lunes, 28 de julio de 2008

MISS UNIVERSO, KENNEDY, LA LUNA Y YO

Por Eduardo García Aguilar

Hay recuerdos infantiles que nos marcan para siempre y son imborrables porque conectan con la extraña experiencia de la multitud y la colectividad y acercan al descubrimiento súbito de la nacionalidad y la pertenencia a una sociedad concreta. Desde las nubosidades del sueño infantil aquellos recuerdos quedan ahí para siempre y conectan con la historia del país natal y el mundo.

Es el caso, por ejemplo, del día de la muerte de John F.Kennedy en 1963, la del padre guerrillero Camilo Torres en 1966 y la de Ernesto Che Guevara en 1967, el primer transplante de corazón en 1968 y la llegada del hombre a la luna en 1969, entre otros muchos acontecimientos que poco a poco estructuran, dan pautas sobre la política y la realidad mundiales o informan de la violencia interminable, los avances de la tecnología y la ciencia o el esplendor del arte.

Esos recuerdos son de dos tipos: aquellos de carácter histórico o social y los íntimos, que estructuran la psicología, el comportamiento y el carácter de las personas. Explorar ese mundo misterioso de los recuerdos y los olvidos, la impronta arbitraria y definitiva de los acontecimientos íntimos o sociales es un ejercicio revitalizador lleno de sorpresas. De los dos años de edad me quedan algunas fugaces imágenes, cierta escalera, el vuelo de una sábana recién lavada o el perfume de la madre. De ese orden puede ser el recuerdo del padre afeitándose mientras lo carga a uno de pie frente al espejo. Algún insecto en el corredor, como un escarabajo que sube por la pared con sus largas tenazas antediluvianas, la calle húmeda y fría en la noche manizaleña de invierno o la llegada de un tío cargado de delicias traídas de otra parte.

De los recuerdos relacionados con Colombia, tengo uno vago de los tres años cuando cayó Rojas Pinilla y sonaba la sirena interminable del cuerpo de bomberos, mientras mi padre comentaba el acontecimiento con la gente que iba en el bus. Más tarde tengo el recuerdo nítido de la victoria del primer presidente del Frente Nacional Alberto Lleras y la foto de una página completa del nuevo mandatario publicada en El Espectador, que nos mostraba mi hermano mayor Humberto en la casa donde vivíamos en la esquina del Parque Caldas, encima de una famosa salsamentaria llena de exquisiteces fabricadas por un inmigrante extranjero, entre las que se destacaba un delicioso pastel con forma de rana verde y ojos brotados de dulce rojo, que era mi preferido.

Pero tal vez el primer recuerdo que tengo de la existencia de la sociedad multitudinaria y de la colectividad como tal es cuando, a punto de cumplir yo cuatro años, llegó el 16 de agosto de 1958 a Manizales la nueva Miss Universo Luz Marina Zuluaga. Desde la ventana de la casa en esa esquina del Parque Caldas vi con mi familia pasar por la carrera 23 el cortejo precedido por policías motorizados, carabineros a caballo y flanqueado por una larga fila de uniformados, en medio del griterio y los aplausos conmovedores de la muchedumbre agolpada en las aceras.

La ciudadanía estaba orgullosa por partida doble: como nacionales del pais galardonado mundialmente en Miss Universo y como provincia, al ser la reina oriunda de la ciudad. Aquella apoteosis quedó marcada para siempre con lujo de detalles: la atmósfera eléctrica de la ciudad, la solemnidad excepcional de la celebración en ese parque entrañable de la infancia, todo ello con la conciencia primigenia de pertenecer a una patria y a un terruño.

Y como en toda apoteosis celebratoria, lo más importante fue el carácter pacífico y popular del acontecimiento, que dio al pueblo instantes de convivencia y euforia, lejos de la violencia reinante, con las atrocidades que oíamos contar a los adultos. Diríase que esa noticia popular regocijante para el país significaba un receso en la letanía de La Violencia que tuvo su punto catastrófico 10 años antes, con el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. O sea que a tres semanas de cumplir mis cuatro años, ese hecho significó mi bautizo como ciudadano.

