lunes, 28 de junio de 2010

SIMÓN BOLÍVAR EN 2010

Por Eduardo García Aguilar
Comencé el año leyendo los documentos básicos de Simón Bolívar publicados en la clásica Colección Panamericana bajo el título de Ideas políticas y militares, con prólogo de Vicente Lecuna. Sorprende hacer una relectura de los textos fundacionales del país como si se tratase de la novela de las gestas libertadoras y el testimonio de un hombre de aquella época sobre los avatares del continente recién desmembrado de la odiosa madrastra española, que lo sojuzgó durante tres siglos de sangre y humillación. Lo primero que salta a la vista es la grandeza de ese joven idealista que lanzó sus primeras proclamas de guerra a los 29 años y cuya prosa es la de un clásico de la lengua castellana. Sólo con piezas tan notables como Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla, también conocida como Carta de Jamaica, de 1815, o el Discurso en el Congreso de Angostura de 1819, el héroe pasaría a la historia como un gran escritor político de la estirpe de Montesquieu o Chateaubriand.
Revisar la prosa lúcida y exacta de Bolívar el primer día del año en que se celebra el bicentenario de las independencias, reconcilia al lector en estos tiempos de frivolidad planetaria con la tradición intelectual y política de América Latina, ese extremo occidente de mil aristas que en su seno vio nacer y crecer a grandes hombres, no sólo heroes sino pensadores y escritores como José Martí, Rubén Darío o José Enrique Rodó, que pueden todavía decirnos tantas cosas y que poco a poco hemos ido olvidando en medio de la gritería violenta y la estupidez reinantes.
Suelen algunos fanáticos actuales creer que cuando en estos días se menciona a Simón Bolívar se está hablando de un loco al que se recurre para hacer la guerra o practicar la demagogia, cuando por el contrario, como padre fundador de las naciones libres y soberanas de esta tierra latinoamericana, su voz es de una actualidad escalofriante. Lo que pasa es que pocos lo leen y lo escuchan o tratan de colocarse en el centro de esa gesta histórica que con incomparable generosidad encabezó en tiempos revueltos de geopolítica mundial.Hoy como ayer el mundo se reacomoda en medio de las tensiones entre potencias establecidas y emergentes que algunas veces negocian y otras se amenazan como perros rabiosos mostrándose los dientes. En aquel entonces la arcaica y torpe potencia española declinaba y se instalaba en su lugar Gran Bretaña como el gran imperio de todos los mares, con sus ideas abiertas, la ciencia floreciente y los claros intereses económicos y militares de hegemonía mundial. España se eclipsaba ante naciones que habían adoptado ideas protestantes, acordes con los nuevos vientos económicos, y criterios más modernos en materia de gobierno, justicia, gestión y comercio. Las viejas aristocracias y castas autistas e intolerantes eran reemplazadas por el auge del emprendedor burgués decimonónico que escalaba gracias a sus méritos y talentos y no por el apellido, la canonjía y el fuero.
En esos textos límpidos Simón Bolívar vio con claridad la necesidad de concretar para siempre el corte definitivo con la odiosa madrastra española para abrirse a otras alianzas mundiales novedosas. Y por medio de las armas, sorteando todos los peligros, paso a paso, como los grandes héroes y visionarios logró su objetivo poseído por la osadía delirante de los utópicos. En sus discursos y cartas salta a la vista la mente de un hombre culto que desde muy joven vio mundo y gozó de una notable formación política y militar. La Carta de Jamaica y el Discurso de Angostura son textos fundacionales, cuya lectura en 2010 es útil para tratar de entender el extraño tinglado geopolítico mundial, cuando emprendemos un nuevo siglo de supuesta independencia buscando una mayoría de edad verdadera, ya no como simples colonias o cuarteles del amo sino como países maduros capaces de hablar con tolerancia, de tú a tú con las potencias en el ágora mundial, tal y como hoy lo hacen por ejemplo naciones antes sojuzgadas y hoy emergentes como China e India y en nuestro continente el notable y sorprendente Brasil de Lula da Silva.
En una bellísima carta del 22 de agosto de 1815, Bolívar advierte al presidente de las Provincias Unidas de Nueva Granada sobre el peligro de que el derrotado Napoleón Bonaparte trate de instalarse en América del Norte o en América Meridional para involucrar el continente en una nueva guerra perdida contra las potencias triunfadoras en Waterloo. Esta bella ficción no se concretó nunca y el gran Napoleón murió derrotado y preso en la perdida isla de Santa Helena, en medio del Océano Atlántico, pero muestra como en aquellos tiempos las arenas movedizas de la política mundial eran tan inciertas y peligrosas.
En este 2010, como hace apenas dos siglos, los equilibrios mundiales están cambiando. Están los poderes tradicionales a un lado y al otro una extraña hidra calibanesca de varias caras en Asia, Medio Oriente y África con la que hay un tratar, como Perseo, con mesura y talento, tratando de que no sea la cara más agresiva y fundamentalista la que predomine allí. Y cosa curiosa, América Latina se debate entre ser un cuartel o una base militar al servicio de una sola potencia, como ocurre por desgracia en Colombia, o asumir con dignidad su destino en el concierto pacífico de las naciones como ocurre con Brasil. O sea: o seguir siendo sólo un conjunto de naciones que se comportan como perros falderos llorones de la potencia del norte cual banana repúblicas o tener la dignidad de tomar decisiones propias y pesar en el concierto mundial nutriéndose de las ideas de los grandes pensadores del continente.
No sé qué escribiría Simón Bolívar si resucitara en estos días en Santa Marta, pero es bastante probable que optara por modelos de países tolerantes y abiertos que no se enfeuden a un solo protector sino que se abran a Europa y a los países emergentes y negocien de manera elegante con los vecinos que no piensen igual o incluso desafíen a las ideologías reinantes de la plutocracia. Una de las nuevas proclamas de Bolívar sería sin duda contra los Pablo Morillo contemporáneos, o sea contra la idea de que la gran Colombia se convierta sólo en un cuartel servil y esquinero al servicio de Estados Unidos y que siendo el "corazón" de América se vuelva vil perro bóxer gruñón del amo, llevando a sus ciudadanos a una conflagracion inútil y nefasta con sus vecinos por puro fanatismo
ideológico.

