jueves, 29 de julio de 2010

LAS NOCHES PARISINAS DE TABLADA

Por Eduardo García Aguilar
José Juan Tablada (1871-1945) es uno de los escritores mexicanos más fascinantes, ya que no sólo dejó una obra poética original sino que escribió miles de artículos y crónicas como solían hacerlo sus infatigables compañeros modernistas latinoamericanos en periódicos y revistas del continente.
La vida le deparó desde temprano viajes que lo ligaron a otras culturas como la de Japón, que visitó en 1900, Francia, donde estuvo entre 1911 y 1912, y Estados Unidos, donde vivió parte de su vida y murió este devorador de todas las cosas. En esos países se nutrió de ámbitos extraños que perfeccionaron su visión del mundo y dieron aliento a su poesía para sacarla de la retórica ambiente y proyectarla a una permanente juventud y experimentación.
En Nueva York fue uno de los centros magnéticos de la cultura latinoamericana, pues en esa metrópoli insomne tuvo acceso a todo tipo de sensaciones que alimentaron su desaforada dispersión intelectual. Pero venía de la capital mexicana, de la que siempre hablaba con nostalgia al escribir sus crónicas desde el extranjero, afectado por las noticias de la devastación provocada por los conflictos sociales y la Revolución, que llevaron a la caída del dictador Porfirio Díaz.
Como todos los modernsitas, Tablada tuvo su París y nada más curioso que leer ahora la edición original de las crónicas parisinas Los días y las noches de París, (Viuda de Ch. Bouret. México. 1918. 214 páginas), que adquirí en un acto tabladiano hace tres años en la Librería Madero, donde el poeta, con ojo avisado, nos relata los instantes vividos en la ciudad, considerada entonces la luminosa capital artística del mundo.
Relatada desde del otoño de 1911 a la primavera de 1912 en arbitrarias acuarelas que enviaba a la Revista de Revistas o en cartas y pedazos de diario donde contaba lo que veía, París se nos antoja allí mucho más cercano de lo que insinuaría el paso certero de un siglo.
Solemos los contemporáneos del siglo XXI creer que nuestros antepasados vivían un mundo atrasadísimo e ingenuo y pensamos que la supuesta modernidad desbocada de hoy es única y original. Pero basta revisar estas crónicas, que también fueron editadas por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1988, para darnos cuenta que París ha cambiado muy poco y que sus descripciones no difieren mucho de las que hiciera un cronista latinoamericano de hoy.
Por supuesto que ahora hay muchas comodidades impensables para aquella época como los celulares, la TV, los jets, las computadoras e Internet, que muchas enfermedades están controladas y otras nuevas como el sida han surgido, pero la pobreza y la soledad, la miseria y el olvido reinan igual que entonces al lado del derroche de los privilegiados en los mismos barrios y bulevares.Los malevos descritos en su crónica Fantasmas de apaches por Tablada, quien presencia un crimen cinematográfico desde un tranvía, siguen tan presentes como antes, y en los mismos lugares de hace cien años los dandys de hoy van a tenis a Roland Garros y a las carreras de caballos de Auteuil, mientras viciosos, dealers, prostitutas, gigolós, drogadictos y ladrones pululan en Montmarte, Pigalle, Bastille o Montparnasse con idéntica intensidad que a comienzos del siglo XX.
Cuando describe a los jóvenes artistas bohemios latinoamericanos que se hacinaban en buhardillas de nueve metros cuadrados para fumar, beber y copular en medio de la tuberculosis y la sífilis, lejos de su tierra, parece retratar a los jóvenes extranjeros y provincianos franceses actuales que hacen su París y pasan dificultades similares que sus ancestros de hace un siglo.
En la carta crónica Los luchadores vencidos, Tablada lamenta el estado del joven pintor mexicano Juan Mora que está flaco y abatido, afectado por la tisis en una buhardilla de la rue Monge, lejos de su madre lejana, pero rodeado de dos mexicanos, un artista colombiano y una pelirroja, que se reúnen para verlo mientras beben y comen charcutería y queso sobre un periódico, por lo que exclama "¡Ah, ese París, lo que le confiamos y lo que nos devuelve!".
Con Tablada descubrimos a Diego Rivera que vive en Montparnasse con Angelina Beloff, visitamos la tumba del pintor Julio Ruelas sepultado en el cementerio de Montparnasse antes de que allí se instalara también para siempre Porfirio Díaz. Y lamenta la muerte prematura de ese artista que reposa bajo la bella escultura de una hembra de mármol. Y como hoy se hace en los salones de la FIAC o en el Salón de Otoño, visitó la obra de los pintores del mundo expuestos en el Grand Palais para destacar allí el éxito del mexicano Ángel Zárraga y observar con menos entusiasmo lo expuesto por Diego Rivera y el Doctor Atl.
Y vemos a la Bella Otero o a Mistinguette actuando en los cabarets, o a la sáfica Colette en el teatro, visitamos las mismas viejas librerías y galerías del muelle Voltaire o las callejuelas de Saint Germain, Le Marais o Palais Royal, atendidas ahora por los descendientes, así como los antros de prostitutas, cabarets, bares y comederos de siempre, algunos de los cuales como Chartier, Bollinger o Polydor siguen ahí sin mucho cambio.
Tablada dedica una emocionada crónica al gran poeta argentino modernista Leopoldo Lugones, a quien visitó en su casa de Passy y con quien tuvo la fortuna de ser amigo. Así como hace décadas los latinoamericanos saludaban al superparisino Julio Cortázar, el de Rayuela, Lugones fue el gran escritor que conmovió con su sencillez a un admirativo Tablada.
Tablada vivía en una casa de estilo japonés en Coyoacán, saqueda según la leyenda por los revolucionarios. Ausente en París, se lamenta de los colgados y los fusilados dejados por la violencia en su país y que aparecen en las noticias de la prensa francesa, así como hoy se lamentaría de los ejecutados, decapatidos y deslenguados que en el México actual.
O sea que si el poeta volviera hoy a visitar la tumba de Ruelas en Montparnasse o caminara de nuevo por Campos Elíseos, Montparnasse o Bastille, comprendería que el actual mundo de guerras, atentados y crisis financieras no es menos bárbaro ni menos genial que el descrito por él hace un siglo con su escritura ágil y desordenada de lúcido viajero.