Años después, cerca de los nueve, la noticia de la muerte de John F. Kennedy y el posterior asesinato de Lee Harvey Oswald por Jack Rubi me comunicó con la realidad mundial y el hecho de ser súbdito de un imperio. La noticia me llegó en uno de los patios de la casa de la carrera 19 con 25 y me acuerdo haber marcado con tiza la fecha y estado al tanto de la noticia por la radio. Después vendría la terrible foto del padre guerrillero Camilo Torres, masacrado por las fuerzas del orden y en esa misma casa comentar el hecho con mi padre Alvaro. En ese entonces, como ahora, el gobierno colombiano celebraba esa muerte con felicidad y decía que la guerrilla se había exterminado para siempre. Un año después sería el turno del Che Guevara, convertido ahora en un mito general junto a Santa Claus.

Sin embargo, al lado de la Miss Universo Luz Marina y J. F. Kennedy, tal vez el recuerdo más impresionante y de rango cósmico es el de la observación familiar, en esa misma casa de la 19, de la llegada del hombre a la luna, en un enorme televisor empotrado en un mueble, de donde salían las imágenes en blanco y negro de la flotación sobre el satélite de Neil Amstrong antes de posar la bandera estadounidense sobre el suelo lunar.

Allí, a los 15 años, descubrí la pertenencia al universo y a una humanidad capaz de abandonar terruño, patria y mundo para ir al encuentro del cosmos. O sea que entre la irrupción de Miss Universo en mi ciudad y la salida del hombre hacia el Universo, sólo había transcurrido una década de recuerdos, que entonces parecían una eternidad y ahora son sólo un pedazo de vida impregnado por fortuna en la memoria antes de que llegue el Alzheimer.

domingo, 20 de julio de 2008

FIESTA DEL 14 DE JULIO EN LA CONTRESCARPE

Por Eduardo García Aguilar

La calle Mouffetard es la más antigua de París y mi preferida porque baja desde el Panteón, después de la calle Descartes, por la misma vía transitada desde hace más de 2.000 años por los peregrinos que llegaban o iban a Roma. La callejuela sinuosa está llena de viejas casas de otro tiempo perfectamente conservadas y de cafés, restaurantes, librerías, tiendas y negocios de gastronomía que le dan un aire de provincia con sus olores inolvidables.


Todos los días están desplegados en puestos callejeros los frescos productos de mar, las deliciosas viandas asadas con especias, pasteles, frutas, vegetales y productos exóticos idénticos a los que figuran en las fotos de fines del siglo XIX y comienzos del XX. En esta calle vivieron en su tiempo Paul Verlaine y Ernest Heminguay y a lo largo de los siglos ha recibido la visita de los catadores de alcohol y vinos de todos los orígenes, pues durante mucho tiempo fue un mendro malevo de extramuros poblado de marginales, mendigos, bandidos y borrachos.


Incluso en un tiempo, antes de la Revolución y la caída del Antiguo Régimen, la iglesia de Saint Medard fue lugar de milagros histéricos hechos por el diácono Francisco de París a poseídos miembros de la secta de los Convulsionarios, que obligaron a las autoridades eclesiásticas y al Rey a exorcizar los demonios convocados por la mente delirante del populacho. En el sitio de los poseídos se puso una placa donde decía:"De parte del Rey se prohíbe a Dios hacer milagros en este lugar".