jueves, 24 de junio de 2010

LA PRIMAVERA PERMANENTE DE JULIO CORTÁZAR


Por Eduardo García Aguilar

En la casa de América Latina de París se presentó en 2007 una exposición de fotografías, documentos y videos de Julio Cortázar, muchos de ellos desconocidos, que se muestran auspiciados por su primera esposa Aurora Bernárdez, albacea suya junto al recién fallecido crítico Saúl Yurkievich. Fotos de infancia, documentos de viajero, objetos personales como una clepsidra o la pipa, fotografías de la vida íntima en todas las etapas de su vida adulta comparten el escenario con videos tomados por él, cuadros, música, cartas y libros protagonizados por París, ciudad que lo albergó gran parte de su vida.

Nació en Bruselas (Bélgica) en 1914, creció desde 1918 en Argentina donde fue maestro en Chivilcoy, Cuyo y Buenos Aires y floreció en la capital francesa, adonde llegó en 1951 y falleció el 12 de febrero de 1984. La primera vez que vi a Julio Cortázar fue en la primavera de 1978, cuando asistimos un grupo de jóvenes estudiantes a un congreso sobre narrativa latinoamericana en Toulouse, en el que participaban Augusto Roa Bastos, Jorge Enrique Adoum, Jacques Gilard y Juan José Saer, entre otros.

Lo que más me impresionó cuando lo vi de cerca y hablé un momento con él, era que su rostro estaba marcado por profundísimas arrugas. Desde lejos el monstruo de la literatura latinoamericana e ídolo nuestro por su maravillosa novela Rayuela y el misterio de sus cuentos, se veía mucho más joven, como un gran adolescente envejecido, alto y enjuto, de cabellera y barba oscuras. Pero al estar junto a él saltaban de inmediato las huellas implacables del tiempo sobre el rostro inconfundible de quien en ese entonces debía estar en sus 63 años. Usaba pantalones informales, zapatos de gamuza, suéter de cuello tortuga y amplias chaquetas impermeables de paleontólogo en invierno.

Lo veíamos después de lejos caminar por el campus de Toulouse le Mirail, al lado de la novelista colombiana Alba Lucía Ángel, que en el Congreso cantaba música rebelde para el público y además parecía tener las preferencias del maestro. Y en París uno podía jugar a encontrarlo en alguna librería, en un mitin de izquierda o caminando por las calles, elevado y desprevenido como uno de su personajes. París había quedado para siempre en Rayuela como la glauca ciudad fría y precaria de los años 50 que vio reinar a jazzistas y existencialistas en las cavas de Saint Germain des Prés y a los artistas latinoamericanos pobres que vivían a salto de mata en hoteles miserables o edificios semiderruidos que no habían sido renovados desde el siglo XIX, como fue el caso de Gabriel García Márquez, Nicolás Guillén o el venezolano Jesús Soto y otros miles que desaparecieron para siempre.