sábado, 24 de julio de 2010

HACIA UNA NUEVA LITERATURA COLOMBIANA

Por Eduardo García Aguilar
Carmen Barvo, directora de Fundalectura, planteó hace poco la necesidad de reflexionar sobre los nuevos rumbos de la literatura colombiana y pide dar vuelta a la página "de la violencia y el narcotráfico". A mi entender se trata de dejar atrás a las literaturas basadas en el escándalo, el narcotráfico y a la prosa pre-vargasviliana y pre-carrasquillana practicada por los best-sellers antioqueños de moda, que prácticamente han sido hegemónicos en la literatura del país en la primera década de este siglo. Escriben tan mal como Vargas Vilas godos y nos hacen creer que son nuevos.

Pese a que desde la muerte de Rafael Humberto Moreno Durán y su condena al ostracismo al lado de otros grandes narradores de su generación como Fernando Cruz Kronfly, Alberto Duque López, Oscar Collazos, Helena Araújo, Darío Ruiz Gómez, Fanny Buitrago, Albalucía Angel, Ricardo Cano Gaviria, Roberto Burgos Cantor y Marco Tulio Aguilera, entre otros, la crítica parece recuperarse poco a poco. Tras haber desaparecido misteriosamente en universidades y revistas, comienzan a rebelarse algunas voces intelectuales que se niegan a ser complacientes y a aceptar como borregos lo que imponen en Colombia las editoriales Norma, Alfaguara y Planeta con su aburrida letanía de obras costumbristas de lectura fácil promocionadas desde España, país que vive una de las peores épocas literarias de su historia milenaria.

Esas voces hasta ahora silenciadas comienzan a tratar de establecer puentes con otras generaciones literarias colombianas que habían logrado sacar a la literatura colombiana de un autismo costumbrista para conectarla con el mundo y el pensamiento contemporáneo. Me refiero a los escritores que desde mediados de siglo pasado escribían en las revistas Mito y Eco y cuyos discípulos irrumpieron en los años 60 y 70 eperanzados en abrir ventanas a la modernidad, a las literaturas experimentales y al pensamiento contemporáneo.

