sábado, 27 de junio de 2009

MICHAEL JACKSON EN LA CAMA


Por Eduardo García Aguilar

Estaba despierto en la madrugada viendo CNN al otro lado del Atlántico, cuando de repente apareció el urgente sobre la súbita hospitalización de Michael Jacskon y de inmediato las imágenes del hospital a donde fue llevado y la casa rentada en Los Angeles donde vivía y se preparaba para el esperado retorno, programado para julio en Londres.

Poco a poco la noticia, que ya estaba confirmada en otros canales y sitios de la farándula, se fue oficializando y de súbito nos vimos todos inmersos en un acontecimiento mediático de carácter histórico, del rango de las muertes de John F. Kennedy, el Che Guevara o John Lennon.    

Los contemporáneos de tres generaciones hemos vivido a lo largo de nuestras vidas acompañados por la dúctil voz y la danza milagrosa de este ídolo popular contemporáneo, que aprendió las astucias trabajando desde niño en el grupo Jackson Five o cuando asistía, transido de admiración, a las presentaciones del mimo francés Marcel Marceau, su gran cómplice, maestro y modelo.

El mimo es un artista esencial que nos cuestiona con gestos y silencios y resume en su increíble poesía abstracta tragedias, dramas, guerras, risas, felicidades, olvidos, amores y  muertes. Marceau, que fue uno de los grandes del siglo XX al lado de su predecesor Charles Chaplin, recorría el mundo en medio de las guerras provocando admiración en las sensibilidades de todas las edades y castas. Jackson lo admiraba y algunos de su pasos y trucos escénicos los aprendió viéndolo en sus presentaciones estadounidenses, a donde exigia ser llevado cuando apenas era un adolescente que se transmutaba en el monstruo, en el fantástico freak necesario que poco a poco surgió de la crisálida de su leyenda.

En 1978 cuando salió Thriller todos los jóvenes de la época quisimos movernos como él, seducidos por sus peripecias y la contundencia de una voz que parecía provenir de una mezcla de castrattis de comedia italiana y cantantes de operetas bufas decimonónicas que hubiesen sido trasladados por la máquina del tiempo a un siglo raro y posterior. Después de la explosión hippie y del rock que todavía domina el canon del pop mundial, las leyendas de la década de los 70 fueron el italiano John Travolta y sus pasos de disco en las discotecas de la plebe estadounidense y Michael Jackson, que dio nuevo impulso entre los blancos a la discriminada raza negra golpeada por la muerte de Martin Luther King.

Nadie podrá negar el fenómeno popular de estos dos seres salidos del margen proletario de la cultura norteamericana, cuyas músicas y gestos se reprodujeron como pólvora en las más lejanas discotecas y al interior de los cuartos de los adolescentes y jóvenes de todos los puntos cardinales, que en la soledad imitaban sus pasos como antes su padres o tíos imitaron los malevos de West Side Story o los movimientos de cadera de Elvis Presley.

John Travolta se salvó de la tragedia tras su largo paso en el desierto del olvido, pero Jackson se transmutó frente a nosotros en un hermano raro, trasvesti, transgenérico, salido del Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde o de las novelas de vampiros u hombres lobo. Gracias a la nueva red mundial de televisión y a la proliferación geométrica de imágenes que han hecho del mundo un gigantesco e incesante Times Square, conocimos a veces con mucha mayor precisión los detalles de la vida del ídolo que la nuestra y de los allegados. Sabíamos que Elizabeth Taylor lo adoraba, lamentamos la frialdad de sus progenitores, el rumbo disperso de sus hermanos, la soledad del payaso millonario encerrado en sus enormes mansiones y hoteles, preso de sus pulsiones sexuales y la androginia anómala en un mundo de puritanismos e hipocresías.

Y para agregar más elementos fascinantes al cuadro, el personaje invertía su dinero en delirantes proyectos de cirugía plástica y planes de lograr la eternidad en extrañas y futuristas cápsulas transparentes de oxígenos interplanetarios. Todo podermos decir de él, menos que careciera de originalidad desbordada y que en su quimera metafórica nos mostrara en vivo y en directo la pulsión universal y permanente del ser humano por transformarse y escapar de sí mismo. No sólo era un artista, sino un filósofo de facto, un líder espiritual extraterrestre que nos invitaba a la transmutación esquizoide, al escapismo del transformista Houdini, a una liberación metafisica, ontológica, más allá del ser y su mundo, del ente y sus ataduras.