Habría que haber vivido en ese tiempo para entender lo que significaba para la juventud urbana de América Latina la figura de Julio Cortázar. Con él quedaba atrás la entrañable narrativa telúrica de dictadores, señores presidentes y campesinos mitológicos y se abrían las calles y avenidas de las ciudades, con sus enamorados literarios que disertaban de filosofía, oían jazz y vivían pobres entre la humareda de los bares y la calurosa precariedad de las buhardillas del exilio. La famosa Maga, que fue su novia fugaz y hoy cuenta ya anciana desde Inglaterra su aventura con ese hombre raro y torpe, se convirtió en una especie de modelo de muchacha moderna, un poco loca, impredecible, tal vez mucho más sexy en la ficción cortazariana que en la realidad.

En las buhardillas de los años 70 se daban cita los estudiantes o los vagos para leer párrafos o capítulos enteros de Rayuela con una devoción sólo comparable a la que debieron practicar los seguidores del surrealismo medio siglo antes, como si el arte y la ficción fueran la salvación. ¿Quién no se sintió Cronopio o Fama o soñó con los personajes ultramodernos que surgían en sus cuentos o en obras tan extrañas como los Autonautas de la Cosmopista, escrita con una de sus últimas amadas, Carol Dunlop? Además, el viejo Cortázar se había transmutado súbitamente al calor de las revoluciones en boga de un intelectual argentino tímido, erudito, exquisito y muy acicalado, en un verdadero hippie polígamo, un izquierdista que creía en la Revolución cubana y participaba en las fiestas militantes de protesta contra Estados Unidos, la guerra de Vietnam y las genocidas dictaduras militares Latinoamericanas.

Según Vargas Llosa, la transmutación espectacular del exquisito se dio a fines de los años 60, cuando empezó a vivir con la editora lituana Ugné Karvelis, en cuyos brazos la crisálida se habría metamorfoseado. Era un nuevo modelo: no correspondía ya para nada al viejo arquetipo de escritor latinoamericano encorbatado, manso y lento que lagarteaba embajadas y puestos diplomáticos en las antesalas del poder. Y sin ser maldito, permanecía al margen fustigando las injusticias y defendiendo a capa y espada la poesía, los libros y la creación lejos del mercantilismo. Era a los ojos de toda una generación un artista auténtico y fue tal su cristalinidad que lo admiraron por igual sus copartidarios y adversarios políticos como Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, situados al otro extremo ideológico.

Hasta ese entonces había vivido con su primera esposa Aurora Bernárdez, con quien se casó en 1953 y compartió esos primeros años de París y viajes tan importantes como el que realizó a la India. El Cortázar de primavera permanente con el que nos quedamos fue ese hermano mayor que abría y abre todavía las puertas a la verdadera literatura, que no es copia chata de la realidad, como ocurre hoy, sino que la transforma e ilumina.

Ver sus cosas y su álbumes en la Casa de América Latina un febrero taciturno como el que lo vio morir hace 23 años, es un verdadero regalo para quienes lo vimos alguna vez en la vida y para los múltiples cómplices e íntimos suyos que sobreviven en este siglo XXI de aburridos best-sellers, nuevas guerras horribles y escritores mercantiles que no tienen nada de Cronopios ni de Magas.
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(Publicado inicialmente en 2007, a los 23 años de su muerte, en varios medios latinoamericanos.)