Obnubilados por los best-sellers, las universidades y las escuelas decidieron enterrar para siempre en las fosas comunes a grandes escritores polígrafos colombianos de espíritu abierto y liberal, que como Germán Arciniegas, Enrique Uribe White, Jaime Jaramillo Uribe, Eduardo Mendoza Varela, Ernesto Volkening, Jaime Gaitán Durán, Fernando Charry Lara, Alvaro Mutis, Hernando Valencia Goelkel, Danilo Cruz Vélez y otros escribían y ejercían la crítica en Lecturas Dominicales de El Tiempo o en revistas universitarias.

Estos hombres traducían literatura francesa, alemana, rusa, centroeuropea y abordaban con espíritu abierto las nuevas corrientes del pensamiento mundial surgidas después de la post-guerra. Todos ellos eran la contraparte colombiana de las generaciones cosmopolitas que marcaron su impronta en Argentina con la revista Sur y Jorge Luis Borges, en Cuba con Orígenes y José Lezama Lima y en México alrededor de Octavio Paz, así como en Chile, Brasil, Perú, Venezuela y otros países del continente.

¿Por que se cortó ese aliento contemporáneo de la literatura colombiana y latinoamericana? Sin duda se debió a la irrupción del boom comercial y a la gran deriva de la literatura comprometida que reinó durante décadas enceguecida por la revolución cubana y el sueño revolucionario armado en el continente, simbolizado por el mito del Che Guevara. De un cosmopolitismo liberal y librepensador pasamos a una literatura comprometida, basada en el realismo mágico y los temas nacionalistas y continentalistas acordes con el discurso del tribuno dictatorial Fidel Castro. De un espíritu crítico pasamos al dogma nacionalista y tercermundista y los puentes con Europa y el mundo se cerraron para abrir otros de tipo animista y folclórico. Los latinoamericanos quedamos como figuras de pacotilla tercermundista y por eso estuvimos de moda durante tres décadas en esos centros del poder. Por eso sólo publican best-sellers de sicarios y narcos y niegan la traducción a generaciones enteras de autores de alto nivel como Fernando Cruz Kronfly, un intelectual colombiano que merece los Premios Cervantes y Príncipe de Asturias.

Ahora todo ha cambiado. Desde la caída del muro de Berlín y el fin de esos sueños, el pensamiento abierto y cosmopolita de escritores colombianos como Moreno Durán y Cruz Kronfly quedó enterrado en el pasado y bajo la decepción y el pragmatismo del neoliberalismo salvaje, la literatura latinoamericana se vendió a los criterios de la comercialización. Sólo vale lo que vende. Vendo, luego existo. Si una novela vende es porque es buena y punto. Y así los grandes autores colombianos desaparecieron para dar paso a varias generaciones de autores ramplones de bajísima calidad o que ejercitan una ingenua retórica formalista de cartón piedra.

Por eso las declaraciones recientes de una mujer como Carmen Barvo son bienvenidas como un signo de que ya hay que rebelarse contra esta dictadura de la mediocridad literaria que se impuso en esta década ante la inercia de generaciones de intelectuales desmoralizados por el miedo ambiente. Ahora hay que apoyar a las pequeñas editoriales y revistas del país y dejar de financiar con millones a Alfaguara, Norma y Planeta.
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* La irónica imagen utilizada es de la ilustradora Nancy Arroyave. La literatura de hoy, como en tiempos de Vargas Vila es para asustar monjas.