Y en el último tramo de su representación permanente asitimos al juicio en directo de sus evidentes pulsiones pedófilas, a su amor desmesurado e incontrolabale por los muchachitos, a los que amaba, deseaba y llevaba a su cama como si se desease y se amara a si mismo, al artista niño que no tuvo infancia, enmarcado en la horrible estructura laboral adulta, metáfora de la cual es la monstruosa industria de Charlie y la Factoría de chocolates de Tim Burton, con su misterioso Johnny Deep, el mismo de Eduardo Manos de Tijera.

Jackson, que vivía inmerso en el mundo de sueño de Alicia en el país de las maravillas de otro gran pedófilo tierno, Lewis Carroll, creyó poder decirle al mundo que no había nada de malo en dormir con muchachitos en su gran castillo de Neverland y tal vez dejarse tocar por ellos y tocarlos entre osos de peluche y relojes de fantasía. Así apareció en la fatídica entrevista que revivió el juicio, tomado de la mano de uno de sus ultimos niños amantes, como una década antes lo hizo en los fastos de un palacio Mónaco al lado de otro jovenzuelo, con quien vivía una verdadera luna de miel.

Con esos efebos amantes que al parecer fueron muchos y complacientes, Jackson dio la espalda a los adultos, a un mundo de violadores que a lo largo de la historia hizo del cuerpo humano una moneda corriente de cambio oficial o no oficial, ante la mirada lasciva y permisiva de patriarcas, mamás grandes, madres superioras, Papas, Ayatolas, rabinos, pastores y fiscales como el que llevo al viejo Bill Clinton a juicio por una felación en la oficina oval con la joven Mónica Lewinsky.

Hasta en su vida amorosa nos sorprendió Jackson, casándose con la hija de Elvis Presley y concibiendo tres hijos en condiciones aún más extrañas, lejos de las triviales historias mafiosas de Marylin Monroe y sus amantes presidentes o de Silvio Berlusconi y sus lolitas en las mansiones del poder mediterráneo, o de los harems islámicos y asiáticos, lejos del gran burdel mundial, de Britney Spears, Brad Pitt, Angelina Jolie, Jennifer López y Paris Hilton. Humillado y narcotizado hasta la saciedad, el ícono de nuestro tiempo fue entregado envuelto en una sábana blanca sobre una camilla, para la autopsia, que será sin duda la autopsia de nuestra época.

 

 

 

       