sábado, 5 de junio de 2010

UNIVERSIDADES UTÓPICAS


Por Eduardo García Aguilar
No lejos del castillo donde estuvo preso el Marqués de Sade, existió durante tres lustros en el bosque del mismo nombre la Universidad de Vincennes, experimento cultural subversivo surgido del movimiento de mayo de 1968, que fue un hito para la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XX y reunió en su seno, bajo la orientación de Michel Foucault, Gilles Deleuze y François Châtelet, entre otros, a la pléyade de la contracultura francesa de su tiempo.
Fue tal el éxito autogestionario y popular que se dio en sus aulas situadas en medio del bosque de Vincennes, junto a un zoológico, que las autoridades, presas de pánico, la mandaron demoler para que no quedara piedra sobre piedra y las futuras generaciones no supieran nunca que había existido una Sodoma y Gomorra del pensamiento y el saber alternativos, pese a que las ideas y actitudes generadas allí se volvieron moneda corriente en las grandes y pequeñas universidades del mundo desde Berkeley a Sydney y desde la Patagonia al estrecho de Behring.
Todas las calumnias abundaban en la prensa retardataria del momento, que acusaba al lugar de ser antro sexual donde los profesores daban clase a estudiantes desnudos que hacían el amor en las aulas, ser un centro de tráfico de drogas y paraíso del hachís magrebí, protector de adolescentes fugados, además de cueva de Alí Babá receptora de negros, asiáticos, « terroristas » italianos y alemanes, sudamericanos, rusos y árabes depravados, melenudos y sucios.
Escuchar durante horas a Châtelet, Deleuze y Guattari, ver a Jacques Lacan con su maletín negro deambulando esporádicamente por los corredores, participar en las más descabelladas discusiones después del cous-cous para salvar a los países de la periferia, observar el agite de los estudiantes de cine cuando anunciaban la llegada de Pier Paolo Pasolini, discutir sin trabas sobre los horrores de los totalitarismos soviético, camboyano, cubano y chino y tener ecos de todas las ideas posibles, me fortaleció en la convicción de que se debe defender a toda costa la laicidad, la libertad y la tolerancia.
Todo eso ocurría ahí entre el mercado persa que los estudiantes franceses, europeos y tercermundistas instalaron en los corredores y patios de la Universidad. Entre el olor de chorizos magrebíes y el tamborileo de las músicas africanas, unos 30.000 estudiantes acudíamos entusiastas a pasar el día en ese universo donde se discutía sin cesar hasta altas horas de la noche sobre la guerra de Vietnam, el surrealismo, el feminismo, el hombre unidimensional, el Antiedipo, el judaísmo y el islamismo, el psicoanálisis, la belleza del mestizaje y el desarrollo desigual.

En el Centro de Información para América Latina (CIAL, vi llegar a exiliados brasileños y del Cono Sur, que hallaron refugio en Vincennes sin imaginar que un día habría un presidente negro en Estados Unidos y que Evo Morales, Lula da Silva, Pepe Mojica, Hugo Chávez y Rafael Correa, personajes muy distintos a los líderes de las oligarquías tradicionales latinoamericanas, gobernarían en Bolivia, Brasil, Uruguay, Venezuela y Ecuador. Ahí en el CIAL publicábamos libros y revistas y dábamos ánimo al espíritu latinoamericano al lado de nuestros amigos árabes, asiáticos, franceses y africanos. Fueron años extraordinarios de vida y formación humana, intelectual y literaria para varias generaciones cargadas de un especial erotismo intelectual bajo la música de los Rolling Stones.
Muchos franceses de provincia u originarios de las clases desfavorecidas o proletarias subrayan la facilidad que les dio Vincennes para abrirse al pensamiento y a los estudios universitarios, desmitificando en las aulas y en el llamado zouk árabe el muro jerárquico del saber. Para muchos de ellos su vida cambió gracias a esa libertad delirante en tiempos de exclusión. Otros provenientes de Estados Unidos, América Latina, Europa, Africa o Asia celebran con afecto esos instantes inolvidables en que se concentró el deseo de saber en un bosque real y encantado, sucio y prístino a la vez.
El experimento contó con el apoyo, entre otros muchos, de Noam Chomsky, Mario Soares, Jean François Lyotard, Herbert Marcuse, Roland Barthes, Michel Butor, Maria Antonieta Macciocchi, Hélène Cixous. Todos estos nombres de profesores generosos deben ser mencionados al lado de miles de alumnos que no olvidan esos años locos que los marcaron para siempre y generaron una actitud libertaria ante la vida, que sobrevivió a los funestos y tenebrosos tiempos de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y los Georges Bush.
Luchaban todos ellos contra el racismo, la intolerancia y la exclusión, por el pensar libre y contra las jerarquías absurdas y excluyentes, contra el capitalismo desigual y salvaje que todo lo devasta; y su lucha por la libertad no fue en vano. Esos nombres utópicos están vivos. Y la Universidad de Vincennes, la del bosque, la de la era del rock y el pacifismo, sigue viva aunque sea sólo en los sueños de su vecino el Marqués de Sade.