domingo, 11 de julio de 2010

GERMAN ARCINIEGAS: LA LONGEVIDAD DEL LADINO

Por Eduardo Garcia Aguilar
En su muy larga vida, Germán Arciniegas ha transitado por los países y las literaturas de América Latina como un interlocutor privilegiado. Para presentarlo a nuestros lectores, acudimos a Eduardo García Aguilar, colombiano de México, autor de la novela El viaje triunfal y de Celebraciones y otros fantasmas. Una biografía intelectual de Álvaro Mutis. (Publicado en La Jornada Semanal. México, el 9 de junio de 1996)
En tiempos de recrudecimiento de la intolerancia en las diversas trincheras de la intelligentsia latinoamericana de la última década del siglo XX, es refrescante celebrar la longevidad de un viejo demócrata, marcado por el ejercicio generoso del diálogo y la polémica. Este patriarca viajero, que tiene la edad del siglo, pertenece a una amplia generación de latinoamericanistas liberales que, desde diversos matices y temperamentos, lucharon por la implantación de la democracia en un continente que vivía desde la independencia anegado en pobreza, luchas fratricidas y caudillismo.
Marcados en el norte por el entusiasmo generado por la Revolución Mexicana y las acciones culturales del ministro José Vasconcelos, y en el sur por la rebelión estudiantil de Córdoba o el ideario de Víctor Raúl Haya de la Torre, se caracterizaron por una creatividad desbordada al servicio del continentalismo bolivariano: Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en Venezuela, José Vasconcelos y Alfonso Reyes en México, Pedro Henríquez Ureña en República Dominicana, José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez en Perú, Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea en Colombia, y Aníbal Ponce y Enrique Anderson Imbert en Argentina, fueron algunos de esos nombres que inundaron las páginas de diarios y revistas con esa fe latinoamericanista que ahora se cambió por el canto uniformizador de la gorda sirena tecnocrática, rellena de hamburguesas McDonald's. Al mismo tiempo, y sin necesidad de afirmarse, Jorge Luis Borges, más excéntrico y escéptico, se comía al mundo sin bandera.
Creían entonces que era posible conducir al conjunto de naciones del área hacia la convivencia pacífica, en el marco del renacimiento cultural y el diálogo abierto entre opiniones diversas sobre los rumbos a seguir. Surgidos al calor del auge periodístico, algunos de esos hombres trataban de seguir las huellas de antecesores modernistas como el colombiano José María Vargas Villa y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, los más grandes bestsellers idolatrados de la época y de quienes hoy pocos se acuerdan. Arciniegas tiene del primero, que era espantoso escritor, el gusto por el escándalo, y del segundo una redacción más pulida y llena de color, aunque comparten ambos la ligereza y la imaginación desbordada. Pero aquellos entusiastas años veinte y treinta de entreguerras parecen ahora más lejanos aún que los de la Independencia, pues los cambios sucesivos en la región y el mundo a lo largo del siglo confinaron el ingenuo ideario latinoamericanista o ladinoamericanista, como diría Arciniegas, a un extraño limbo, o cuarentena, que exige revisiones dramáticas por parte de quienes ensayamos y pensamos en este momento.
Ya Bolívar, en sus últimas cartas, entre la amargura del desprecio, expresó con lucidez escalofriante sus dudas sobre la posibilidad de redención del continente, convirtiéndose así en el primer decepcionado y único visionario apocalíptico. Estos buenos hombres íntegros y discretos que eran civilistas, universitarios, funcionarios, diplomáticos, editores, capitalinos de sombrero Stetson, bastón, chaleco, corbata negra y cuello duro, florecieron en la primera mitad del siglo en todo el continente y hoy por hoy nos parecen extraños animales en vías de extinción, porque para el mundo actual no hay hombre más bobo que uno íntegro. Después de muchas décadas de aventura romántica, signada por la angustia de vivir entre la civilización y la barbarie, hombres como éstos constituyeron el primer esfuerzo latinoamericano por pensar desde las universidades sin complejos frente al Viejo Mundo. Eran la contraparte absoluta del poeta maldito francés baudeleriano, imagen tuberculosa que por esas fechas languidecía en las cantinas a lo largo y ancho del continente, y del cacique ignaro que esgrimía su látigo en las plantaciones de banano o henequén. Jóvenes de bombín y cabello engominado, devoraban lo que venía del otro lado del mar sin caer postrados, como sus antecesores modernistas, en ciegas admiraciones de heliotropo, y trataban de poblar las aulas, cada vez más abiertas y modernas, con la búsqueda de una "identidad latinoamericana" que a veces condujo y aún conduce a tristes debates "bizantinos". La mayoría, como el derrotado Vasconcelos, uno de los prosistas más notables del siglo y cuyas Memorias son lectura fundacional para todo latinoamericano­, terminaría vencida, en el exilio, apedreada, pateada, salvo Arciniegas, que siguió fiel a su entusiasmo.