sábado, 20 de junio de 2009

BARBA JACOB EN EL HORNO


Por Eduardo García Aguilar
Ya está a punto de salir del horno el libro Escritos mexicanos de Porfirio Barba Jacob, que cambiará para siempre entre nosotros la imagen y la verdad literaria del gran colombiano errante, hasta ahora conocido casi sólo por su obra poética. Como es bien sabido, Barba murió en 1942 casi inédito y poco a poco se reunió la obra poética dispersa que le ha dado fama entre los colombianos y algunos admiradores latinoamericanos.
La leyenda de quien se llamaba Miguel Angel Osorio y fue una especie de judío errante latinoamericano fue devorada por las anécdotas del supuesto alcoholismo, homosexualismo y cannabismo del poeta, que vivía a salto de mata de sus dificultades económicas, ganándose la vida en múltiples periódicos de México, América Central y Sudamérica. A imagen y semejanza de nuestros fantasmas, el retrato que nos quedó de él fue la de un bohemio de cantina, algo engominado, que deliraba entre los contertulios recintando poemas perfumados que para algunos se inscribían dentro del modernismo tardío y para otros en el campo de cierta restauración del romanticismo decimonónico.
Cuando inicié la investigación para esta voluminosa recopilación de inéditos entre el polvo de los viejos diarios mexicanos desaparecidos en la hemeroteca de la Ciudad de México, fui descubriendo la prosa directa y embrujante del más grande articulista colombiano de todos los tiempos, al que ningún columnista del siglo XX ni de hoy le llega a los talones, incluso los más afamados de la gran prensa "rola" bogotana, esos mismos que lo miraron con desdén y sin duda le cerraron las puertas de esos diarios cuando recaló de nuevo en su patria, pobre, enfermo y miserable, tras su expulsión de México por inmiscuirse en la política interna de la gran nación azteca.
De sorpresa en sorpresa tomé fotocopias de los artículos perdidos en las páginas amarillentas de los diarios fantasmas y rastreando los diversos seudónimos con los que firmaba las colaboraciones que le daban de comer y beber en diarios como Churubusco, El Independiente, El Pueblo, El Demócrata, El Universal y El Excélsior, encontré muchos textos sosrpresivos que nunca hubiera imaginado y a veces rastros de su nostalgia colombiana al referirse a ciudades como Manizales o personajes como Jorge Isaacs, Leopoldo de la Rosa, Enrique Olaya Herrera o Alfonso López Pumarejo. Fue tanta la cantidad de textos encontrados que llegué a reunir dos cajas completas de fotocopias, tras lo cual procedí a una minuciosa selección de la que descarté muchos textos locales o de menor interés internacional.
Barba Jacob me habitó en esos años como si fuese un familiar lejano y perdido y al entrar en contacto directo con su trabajo de redactor descubrí un ser mucho más terrenal, excelente trabajador, con una gran capacidad de producción, a quien sus jefes o amigos reconocían por su responsabilidad y talento. Como los grandes autores de todos los tiempos, cada vez que Barba Jacob se colocaba frente a la máquina de escribir era para sacar lo mejor de sí con el placer de encontrar el tono y las palabras adecuadas y la fuerza de una prosa inconfundible. Tanto era así que algunos textos de él que no llevaban firma podían reconocerse con sólo dejarse llevar por esa fuerza de la prosa cotidiana donde brillaban sus referencias, sus gustos literarios y la altura de miras en el analisis político de la coyuntura mundial.
Los tiempos de la dictadura porfiriana, las jornadas de la Revolución y la Contrarrevolución, los años de la Primera Guerra Mundial, el auge y la caída de los regímenes latinoamericanos o Europeos, las actividades incesantes del imperialismo norteamericano, los pasos lentos hacia el surgimiento del fascismo italiano y el nazismo alemán, la guerra de España, y los horrores de la guerra mundial figuran en esos textos iluminados que escribía para comentar día a día los cables que llegaban de las agencias internacionales a la redacción del diario Ultimas Noticias de Excélsior.
Tuve la fortuna de hablar y conocer en la ancianidad a varios de sus amigos como Elías Nandino, Renato Leduc y Andrés Henestrosa, que me contaron anécdotas de sus aventuras e incluso tuve en mis manos una de las últimas libretas de apuntes del poeta, sacada de su casa la tarde del velorio y que llegó a las manos de Hugo Latorre Cabal, otro escritor y periodista colombiano que escogió México para vivir y morir y laboró como Barba en el tradicional diario mexicano Excélsior.
Recorriendo las librerías de viejo de la Ciudad de México y los puestos callejeros del centro histórico de esa urbe, me encontre una vez con un libro de la biblioteca personal del poeta, leído en Monterrey en 1930 y subrayado por él con la gran minuciosidad de estudioso y atento lector : se trataba del libro de un teórico prenazi publicado por la Revista de Occidente, en la década de los 20, cuando las teorías raciales que nutrieron el ideario nazi se hallaban de moda. Lo compré por una suma irrisoria y al final encontré de puño y letra del escritor su firma y la fecha en que terminó de leerlo en un hotel de Monterrey, escritos ambos con una caligrafía impecable, como si los hubiese estampado el día anterior.
El libro Escritos mexicanos de Porfirio Barba Jacob está en el horno y a punto de salir en una edición cuidada con índices analítico, onomástico y toponímico que facilitarán el acceso del lector a los múltiples temas abordados. Gracias a la gran editorial mexicana Fondo de Cultura Económica podremos acercarnos a otra faceta inédita de un escritor colombiano aplastado durante muchos años por la leyenda maldita, pero que ahora resurje con una nueva imagen, la de un gran trabajador inagotable capaz de la mejor prosa. Lo que prueba que las palabras de los escritores malditos nunca mueren y atraviesan el tiempo, las guerras y el olvido con la furia del azar y la inteligencia.

