lunes, 29 de diciembre de 2008

LA GRAN ESTAFA LITERARIA MUNDIAL


Por Eduardo García Aguilar
(Excélsior. México.29-Dic-2008)

Los viejos escritores latinoamericanos encorvados por las medallas y los doctorados honoris causa, deberían lealtad al autor adolescente que alguna vez fueron si tuvieron la fortuna de la precocidad, y no convertirse en presos y cómplices de la nueva industria editorial estafadora que domina en el mundo.

Antes de que la literatura se convirtiera hace medio siglo en una industria multinacional rentable y los escritores en empleadillos sin sueldo de las grandes multinacionales editoras, el ejercicio de la palabra estaba relacionado con la utopía y las ilusiones caballerescas y quienes se dedicaban a ella lo hacían empujados por una extraña pulsión de la que estaba exenta la ambición del dinero, el poder o la fama televisiva.

Dentro del imaginario del escritor adolescente de todos los tiempos estaban presentes autores muchas veces suicidas, marginales o castigados por la sociedad que como Gerard de Nerval, Arthur Rimbaud, Oscar Wilde, Franz Kafka, Porfirio Barba Jacob, Malcolm Lowry o César Vallejo mostraban a los seducidos por la poesía que el camino escogido era el más difícil posible, pues hasta la más humilde profesión es remunerada mientras la literatura en general y la poesía en particular eran seguros caminos hacia la pobreza, la indiferencia y la burla de los contemporáneos.

Salvo los escritores afortunados o los que hacían carreras políticas o diplomáticas al servicio de tiranos, la mayoría vivía una vida de privaciones que poco a poco los sumían en la desesperación, la marginalidad y la penuria, por lo que sus vidas semejaban a las de los mártires de los santorales religiosos. Muchos hemos conocido a ese tipo de escritor maldito que con modestia se dirige encorvado por las noches a su perdida vivienda a encontrarse con los libros que ama y a ser feliz viajando por el mundo y el tiempo como el más derrochador millonario. Pienso en grandes autores sabios como Paul Verlaine, Yasunari Kawabata, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti o Nagib Mafhuz. Ese hombre viaja por las civilizaciones y visita los lugares más exóticos mientras devora volúmenes con sus ojos enrojecidos de pasión y su quijotesco estómago vacío.

En estos tiempos en que son premiados con recompensas millonarias narcos, prostitutas, violentos, torturadores, delatores, criminales, arribistas, ignorantes y políticos venales, la literatura sigue siendo marginal, pero amplios sectores de la misma han emprendido el camino de la corrupción al servicio del poder y el dinero. Muchos autores exitosos, analfabetas que ni siquiera escriben sus libros, se ufanan como estrellas en las Ferias del Libro de una industria editorial corrompida, mientras son expulsados de ellas y rayados de las listas de invitados los verdaderos escritores.

Por medio de la propaganda editorial vehiculada por los medios masivos a los que pertenecen las casas editoras españolas que dominan en América Latina, se inventan genios de las letras, pensadores descerebrados, narradores que no han hecho jamás sus primeras letras, mientras grupos de modestos editores o ghost writers se encargan de escribir y armar los libros que serán los éxitos de la temporada y el centro de las ferias del libro.

Además se ha puesto de moda el escándalo y el exhibicionismo ramplones y suben a la fama los autores que más se destapan, insultan, cuentan intimidades de sus familiares, escritorzuelos que parecen escribir sermones imprecatorios llenos de insultos baratos y escatológicos e ideas de pacotilla para gusto de un consumidor nacional aferrado a sus manías y ridiculeces ancestrales de tribu. Desterrados quedan los grandes autores, los libros escritos por personas que han dedicado su vida a estudiar y pensar con rigor y a cambio nos venden siempre literatura de cuarto nivel cercana a los libros de autoayuda o a los panfletos iluminados de las sectas empresariales.

Esa es la literatura que hoy circula en ferias, escuelas y bibliotecas y se enseña en las universidades de América Latina y que las avorazadas editoriales españolas y sus empleados venden risueños mientras hacen sonar sus infectas cajas registradoras. El libro de temporada se vende como producto de supermercado y con fajillas coloridas que por lo regular mienten, quieren hacernos creer que el nuevo autor es siempre el genio sucesor del patriarca de turno y así cada temporada descubrimos a uno o dos genios nacionales que se inflan, porque lo patético del marketing es que la mentira no sólo la cree el estafado comprador, sino el supuesto autor que del semianalfabetismo premiado pasa a creerse, en un abrir y cerrar de ojos, el nuevo Homero, Conrad, Faulkner o Hemingway de turno.