Fue una derrota para ellos, pero por el lado de la creación los mismos años de caos se encargaron de unir el continente a través del delirio de la palabra narrativa, primero con la gran novela telúrica de los campos y las selvas, desde Rómulo Gallegos y Miguel Ángel Asturias hasta Arguedas y Guimaraes Rosa, más tarde con el barroco maravilloso de Alejo Carpentier, Lezama Lima y Severo Sarduy, y al final con el fresco de la pléyade del boom, con autores tan claves como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Juan Rulfo, entre otros. La palabra, que siempre se anticipa a los gobiernos, hizo estallar las fronteras sin necesidad de ejércitos a través de la poesía, la más agresiva trituradora de tradiciones y viejos sentidos. Neruda, Huidobro y Pablo de Rokha, César Vallejo, César Moro, Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges, Enrique Molina, Álvaro Mutis, Vicente Gerbasi, Octavio Paz y Gonzalo Rojas, entre otros, se encargaron de dinamitar esas paredes y dejaron a los políticos con sus discursos ajados.
A través de los libros de Arciniegas, muchos entraron al mundo ficticio del pasado continental lleno de Coatlicues y príncipes de taparrabos y plumas, virreyes de peluca y zapatillas, bucaneros tuertos y con pie de palo, reyes lejanos, mercaderes, esclavos negros y bellas cortesanas, inquisidores, fantasmas, vírgenes, monjes y libertadores, en lo que constituía el catálogo barroco de los abalorios históricos del continente a lo largo de 500 años de colisión con el Viejo Mundo. Él supo captar con sus relatos la atención de varias generaciones de estudiantes y autodidactas de los tiempos de antes de la televisión, convirtiéndose en documentalista de las tragedias y hazañas de los héroes. Con él, los adolescentes descubrieron las maravillas de El Dorado, siguieron las gestas de Tupac Amaru y Los Comuneros, conocieron a fray Servando Teresa de Mier, a Bolívar, Flora Tristán y José Martí, y siguieron las proezas de película de los bucaneros del Caribe. Los más mórbidos supieron de la chiflada Gabriela Mistral en su delirio errante, o del maldito Porfirio Barba Jacob, cuyos huesos desenterró en México hace 50 años y llevó a Colombia en un avión, acompañado por Carlos Pellicer y León de Greiff.
Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental. Cosa extraña de la historia, tanto él como esa generación de discretos intelectuales civilistas que trabajaban en la primera mitad del siglo para sus gobiernos y peregrinaban cada año a París, en ese entonces capital cultural latinoamericana, fueron arrasados por el renacimiento de un neotelurismo literario que desplazó el interés por esa reflexión liberal. Tanto la religión marxista leninista como el neoconservadurismo nutrido de falange española y nazismo mandaron a estos hombres a un desván de sospecha: eran demasiado burgueses para los comunistas, y algo comunistoides y diabólicos para los conservadores. Tras la Revolución cubana y la gran histeria latinoamericanista subsiguiente, su discurso recibió el tiro de gracia, dejó de tener el arrastre de antes y los lectores se volcaron, según el gusto, ya sea en brazos del "realismo mágico" o de los catecismos de la guerra fría. Arciniegas, y otros intelectuales pasados de moda, vivieron décadas de ostracismo hasta que ahora, por fin, las nuevas generaciones de ensayistas tratan de restablecer un puente con ellos, para volver a "pensar" con calma y civilismo, y no con las llamas y la atractiva exuberancia ideológica de las últimas décadas. Esos liberales de entonces, como Sanín Cano, Reyes, Henríquez Ureña, Picón Salas, Sánchez o Uslar Pietri, se verían incómodos en esta lucha fratricida de fin de siglo entre la intelligentsia del libre mercado pro neoliberal, nostálgica de la guerra fría, y los "idiotas" que no están de acuerdo con ellos, tal y como los define un reciente libro titulado Manual del perfecto idiota latinoamericano (1) , cuya contraparte, también absurda, bien podría titularse Manual del perfecto hideputa latinoamericano. ¿No es preferible entonces el discurrir de ese liberal generoso, poco dado a las descalificaciones y a veces pleno de humor y alegría, al discurso encendido, maniqueo, egoísta, lleno de odios y anatemas de quienes mandan al ostracismo a los que no piensan como ellos?