sábado, 13 de junio de 2009

UNA NOVELA SEMIÓTICA SOBRE BARRANQUILLA


Por Eduardo García Aguilar

Entre las obras colombianas de la generación Sin Cuenta que acaba de ser coronada en 2009 con premios literarios para William Ospina y Evelio Rosero, se destaca Los domingos de Charito de Julio Olaciregui (1951), una novela básica colombiana al lado de clásicos como Respirando el verano de Héctor Rojas Herazo, Deborah Kruel de Ramón Illán Bacca y El patio de los vientos perdidos de Roberto Burgos Cantor, finalista y casi ganador del último Rómulo Gallegos.
Rescato de mis apuntes para el libro imaginario Atenas Express, sobre un siglo de literatura colombiana, estas notas sobre la obra de unos de los más originales y exóticos exponentes de esta generación, que debería ser reeditada y estudiada en las universidades del país si realmente nos preocupáramos por los autores no comerciales ni escandalosos tan en boga.
Situada en Barranquilla, enorme ciudad industrial y comercial de la costa atlantica, la novela cuenta la historia de una serie de personajes anónimos y jóvenes de la clase media. Charito huye de su hogar conyugal, anbandonando a su esposo e hijos porque este le es infiel con otra. Para sobrevivir labora como sirvienta en la casa de Narciso, otro clasemediero que trabaja para un senador.
Como puede verse, la historia es sólo el pretexto para desplegar la pulsión de escribir sin « retórica » . Los lugares por donde recorren los personajes son las calles húmedas de esa ciudad, situada a pocos kilómetros de la costa y en las riberas del río más importante del país, el Magdalena. Los sitios de sus amores y desdichas son casas o apartamentos modestos y lugares de trabajo como talleres tipográficos o tristes oficinas.
Nada aquí se sale de la normalidad : no hay grandes casonas macondianas ni palacios relustrosos. Por el contrario, Olaciregui nos lleva hasta la cotidianidad de los seres anodinos y a través de ellos crea el fresco de una ciudad y dibuja el mapa interior de una generación desencantada, que reproduce la rutina de los viejos con vestimentas novedosas y en urbes metálicas y asfixiantes.
La obra está dividida en seis partes : Norte Azul, Rojo Sur, Este Blanco, Oeste Negro, Cenit y Nadir, a través de las cuales se resume la aventura de Charito ; esos ires y venires mediante los cuales se revelan rostros, calles, mundos, músicas, fiestas y soledades de la existencia contemporánea. Desde su huída hasta su retorno en busca de Augusto, Charito ha creado un mundo telenovelesco que se esconde detrás de cada vida y de cada portón.
Entre las historias que se intercalan como vidas, el autor se detiene y reflexiona sobre su oficio ; llama la atencion del lector ensimismado para mostrarle la mentira de sus personajes, que son sólo creaciones suyas. Asimismo, Olaciregui expone sus emociones y su dudas, como si escribiera una bitácora del viaje literario. Son « pequeños prólogos » donde habla del « instrumento », o sea la escritura. El primero se llama Un dia en la primavera, otro Dia en casa y así sucesivamente Dia sin amor, Días escritos, Día de hierro, Día de luna, Un día bajo otro cielo, Día blanco, Día hermético, Luz del día, Día sin reposo, Día de plata, Dias robados, Día de plomo, Día enamorado, La injerencia del día, Día otonal y Día de estaño.