El escritor y el lector adolescente es por fortuna mucho más rebelde y lúcido y sabe calibrar entre la oferta lo que sólo es engaño publicitario. La gran literatura abre caminos, viaja por senderos desconocidos y no por caminos trillados, molesta antes que ofrecer un producto que alimente las ideas fanáticas del momento. Por eso el lector adolescente es el que puede rebelarse contra la estulticia ambiente manipulada desde los centros de pilotaje de las editoriales multinacionales de hoy en el mundo y en particular las españolas que deciden entre eructos de chorizo el grado de genialidad de la literatura en sus súbditas colonias.

España, como decía el cruel pacificador gachupín Pablo Morillo al pobre sabio neogranadino Caldas antes de fusilarlo, “no necesita de sabios”. Entonces que los estafadores españoles se regresen con sus Pérez Reverte y sus genios coloniales hechos al vapor cada año y nos dejen a los latinoamericanos seguir la herencia de Rubén Darío, Huidobro, Vallejo, Neruda, Felisberto Hernández, Borges, Rulfo, Carpentier, Lezama, García Márquez, Cortázar, Onetti y Paz, entre otros muchos. No necesitamos que las editoriales españolas nos fabriquen con mañas de tenderos nuestros geniecillos dominicales en sus oficinas de Madrid o Barcelona. Que se vayan con su corrupto e infame negocio a otra parte.

lunes, 22 de diciembre de 2008

LAS AVENTURAS DE UNA DESTRONADA PAPISA LITERARIA


Por Eduardo García Aguilar

En su libro más reciente, Josyane Savigneau, la excelente biógrafa de Marguerite Yourcenar que durante tres lustros, hasta 2005, fue la papisa literaria francesa como joven y bella directora del suplemento literario de Le Monde, donde se hacían y se deshacían las trayectorias de los escritores, nos cuenta las peripecias de su defenestración burocrática y el destino que la llevó desde un modesto pueblo de provincia a los grandes y crueles salones literarios parisinos.

Nacida en 1951 en Chatelleraut, en el seno de una familia modesta, la vida de Savigneau se parece en mucho a la de los héroes inventados por los novelistas franceses del siglo XIX que, como Balzac o Maupassant, relataron con lujo de detalles los auges y las caídas de hombres y mujeres de provincia que subían a la elitista capital en busca del triunfo, el dinero, el amor y la gloria.

Al leer este libro, publicado en octubre de 2008 por la editorial Stock bajo el título Point de côté (Nada de lado), descubrimos lo poco que ha cambiado Francia a través de los siglos, fijada como está todavía en los usos y costumbres sociales de la vieja aristocracia del antiguo régimen, rodeada de relamidos cortesanos de peluca, y de la burguesía y la pequeña burguesía arribistas de tipo decimonónico que medra en ministerios, salones y sitios de moda como el Procope, el Fouquets, la Closerie de Lilas, Les deux Magots o El Café de Flore.

A Savigneau la destituyeron y metieron en un rincón del diario acusada de haber cedido el poder del suplemento a su amigo el gran don Juan y libertino Philippe Sollers, animador de la legendaria revista Tel quel, y con el que supuestamente se “acostaba”. Considerado brillante escritor y mundano de la “plaza”, Sollers era admirado por la periodista desde su adolescencia provinciana. También se le reprochó injustamente de favorecer a escritoras lesbianas o libertinas como Christine Angot, Catherine Millet y Virginie Despentes y a autores maleducados como el terrible Michel Houllebecq, en detrimento de otros escritores más tradicionales y razonables.

Pero en el fondo, la “plaza” y el “medio” no soportaban que esta “advenediza” hubiera acumulado tanto “poder literario” sin pasar por los senderos usuales de la élite. Todavía existen instituciones oficiales como la Escuela Politécnica, la Escuela Nacional de Administración, la Escuela de Ciencias Políticas y la Escuela Normal Superior, localizadas todas en el mismo barrio latino, a donde sólo acceden unas cuantas familias parisinas y de notables de provincia y fuera de las cuales es casi imposible llegar a los grandes puestos de la administración, la empresa privada o el mundo editorial.

Después de caer en desgracia, Savigneau decide contar todas las peripecias de una vida marcada por su origen modesto y el combate en ese medio dominado por hombres implacables de poder. Cuenta, paso a paso, su esgrima orgullosa frente a las humillaciones y los insultos que le propinaban los envidiosos parisinos y los enemigos que le achacan provenir de un barrio equivocado de su propia ciudad Chatelleraux y haber escapado al destino de ser una humilde “cajera de supermercado” para subir al trono de El mundo de Los Libros de Le Monde y a la amistad de grandes como Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Juliette Grecco, Doris Lessing, Philippe Roth y Marguerite Yourcenar, entre otras glorias que fueron seducidas por esta joven airada e inoportuna.