Es posible que la obra de Arciniegas haya sacrificado el rigor en aras de la difusión, alejado la prueba documental en vez de cotejar archivos, y dado voz especial a la anécdota para sentarse en los laureles de la amenidad periodística, pero es innegable que sus libros y miles de artículos encendieron y animaron a muchos. Así lo reconoció el joven Gabriel García Márquez en su columna del Heraldo de Barranquilla, en 1952, al decir que sólo un escritor como él, "que lo acostumbra a uno a tratar con familiaridad a los personajes más inaccesibles y remotos, podía ponernos en camino de hacer las paces con los viejos intrépidos bandoleros del mar". Es obvio que en la actualidad se cuenta en la región con una disciplina histórica y crítica más rigurosa, y que los episodios de nuestro santoral patriótico, literario y político, se revisan con mayor lucidez y exactitud, pero también es cierto que este viejo patriarca cometió un pecado maravilloso que bien puede perdonársele: lo devoró la ficción y la imaginación desbordada, tal vez el deseo secreto de unas novelas que no pudo escribir.
Este prosista y sus afines polígrafos, que nadaron entre el ensayo, la ficción y el discurso, pueden contribuir en estos momentos a una revisión más amable de las discrepancias continentales, cuando grados indecibles de pobreza, enfermedad y analfabetismo vuelven a la región ante la mirada egoísta e indiferente de la mayoría de sus castas intelectuales, hipnotizadas por el progreso y el camino hacia la quimera del Primer Mundo. El discurso de Arciniegas en todo momento estuvo marcado por la búsqueda de la democracia y la tolerancia, una "defensa constante de los valores democráticos, una prédica que puede resultar monótona si la miramos en la larga duración de sus 70 años de escritor público", según nos dice Juan Gustavo Cobo Borda en el prólogo de la reciente recopilación de sus principales páginas bajo el título de América Ladina (FCE, México, 1993). En sus mejores libros, América, tierra firme (1937), Los comuneros (1938), Este pueblo de América (1945), Biografía del Caribe (1945), Entre la libertad y el miedo (1952), Amérigo y el Nuevo Mundo (1955), El mundo de la bella Simonetta (1962), El continente de los siete colores (1965) y América Mágica (1959), Arciniegas reivindica el derecho de los millones de aventureros pobres que, según él, poblaron América a través de los siglos, y predica la solidificación de esa mezcla de razas en busca de una nueva tierra. Y aunque la realidad lo contradice a veces, exalta la vocación democrática de la región frente a los horrores coloniales del Viejo Mundo, y protesta a los 90 años de edad ante el gobierno colombiano porque éste aceptó que la celebración de los 500 años se hiciera con un emblema adornado por la Corona española. Sus textos son un homenaje a los hombres humildes, a los labriegos, a las mujeres que abrieron con sudor los nuevos surcos, y una diatriba permanente contra los poderosos y los tiranos, llámense Juan Vicente Gómez o Fidel Castro.
No deja por supuesto de ser difícil una lectura en este fin de siglo de muchos de sus textos de ocasión, pero el mérito mayor de Arciniegas es que no se dejó devorar por ellos y emprendió obras más ambiciosas, para romper con la tradición devoradora del diarismo. El periodismo y la política fueron y son los cementerios más terribles del talento latinoamericano, pero Arciniegas, que fue ministro y diplomático, logró sacarle el cuerpo a ambos con esa alegre irreverencia que aún hoy no cesa, la alegría del "estudiante" eterno que reivindicó en su primer libro famoso.
Al lado del venezolano Uslar Pietri y otros muchos moderados, Arciniegas nos incita a pensar y a escribir sobre los rumbos de este ámbito hispanoamericano, a escrutar sus mitos y mentiras, sus fanfarronadas y cursilerías, sus tragedias y hazañas, porque sólo así se pueden conjurar los fantasmas del silencio y la intolerancia. Su preocupación por las injusticias de los viejos y los nuevos tiranos nos indica además que, por desgracia, la historia no concluye y se avecina para el continente un siglo aún más oscuro que éste. Los héroes y ejércitos rebeldes de hace siglos, que parecían caducos y que en sus obras figuraban como muñecos de guiñol o soldados de plomo, vuelven a surgir de las ruinas de una modernidad cuyos tiranos no tienen ya charreteras sino corbatas y en vez de carrozas, autos blindados.
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(1) Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, Manual del perfecto idiota latinoamericano, Plaza & Janés, México, 1996.