La gente va y viene, sube y baja con sus bolsas de compra. También llegan turistas del mundo entero que vienen a mirar un rincón verdadero de París, de los pocos que realmente unen mito y realidad, o parroquianos de este barrio que es cruce de zonas tradicionales y lugar de encuentro estudiantil a donde llegan por la noche los estudiantes de las diversas Sorbonas a llenar los pubs y las tascas. Y en medio de la calle, arriba, ya cerca del Panteón de los Hombres Ilustres, la iglesia Saint Etienne du Mont y las viejas murallas medievales, está la famosa Plaza de la Contrescarpe, donde se celebra la fiesta patria francesa cada 14 de julio, en un ambiente de provincia salido de los cuentos de Maupassant o los relatos de Víctor Hugo, Balzac y Dumas.


Como vivo cerca de ahí, cada 14 de julio voy a celebrar el día de la Revolución y de la Declaración de los Derechos Humanos bajo el lema de Libertad, Igualdad, Fraternidad. A muchos pueden sonar palabras huecas, pero qué importantes fueron en ese lejano 1789 y para los siglos futuros el hecho de que unos idealistas las hubieran proferido cambiando para siempre el rumbo de la historia y provocando la caída de la monarquía y del Antiguo Régimen. Poco a poco, a lo largo de los siglos XIX y XX se fue completando el ideario de la Revolución con la abolición de la esclavitud, el establecimiento de la República y la Democracia representativa, el surgimiento de los derechos sindicales de los trabajadores, la igualdad de la mujer, el derecho al aborto, la laicidad, la separación de la Iglesia y el Estado, entre muchas otras conquistas de las fuerzas avanzadas del mundo.


Por eso cada 14 de julio vengo a esta plaza a ver cómo acuden desde temprano las familias de franceses y de emigrantes a pasearse en calma por las dulcerías y las heladerías, mientras jóvenes y viejos se agolpan en los múltiples bares que sacan las mesas a la calle y no dan abasto para atender a la clientela. Hay alegría en los diez bares de donde sale la música antes de que una orquesta típica y de baja calidad se instale en un podio techado al que adornan con banderas rojo, azul y blanco francesas y comience a interpretar música tropical movida o éxitos de la época disco como los de Claude François, que hace bailar a niños y viejos y vagabundos malolientes alrededor de la fuente de la plaza de la Contrescarpe.


Es un ambiente de provincia salido de Madame Bovary de Flaubert: por una vez al año las mujeres de edad se desatan y se mueven con torpeza animando a sus nietos. Los franceses no se caracterizan mucho por el movimiento armonioso en el baile, pero hacen el esfuerzo como en esas ordalías medievales al calor de la gaita. Pero en su ayuda vienen negros, gringos, alemanes, italianos, paquistaníes, árabes e hindúes, que celebran de esa forma la multirracialidad todavía amenazada y hacen real la palabra igualdad en este rincón rodeado de callejuelas. Los chinos, más discretos, se ven representados por la belleza pálida y discreta de las elegantes hongkonesas que han pescado novio francés.


Año tras año soy fiel a la Contrescarpe desde los tiempos en que era estudiante y aquí veníamos entre el ruido de la pólvora, ahora prohibida por seguridad. En el café de la esquina me han servido otro vino y los amigos ríen ante la torpeza de la banda municipal. De repente se desatan y tocan un pasodoble o un mambo o una cumbia y la gente delira allí en el centro, alzando las manos. Para dar gusto a todos, por los altoparlantes pasan a veces rock arcaico de ese que bailaban los engominados de West Side History.


Y así, entre música y música, pasa la noche del 14 de julio, hasta que poco a poco todos van desapareciendo y los bares cierran mientras la llovizna de julio impregna las piedras que tapizan la calle más vieja de París. A esa hora aparecen los malevos ebrios y fumados que heredan medio milenio después las costumbres de los bandidos medievales amigos de François Villon, el poeta que cantó a los ahorcados y los ajusticiados por la policía. Por eso alguna vez Hemingway dijo que "París es una fiesta". A las tres de la mañana, bajando por la Mouffetard, no hay duda de que lo es y lo será todavía por mucho tiempo.