Por ejemplo : « Anhelo la prosa : construcción paciente de un edificio con entrañas templadas y sólidas que poseen algo de postes metálicos, de columnas de estadio, de montañas que se hunden en las nubes, de esqueleto inacabable, de armazón de insecto oscuro ».
En otro dice : « ¿Y cuál es la materia de la escritura ? Tal vez la espera, las huellas que deja la búsqueda del conocimiento (…) Por eso a lo mejor no había que desperdiciar nada, la narración de algunos hechos –narración casi periodística – venía a ser un desperdicio necesario pues de todo aquel montón de descripciones podía surgir inesperadamente una revelación, un sentido en blanco y negro. Por eso el apetito nos llevaba a la anotación, al numeraje, a la progresión, al encuentro consonántico, a las ideas plasmadas, encuadernadas y al alcance de los sentidos, miren lo que dice aquí, oigan, miren, vengan acá que les voy a contar la historia de un beso ».
Estos prólogos están escritos con la misma actitud antirretórica de toda la novela. Tanto en estas zonas « teóricas » como en las narraciones el autor busca esa revelación y de paso crea una historia o cien historias que a su vez fundan una ciudad y una época. En los domingos de Charito no sólo nos enfrentamos a la cotidainidad de las criaturas de la ficción, sino también frente a la soledad de quien escribe. Los dos planos están siempre actuando e interactuando : la ficción crea al novelista y el novelista a la ficción.
Pero más allá de esta autorreflexión literaria, Los domingos de Charito se caracteriza por abrir las puertas a la más descarnada cotidianidad : las secreciones del cuerpo, la mugre de los rincones, la suciedad de la ropa, la estrechez de los espacios vitales, etcétera. Desde el fondo de esa clase media baja que sobrevive en medio de la tragedia, sin caer al arroyo aunque inmersa en el fango de sus bordes, surge el grito de la vida de las mayorías. Entre la penuria florece el amor y el odio y los seres se adaptan a ese infierno alegre que se nutre de tristeza y escepticismo. El lector se enfrenta en estas páginas a supropia miseria, a su nada y Olaciregui se divierte.
Tal experimento –inédito en la literatura reciente de ese país sudamericano – no podía realizarse a través de una prosa maquillada. No porque el uso de esta sea censurable o ilegítima, sino porque la desnudez del mundo narrado no no podía percibirse tras los adornos y las florituras. Por otro lado, el aspecto intimista o « minimalista » de esta literatura surge de una tal vez no deliberada pero si real necesidad de apartarse del realismo mágico del boom.
Los escritores rebeldes del post-boom se sacudieron de la grandilocuencia barroca de Lezama, Carpentier y otros caribeños de su estilo, con la búsqueda y la develación de aquellos rincones secretos y poco vistosos de la vida que fueron desdeñados en las últimas décadas.
Por estas y otras razonez Los domingos de Charito, que obtuvo la beca Ernesto Sábato de Proartes y fue publicada en 1986 por Planeta, muestra otro modo rebelde de enfrentar el oficio narrativo durante el largo « interregno » posterior al auge de la novela del "boom" en América Latina. Sin pretender ser « una obra maestra », grandilocuente y megalómana, pero sí tratando de contar la vida y lo deseado, Olaciregui abre su propio camino y el de una corriente de la que mucho puede esperarse todavia entre los narradores colombianos.