sábado, 10 de julio de 2010

EL MAGO MILCÍADES ARÉVALO

Por Eduardo García Aguilar
Colombia a pesar de los dramas sangrientos, traumas y taras incesantes de su historia, es un país donde la cultura florece y es a veces un bálsamo para confrontar la violencia, la soledad y la pobreza.En todos sus rincones hay gente que se dedica de manera desinteresada y a costa de su bolsillo a propiciar las artes y a crear espacios para la expresión artística de los nuevos. Tal es el caso del escritor Milcíades Arévalo, quien desde 1973 publica contra viento y marea la revista literaria Puesto de Combate, La revista de la Imaginación, donde a lo largo de cuatro décadas ha publicado a centenares de autores de todos los puntos cardinales.
Arévalo nació en Zipaquirá y desde muy temprano, en el cruce de la niñez a la adolescencia, se trasladó a Bogotá a finales de los años cincuenta a vivir con familiares en una pensión del céntrico barrio Santa Fé, no lejos de donde residía el poeta León de Greiff, a quien veía caminar por las calles con los bolsillos llenos de libros y periódicos. En El oficio de la adoración, relato de gran calidad literaria, que es una pequeña joya de la literatura colombiana, el escritor nos relata desde la mirada de la pubertad una Bogotá ya desaparecida, que hacía la transición vertiginosa del pueblo grande que era a la urbe moderna.
Los barrios céntricos todavía eran residenciales y amables, viveros de la clase media colombiana que inmigraba desde todas las regiones, llenos de colegialas de falda corta y mujeres de manto que iban puntualmente a misa como en los pueblos, antes de que se convirtieran en tenebrosos sectores sucios y violentos corroídos por la decrepitud, la pobreza, la violencia, el tráfico y la prostitución y que hoy son la materia prima de la crónica roja.
Hacia el norte el narrador de El oficio de la adoración evoca los barrios más acomodados que iban desde Chapinero al Chicó, como otras zonas llenas de naturaleza, enormes casas de fantasía de estilo británico y largas calles y avenidas llenas de árboles y flores a donde a veces se aventuraba en la exploración solitaria. Todavía la ciudad se limitaba a esas zonas, antes de que creciera devorando día a día la húmeda y brumosa sabana y los cerros.
Algo destacable en el libro es el erotismo que aflora en el joven narrador, seducido por las adolescentes que cruzaban las calles o las mujeres casadas que lo adoptaban como a un huérfano de amor y al final cedían a su precoz ímpetu. Esa mirada de ternura, esa intensa capacidad para dar vida a la gente común y corriente, al pueblo que lucha día a día para superarse y vivir en medio de la violencia y la incertidumbre es un canto de amor a Colombia a través de la prosa de Milcíades Arévalo,impecable, transparente y de una factura de cristal.
Así como cuenta y hace maravilloso ese mundo desaparecido de la entrañable Bogotá a través de su cámara literaria, semejante a la de Lewis Carroll, su maestro y mentor en ninfulofilia, Milcíades Arévalo se ha dedicado a abrir las puertas a los jóvenes escritores en su revista y en la editorial, que poco a poco, gota gota, da a luz libros de poesía, cuento y narrativa. También ha abierto ventanas a las literaturas del mundo a través de traducciones de autores de diversas lenguas y en lo que respecta a Colombia, rendido homenaje a los escritores colombianos alejados del poder, la ambición y la apariencia.
Arévalo ha vivido la mayor parte de su vida adulta en una casa del barrio La Candelaria, ese otro maravilloso sector de la Bogotá Colonial que por fortuna sobrevivió a los embates del progreso. Ahí en esa casa ha fraguado uno a uno los números de su revista literaria y planificado sus incursiones anuales a la Feria del Libro, donde su puesto está abierto a las publicaciones que se hacen con amor por fuera de los grandes grupos comerciales y difunden la otra literatura colombiana viva, inesperada y creativa, lejos de la monotemática del narcotráfico, el sicariato y la violencia. Su casa es la guarida de un mago acompañado de increíbles quimeras y otros animales fabulosos. Milcíades Arévalo es a la vez nuestro Mago Merlín y nuestro flautista de Hamelin.