Le reprochan también su bisexualidad y el hecho de que nunca quiso ser la típica esposa o amante aplicada de un político o un financiero, como suele ocurrir hoy en el endogámico mundo en que política: favores sexuales, prensa, televisión y finanzas están entrelazados indisociablemente como en los tiempos de las cortes borbónica y napoleónica, donde todas y todos pasaban por la cama del rey, el emperador y de sus cortesanos.

Savigneau huye de su modesta provincia y decide enfrentarse al reto de conquistar Nueva York y estudiar allí periodismo a falta de una gran escuela francesa. Llega a trabajar como “muchacha” en una casa de ricos americanos para pagar sus estudios, pero se rebela pronto y se lanza sola a la ciudad ejerciendo todo tipo de trabajos de mesera o lavaplatos. Supera así todos los obstáculos y desde 1977 ingresa a Le Monde por méritos propios, con la alegría de haber vivido una inmersión profunda en la cultura y la lengua inglesas.

Poco a poco escaló posiciones hasta mandar en el más prestigioso suplemento, donde ejerció una crítica implacable de las novedades literarias. Gracias a ella los lectores pudieron leer durante tres lustros como columnista a Phillippe Sollers, cuya amistad le valió ganar sus enemigos, como el temido panfletario y chismoso de talento Jean Edern Hallier, habitante ya finado de la Place de Vosgues.

El mundo político y literario francés es un mundillo cerrado, impenetrable, que se sucede casi hereditariamente desde los tiempos del Segundo Imperio y decide en un abrir y cerrar de ojos el destino de autores, académicos y políticos. La prensa y el poder están imbricados en corruptelas de las que la cama no está nunca ausente como en las novelas libertinas del siglo XVIII y en las grandes sagas burguesas del siglo XIX. Las bellas cortesanas y los gigolós salen de los burdeles y escalan a las alturas del poder y a la gloria desde tiempos inmemoriales y los más vivos y astutos ascienden a la fama literaria aunque también caen sin misericordia como ocurrió con el macarrónico millonario y best seller Paul Louis Sulitzer.

La “cajerita de supermercado” Josyane Savigneau vuelve a recordarnos todo esto y se defiende contándonos su vida y sus encuentros con editores o críticos leales o desleales como Claude Durand, Françoise Verny, Hector Bianciotti o Angelo Rinaldi, advenedizos como ella estos dos últimos que coronaron su carrera con el ingreso a la Academia Francesa por medio de intriga s de novela que deberían ser contadas.

Pero ella dice ser sólo una modesta periodista, pues periodismo y literatura nada tienen en común y nos dice que si ahora publica este libro es para dejar testimonio de su aventura en ese mundo cruel, del que escapó a una isla donde compró una casa con las regalías de su biografía sobre su amiga, la gran Marguerite Yourcenar, autora de las inolvidables Memorias de Adriano.