lunes, 8 de junio de 2009

AMAZONAS EN TROCADERO

Por Eduardo García Aguilar
Como todos los viernes, fui a la biblioteca del Instituto Cervantes a una de las reuniones literarias mensuales propiciadas por un académico de la lengua española, dedicadas en cada ocasión a un autor hispanoamericano muerto que hubiese residido en Europa. Frente al enorme fresco mural de una embarcación recién llegada a América que era observada con estupor por los aborígenes, todos hablábamos de literatura, mientras los españoles nos ponían vino a voluntad y pasabocas en abundancia para animar la conversación.
Ese día la reunión terminó temprano y todos se dispersaron antes de tiempo, por lo que al final quedé con un poeta peruano que lleva muchos años en la ciudad pero que pasó su infancia al lado del río Amazonas junto a los aserraderos gerenciados por su padre, un hombre muy elegante, con traje, chaleco, camisas muy albas, mancornas y zapatos brillantes que vestía así incluso bajo la canícula tropical. Era un personaje de los que ya no existen en el mundo, conservado en formol y perviviente como fósil viviente y desaparecido, lleno de ingenio, melancólico y escéptico, según me dijo el amigo, nostálgico de aquel progenitor que lo infectó con la literatura.
Era la primera vez que bajábamos juntos la calle hacia el metro Alma Marceau y cruzábamos algo más que palabras diplomáticas, por lo que decidimos detenernos en un café muy elegante de la esquina y nos sentamos en las butacas altas de la barra a conversar como siempre de literatura, mientras a través de los amplios espejos del lugar veíamos a los otros clientes y la calle cruzada por gente cubierta con paraguas, abrigos, sombreros e impermeables.
En las pantallas de televisión mostraban la destrucción de millones de vacas locas afectadas por una extraña enfermedad y los expertos hablaban de los riesgos cada vez más crecientes del cambio climático y epidemias mortales que recordaban las pestes terribles que devastaron a Europa en otros tiempos y eso sin contar las guerras que a lo largo de la historia afectaron estas tierras del norte donde se supone floreció la civilización.
Sobre todos esos temas hablábamos el poeta peruano y yo tratando de alargar los minutos y de animar una conversación que inicialmente era convencional, tímida, como son las de los amantes de libros que han pasado gran parte de sus vidas en las bibliotecas o en sus cuartos de solitarios leyendo en silencio hasta altas horas de la madrugada.
Pedimos sendas copas de vino Burdeos y empezamos a explorar autores olvidados de nuestro continente como el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, que fue best-seller en las primeras décadas del siglo XX y recorrió el mundo escribiendo crónicas exóticas para los periódicos latinoamericanos cuando éstos dedicaban largos espacios a ese género viajero. El peruano era gran conocedor de la obra de ese polígrafo mundano que murió joven, pero dejó una obra vasta de casi 100 volúmenes muy bien escritos que se destacaban del canon de los modernistas por la efectividad de su prosa desprovista de adjetivos y adornos inútiles.
Continuamos abordando la tradición viajera de los hombres de letras del continente, que en su mayoría huían de sus patrias violentas dominadas por dictaduras y se aventuraban al viejo mundo en busca de nuevas experiencias y la posibilidad de editar sus obras en editoriales como Ch. Bouret o Garnier, que garantizaban para ellos una difusión continental y una fama rápida, como le ocurrió al neurasténicoJosé María Vargas Vila, un colombiano que escribía una prosa repetitiva, alambicada, caracterizada por la imprecación y el escándalo para asustar monjitas conventuales y beatos de parroquia.
Con el poeta peruano reconocimos el mal que ese hombre hizo a generaciones de lectores, pues los libros de este misógino se vendían como pan caliente en todos los países latinoamericanos, con sus historias truculentas de curas perversos y mujeres seducidas en los confesionarios. No hay más deliciosa conversación de hombres de letras sudamericanos que pasar revista a los personajes vistosos de nuestra literatura como Amado Nervo, José Santos Chocano, Salvador Díaz Mirón, Julio Herrera y Reissig, Vicente Huidobro, César Vallejo, César Moro, Felisberto Hernández, José María Arguedas o Juan Carlos Onetti, entre otros que nos iluminan las noches de insomnio.
Con varias copas en la cabeza, el discreto poeta y ahora amigo peruano me confesó que el autor que más lo marcó en la adolescencia fue el colombiano José Eustasio Rivera, preferido de su padre, cuya novela La vorágine leyó a los 14 años. Pedimos otra copa de vino para celebrar a ese malogrado autor que murió a los 38 años en Nueva York aquejado por una enfermedad que contrajo en la selva, a donde era enviado por el gobierno para realizar interminables misiones limítrofes entre nuestros países hermanos y a veces enemigos.
Este escritor entrañable sólo dejó una novela extraordinaria que vibra en nuestra memoria y los poemas precisos y bellos de Tierra de promisión, lo que lo convirtió en uno de esos clásicos que en vida sólo dejaron dos libros para comprobar con Baltasar Gracián que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”, como ocurrió también en México con el gran Juan Rulfo, autor de sólo dos pequeñas obras magistrales, Pedro Páramo y El llano en llamas.
Estábamos en ésas ya hacia la medianoche y con seis copas encima cuando se desató una inédita tormenta sobre el barrio de Trocadero, como pocas veces había ocurrido en París, hasta el punto que la avenida en declive hacia el Sena se volvió un amplio río tormentoso que arrastró todo a su paso y se volcó sobre las aceras con una fuerza descomunal. Duró tanto el potente aguacero que todos los clientes quedamos atrapados allí hasta las tres de la madrugada, aterrorizados por la fuerza de ese río que parecía el Amazonas en pleno Trocadero y por el incesante sonido de las sirenas de los vehículos de bomberos que se oían a lo lejos.
Desde entonces el poeta peruano y yo recordamos siempre con alegría y estupor esa desquiciante vorágine que nos sorprendió en el elegante café y estamos convencidos que fue un guiño misterioso que nos hizo José Eustasio Rivera desde el más allá para premiarnos por recordarlo con tanto entusiasmo en la barra de un bar, a altas horas de la noche, en una lejana esquina del mundo que por unas horas pareció ser un brazo europeo del Amazonas.