jueves, 8 de julio de 2010

LA MILLONARIA Y EL FOTÓGRAFO

Por Eduardo García Aguilar
Francia vive desde hace unas semanas una tormenta familiar, económica y política en torno a la millonaria dueña de la famosa marca de cosméticos L’Oreal, la más rica del país, que de repente reveló todos los podridos lazos ocultos existentes entre potentados y funcionarios gubernamentales. A un lado una elegente anciana de 87 años, que brilló en su juventud por su belleza y ser la heredera del negocio más rentable de Francia y el mundo, el de los cosméticos, que a lo largo del siglo XX se convirtieron en una costosa necesidad para las mujeres pobres y ricas del planeta y luego para los hombres, que poco a poco pasaron de su proverbial rudeza a las caricias hedonistas de la metrosexualidad. Y al otro un fotógrafo arribista y un ministro.
La señora Lilianne Bettencourt, hija única del fundador de la empresa, se casó con un turbio político que fue siete veces ministro de los gobiernos de derecha y en los tiempos de auge económico del país reinó en todos los salones y acontecimientos mundanos como reina discreta, elegante, amante del arte, los viajes y la buena vida. Fue a lo largo de siete décadas de mujer adulta una vida perfecta, que gracias a las profundas redes de influencias al interior de los sucesivos gobiernos y a las múltiples donaciones y favores, figuró como la historia impecable y glamurosa de una afortunada mujer.
Pero como en las telenovelas, semanas después de la muerte del viejo marido en medio de la reciente crisis financiera mundial, la hija única de la señora Bettencourt decidió destapar la olla podrida de sus progenitores escondida tras una inmensa montaña de perfumes y cremas para la belleza, islas de sueño, balnearios, jets privados, yates, autos y mansiones de serie americana en la lujosa localidad para millonarios de Neuilly sur Seine, que nada por azar fue gobernada durante décadas y desde muy joven por el actual presidente de la República.
La hija demandó al fotógrafo y escritor multisexual François-Marie Banier, de 63 años, un arribista típico que desde una infancia infeliz marcada por un padre agresivo y una madre indiferente se izó desde muy joven por su belleza de modelo a los lechos de los famosos y millonarios que como Salvador Dalí y Louis Aragon y otras figuras lo adoraban, lo colmaban de regalos y quedaban atrapadas en sus sensuales redes de placer y alegría mundana. Al parecer a lo largo de varias décadas irrumpió en la vida de la pareja de millonarios, seduciendo a un anciano marido declinante y a la millonaria alegre que se resistía con toda razón a vivir encerrada entre los añejos muros de las mansiones de Neuilly sur Seine y se desbocó a compartir con los pebleyos del arte y la fiesta los enviadiables placeres de la sensual Pompeya.
Todo no hubiera sido más que un mal vaudeville, si no fuera porque el fotógrafo empezó a insistir y a recibir regalos de la dama que ascienden a mil millones de euros y comprenden dinero, cuadros y al parecer hasta una isla paradisiaca en las Seycheles. Y además se especula que incluso había logrado que la dama lo declarara heredero universal de una parte de la fortuna. Razón por la cual la hija única sacó los floretes y con ayuda del mejor abogado del país pidió solucionar el problema e impedir que un grupo de vividores se aprovechara de la anciana casi sorda y olvidadiza, capaz de hacer cheques con muchos ceros como si se tratara de servilletas usadas.
En medio de la historia el fiel mayordomo de la anciana pareja decidió grabar tras la muerte de su amo, las conversaciones secretas de quienes rodeaban a la viuda crepuscular y medraban para obtener favores y regalos. Y en esas grabaciones estalló un escándalo aún mayor en medio de la grave crisis económica, cuando el gobierno pide sacrificios interminables al pueblo. Se descubre que la millonaria contrató para manejar su fortuna a la esposa del ministro de presupuesto Eric Woerth, encargado de la fiscalidad y quien se había convertido en la estrella del gobierno como un incorruptible que exigía a todos pagar estrictamente sus impuestos, salvo a la millonaria, poseedora de cuentas ocultas en Suiza y otros paraísos fiscales. El ministro devolvió el favor condecorando con la Legión de Honor al administrador principal de la millonaria y acudió presto a cenar con la magnate sin pensar que podía haber conflicto de intereses.
El caso apenas comienza y lo que era sólo la historia de un fotógrafo arribista se convirtió en uno de los más espetaculares escándalos de Estado que enreda al actual gobierno y deja a la luz pública las relaciones secretas entre poder y dinero. Y es además un golpe a una joya nacional del glamour y el mecenazgo artistico, pues el perfumado cuento de hadas termina manchado por las cámaras de los paparazzis, las grabaciones de los mayordomos y la difusión de la vida secreta de la millonaria y el fotógrafo que llegó a su vida para su diversión y desgracia.