabriskie Point y Blow Up para saber que se puede imaginar. Las consignas del 68 de "Paz y Amor" y "La Imaginanción al Poder" no han pasado de moda. Por el contrario son de total actualidad. Los atilas, los Pinochet, los Franco, los Bush y los Nerón de hoy, disfrazados de ovejas, están aquí y nos tienen en la mira. Cuidado, pueden disparar.
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