jueves, 4 de junio de 2009

WILLIAM OSPINA CORONADO CON EL RÓMULO GALLEGOS

Por Eduardo García Aguilar
Ahora que William Ospina ha ganado el Rómulo Gallegos con su novela "El país de la canela", salta a la imaginación la figura delgada de ese muchacho de 25 años que recorría las calles de París en 1979 y ya era entonces, aunque no hubiera publicado todavía ningún libro, la caja de música que siempre ha sido y le hizo ganar muy pronto la posición de «maestro» entre los colombianos de todas las edades.
Ospina podía empezar la noche recitando de memoria todos los poemas posibles de las literaturas conocidas en diversas lenguas y terminar cantando boleros, tangos y milongas, después de hacer una larga escala por los cantos medievales. Como en su familia había músicos, para él no era extraño ese placer de agotar las horas de la noche ejerciendo él solo de tocadiscos y equipo de sonido para todos. Y cuando había una pausa, los asistentes a la fiesta estaban en torno a él, escuchando sus relatos o sus comentarios sobre los libros recién leídos y por leer.
Había llegado a París hacía poco y tenía como pertenencias sólo un abrigo negro largo, una bufanda gris con rayas moradas, pantalones de pana color naranja y botas que aguantaron todas las caminatas posibles por las calles de París, mientras iba de buhardilla en buhardilla encantando a las chicas latinoamericanas y europeas que caían enamoradas de su dulzura e inteligencia, mientras les recitaba de memoria los sonetos de Shakespeare.
Nació en Padua en 1954, un pequeño pueblo de la cordillera tolimense en medio de la guerra y cerca de la temible policía « chulavita ». Después de recorrer en la infancia y la adolescencia por varias ciudades sacándole el cuerpo a la Violencia, y luego de realizar estudios universitarios en Cali y nutrirse del movimiento cultural de esa ciudad en los años 70, pasó de Bogotá a las calles de París en 1979.
En ese entonces, en la capital francesa vivía toda una generación de jóvenes colombianos de diversas tendencias y gustos estéticos, cineastas, pintores, sociólogos, filósofos, científicos, que cuando no se vislumbraba ni la aparición del sida ni la nueva guerra que iba a azotar a Colombia, discutían sin cesar en el restaurante universitario de Mabillon, en el bar existencialista de Chez George y en los corredores de las universidades sobre lo divino y lo humano, mientras reinaban en las aulas Michel Foucault, Roland Barthes, Jacques Lacan y Gillez Deleuze, en las salas de cine Pasolini, Fellini, Bergman y Antonioni y en las calles el viejo Jean Paul Sartre y la novelista Marguerite Duras. Nuestra generación colombiana y latinoamericana, abriéndose al mundo en la capital francesa, vivía feliz recorriendo las coordenadas del París encontrado en la « Rayuela » de Julio Cortázar, que nos convocaba y guiaba, mientras se escuchaban afuera los ritmos de Miles Davis, Bob Marley, Jim Morrison, Santana, Jimmy Hendrix y Janis Joplin.
William cargaba con su poemas y los leía en esas largas noches de fiesta y amistad, pero aún no se atrevía a publicarlos. Eso ocurriría a su regreso, cuando la Presidencia de la República le publicó «Hilo de Arena», una primera colección que tiene algunos de los poemas básicos de su obra, algunos de ellos escritos al calor de la vida parisina. Luego vendrían «El país del viento» y «¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?», poemarios donde revisa los horrores del holocausto universal del siglo XX, rinde homenaje a sus autores preferidos y canta a los paisajes de su tierra nativa.