domingo, 7 de diciembre de 2008

LAS NOCHES PARISINAS DE TABLADA

Por Eduardo Garcia Aguilar
José Juan Tablada (1871-1945) es uno de los escritores mexicanos más fascinantes, ya que no sólo dejó una obra poética original sino que escribió miles de artículos y crónicas como solían hacerlo sus infatigables compañeros modernistas latinoamericanos en periódicos y revistas del continente.
La vida le deparó desde temprano viajes que lo ligaron a otras culturas como la de Japón, que visitó en 1900, Francia, donde estuvo entre 1911 y 1912, y Estados Unidos, donde vivió parte de su vida y murió este devorador de todas las cosas. En esos países se nutrió de ámbitos extraños que perfeccionaron su visión del mundo y dieron aliento a su poesía para sacarla de la retórica ambiente y proyectarla a una permanente juventud y experimentación.
En Nueva York fue uno de los centros magnéticos de la cultura latinoamericana, pues en esa metrópoli insomne tuvo acceso a todo tipo de sensaciones que alimentaron su desaforada dispersión intelectual. Pero venía de la capital mexicana, de la que siempre hablaba con nostalgia al escribir sus crónicas desde el extranjero, afectado por las noticias de la devastación provocada por los conflictos sociales y la Revolución, que llevaron a la caída del dictador Porfirio Díaz.
Como todos los modernsitas, Tablada tuvo su París y nada más curioso que leer ahora la edición original de las crónicas parisinas Los días y las noches de París, (Viuda de Ch. Bouret. México. 1918. 214 páginas), que adquirí en un acto tabladiano hace tres años en la Librería Madero, donde el poeta, con ojo avisado, nos relata los instantes vividos en la ciudad, considerada entonces la luminosa capital artística del mundo.
Relatada desde del otoño de 1911 a la primavera de 1912 en arbitrarias acuarelas que enviaba a la Revista de Revistas o en cartas y pedazos de diario donde contaba lo que veía, París se nos antoja allí mucho más cercano de lo que insinuaría el paso certero de un siglo.
Solemos los contemporáneos del siglo XXI creer que nuestros antepasados vivían un mundo atrasadísimo e ingenuo y pensamos que la supuesta modernidad desbocada de hoy es única y original. Pero basta revisar estas crónicas, que también fueron editadas por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1988, para darnos cuenta que París ha cambiado muy poco y que sus descripciones no difieren mucho de las que hiciera un cronista latinoamericano de hoy.
Por supuesto que ahora hay muchas comodidades impensables para aquella época como los celulares, la TV, los jets, las computadoras e Internet, que muchas enfermedades están controladas y otras nuevas como el sida han surgido, pero la pobreza y la soledad, la miseria y el olvido reinan igual que entonces al lado del derroche de los privilegiados en los mismos barrios y bulevares.Los malevos descritos en su crónica Fantasmas de apaches por Tablada, quien presencia un crimen cinematográfico desde un tranvía, siguen tan presentes como antes, y en los mismos lugares de hace cien años los dandys de hoy van a tenis a Roland Garros y a las carreras de caballos de Auteuil, mientras viciosos, dealers, prostitutas, gigolós, drogadictos y ladrones pululan en Montmarte, Pigalle, Bastille o Montparnasse con idéntica intensidad que a comienzos del siglo XX.
Cuando describe a los jóvenes artistas bohemios latinoamericanos que se hacinaban en buhardillas de nueve metros cuadrados para fumar, beber y copular en medio de la tuberculosis y la sífilis, lejos de su tierra, parece retratar a los jóvenes extranjeros y provincianos franceses actuales que hacen su París y pasan dificultades similares que sus ancestros de hace un siglo.
En la carta crónica Los luchadores vencidos, Tablada lamenta el estado del joven pintor mexicano Juan Mora que está flaco y abatido, afectado por la tisis en una buhardilla de la rue Monge, lejos de su madre lejana, pero rodeado de dos mexicanos, un artista colombiano y una pelirroja, que se reúnen para verlo mientras beben y comen charcutería y queso sobre un periódico, por lo que exclama "¡Ah, ese París, lo que le confiamos y lo que nos devuelve!".
Con Tablada descubrimos a Diego Rivera que vive en Montparnasse con Angelina Beloff, visitamos la tumba del pintor Julio Ruelas sepultado en el cementerio de Montparnasse antes de que allí se instalara también para siempre Porfirio Díaz. Y lamenta la muerte prematura de ese artista que reposa bajo la bella escultura de una hembra de mármol. Y como hoy se hace en los salones de la FIAC o en el Salón de Otoño, visitó la obra de los pintores del mundo expuestos en el Grand Palais para destacar allí el éxito del mexicano Ángel Zárraga y observar con menos entusiasmo lo expuesto por Diego Rivera y el Doctor Atl.
Y vemos a la Bella Otero o a Mistinguette actuando en los cabarets, o a la sáfica Colette en el teatro, visitamos las mismas viejas librerías y galerías del muelle Voltaire o las callejuelas de Saint Germain, Le Marais o Palais Royal, atendidas ahora por los descendientes, así como los antros de prostitutas, cabarets, bares y comederos de siempre, algunos de los cuales como Chartier, Bollinger o Polydor siguen ahí sin mucho cambio.
Tablada dedica una emocionada crónica al gran poeta argentino modernista Leopoldo Lugones, a quien visitó en su casa de Passy y con quien tuvo la fortuna de ser amigo. Así como hace décadas los latinoamericanos saludaban al superparisino Julio Cortázar, el de Rayuela, Lugones fue el gran escritor que conmovió con su sencillez a un admirativo Tablada.
Tablada vivía en una casa de estilo japonés en Coyoacán, saqueda según la leyenda por los revolucionarios. Ausente en París, se lamenta de los colgados y los fusilados dejados por la violencia en su país y que aparecen en las noticias de la prensa francesa, así como hoy se lamentaría de los ejecutados, decapatidos y deslenguados que en el México actual.
O sea que si el poeta volviera hoy a visitar la tumba de Ruelas en Montparnasse o caminara de nuevo por Campos Elíseos, Montparnasse o Bastille, comprendería que el actual mundo de guerras, atentados y crisis financieras no es menos bárbaro ni menos genial que el descrito por él hace un siglo con su escritura ágil y desordenada de lúcido viajero.