A diferencia de otros compañeros de generación que nos quedamos para siempre en el exilio, William regresó pronto a Colombia y desde entonces optó por estar ahí, en medio del desastre y frente al peligro, acompañando a las nuevas generaciones de colombianos que surgen en ese país cainita en medio de la guerra y que cuentan con él para creer en algo y tener esperanzas de que algún día las cosas cambiarán. Porque además de su talento y esa dedicación sin falla al ejercicio literario, el mérito de Ospina se ha extendido a tratar de ejercer de conciencia de una patria en ciernes que para muchos va hacia la disolución definitiva y para otros aún puede salvarse.
Por medio del ensayo y la columna de fondo, escritos con un estilo depurado y de altas miras, ha expresado sus opiniones, discutibles a veces, sobre los rumbos del país, creando un espacio lejos de la frivolidad y el facilismo ambientes. «Es tarde para el hombre» (1992), «¿Donde está la franja amarilla?» (1996), «Los nuevos centros de la esfera» (2003), «La herida en la piel de la diosa» (2003), «América mestiza» (2004) son algunas de esas obras donde los colombianos de las nuevas generaciones, nacidos en medio de la más terrible conflagración y el genocidio rampantes, aprendieron a creer que puede haber pensamiento y reflexión colombianas en medio de la trivialidad televisiva y la falta de espacios para la inteligencia. En eso Ospina sigue el camino de los filósofos colombianos Danilo Cruz Vélez y Estanislao Zuleta, dos de sus admirados pensadores colombianos, a quienes les debe mucho y que ha tenido la fortuna de conocer y escuchar.
Su poesía, reunida en una preciosa edición de Arte dos Gráfico (1974-2004) comprende una vasta obra muy peculiar que sigue caminos muy distintos al ejercicio poético de otras generaciones colombianas anteriores y posteriores a él y muchos de esos textos, leídos en estas tres últimas décadas en los pueblos y las ciudades de Colombia en bares, teatros y escuelas abarrotados de gente, hacen parte ya imborrable de la memoria poética colombiana.
Con "Ursúa", «El país de la canela» y «La serpiente sin ojos», Ospina continúa con su brillante prosa un proyecto iniciado con «Las auroras de sangre» sobre el poeta Juan de Castellanos, y al que amina una generosa aventura propia: la de rescatar en medio del holocausto colombiano algunas de las raíces indígenas carbonizadas por los bombardeos del olvido y la violencia, para que tal vez germinen de nuevo y sean nutrimento para los que vendrán después de que su generación haya desaparecido.
Esta trilogía novelística de estirpre histórica la viene trabajando con el rigor que lo caracteriza desde sus primeras obras, sin importarle el tiempo que le tome encontrar el tono preciso y pulir como lo hacían los románticos y los modernistas, hasta quedar satisfecho con cada frase, con cada palabra. Y en el conjunto de la trilogía estarán presentes sin duda esos miles y miles de horas dedicadas por él a leer y a explorar con pasión los secretos de la literatura universal.
¿Quiénes eran esos ancestros aniquilados que poblaban la tierra americana? ¿Podemos rescatar su voz? ¿Cómo ocurrió ese encuentro de sangre con los conquistadores? ¿Por qué el paraíso de El Dorado no cesa de vivir en la violencia? ¿Podrán salvarse algún día América Latina y Colombia? Los que somos muy escépticos en ese empeño de la salvación nacional y continental, tenemos que desearle suerte a Ospina en esa lucha lúdica, aunque no estaremos aquí por desgracia en ese lejano futuro para saber si Ospina tenía razon de creer y tener fe en la humanidad de esta América escondida y no hallada entre el llanto de las espadas.