sábado, 21 de agosto de 2010

ADORACIÓN DE CHARLOTTE RAMPLING EN EL TRÓPICO



Por Eduardo García Aguilar
Ver a la actriz Charlotte Rampling es siempre un placer estético e intelectual en el mejor sentido de la palabra, desde aquellas inolvidables películas Portero de noche y los Condenados, que la hicieron famosa en los años 70, cuando inició una carrera caracterizada por filmes de gran factura, con guiones excelentes y temas profundos relacionados con la vida, el sexo y el amor en el mundo moderno, en terrenos del sadomasquismo de post-guerra.
En este verano volver a ver Hacia el sur, la película de Laurent Cantet, filmada en 2005 en República Dominicana y Haití, nos vuelve a mostrar a Charlotte Ramplig, maestra en diálogos feroces que enfrentan la cruel realidad de intereses y precios, como ocurre en la también reciente Swimming Pool y otras obras maestras que ha venido filmando en los últimos años con directores nuevos y complejos.
Su personaje como actriz se acomoda muy bien a lo que ella misma ha sido, una intelectual depresiva que ve con claridad el desastre contemporáneo y que con artes de psicoanalista revela a través de la palabra las más fuertes mentiras y secretos en las que los seres humanos nos empantanamos y con los que terminamos conviviendo hasta la locura.
En sus varios matrimonios y tras episodios depresivos de los que salió por fortuna, Rampling ha vivido en las alturas y en el fondo y ha renacido ya en la fatídica edad de los cincuenta para volver a los escenarios y brillar con papeles perfectos para una mujer que se enfrenta al fin, al desastre corporal, pero que aún busca con cinismo el placer a toda costa e incluso llega a tener relaciones con un gorila.
En Hacia el sur varias mujeres de ese estrato de edad, académicas o divorciadas acomodadas, van con frecuencia a una playa haitiana donde conviven en vacaciones con muchachos negros de cuerpos de ébano que como dioses musculados nadan junto a ellas en la piscina o en el mar o las cabalgan en coitos supertropicales. A cambio de unos billetes, regalos o invitaciones, esos jóvenes se acuestan con esas mujeres, algunas de las cuales descubren allí por primera vez el orgasmo o la felicidad sexual que el frío mundo del norte, en este caso las ciudades canadienses o estadounidenses, les ha negado.
Charlotte, que en la película se llama Ellen es la mayor de ellas, tiene 55 años, y es una profesora en Boston de inteligencia y seguridad desbordantes. Gracias a esa seguridad y al cinismo que la caracterizan, seduce con regalos o dinero a los jóvenes de la playa que viven todos prendados de ellas y les ofrecen sus favores en el paradiasiaco balneario, no lejos de la miserable capital dominada por los Tonton Macoutes, el tráfico, la droga, la violencia de bandas y la enfermedad. Llega Brenda, papel desempeñado muy bien por Karen Young, de 45 años, divorciada, y se desencadena la rivalidad entre ambas mujeres por el escultural Legba, actuado por por Menothy Cesar.
Brenda lo fotografía desnudo en su lecho y en un juego de igual a igual logran entenderse como amantes sin tener pelos en la lengua para decirse lo que cada uno de ellos siente que es el otro. Brenda, la romántica, ha caído en las redes del aprendiz de bandido, lo cubre de regalos y por un momento siente que lo ama y es amada, aunque tal vez ame sólo en él su mirada de amor hacia ella, antes que la violencia llegue y se lleve al pequeño mafioso, baleado por un arreglo de cuentas en una playa mientras copulaba con una chica local.
Una simple tragedia banal en los países del tercer mundo, donde los hijos de la pobreza sólo tienen derecho a caer como moscas en medio de las balaceras, en territorios donde la vida no vale nada y todo es permitido para obtener un miserable puñado de billetes.
En Hacia el Sur está presente la tragedia, pero también la ciudad, las calles de la miseria, los tugurios, el calor atroz entre los detritus y el abuso de las fuerzas policiacas encarnadas en esos Tonton Macoutes, policía del régimen de Papá Doc, que sembró el terror entre los suyos antes de que llegaran otros apocalipsis.
Luego del levantamiento del cadáver de Legba, que Brenda besa en un último gesto de amor o narcisismo, hay un arreglo de cuentas verbal entre las mujeres. Ellen reprocha a Brenda querer jugar al « viscoso » y ridículo amor, cuando son sólo turistas que van a divertirse y a tirar. Pero al final están de acuerdo : Ellen regresará al altivo Boston de las universidades y Brenda seguirá buscando sexo venal y tardío en todas las islas del Caribe que piensa visitar de ahora en adelante una tras otra. Y queda el mar, el sol, el baile, el pasado y la fugaz presencia de esos cuerpos que sólo son carne para turistas y refugio de las balas asesinas de las mafias.

sábado, 14 de agosto de 2010

RESURRECCIÓN DE VOLTAIRE


Por Eduardo García Aguilar

Si Voltaire se despertara hoy, más de dos siglos después de su muerte en París a los 84 años de edad, en 1778, se sentiría profundamente impactado por el renacimiento en el mundo entero de los fanatismos religiosos, políticos e ideológicos. Al escribir el corto ensayo biográfico Voltaire, el festín de la inteligencia para la colección de personajes editada por la editorial colombiana Panamericana, rendía homenaje a ese viejo esquelético, mueco y socarrón que muchos consideraban un espantajo impresentable en el helado museo de las estatuas abandonadas. Aunque la bibliografía sobre su obra es tan abundante como los granos de arena de un desierto africano, su figura sigue confinada a las aburridas obligaciones escolares y por eso muchos franceses se extrañan de que un latinoamericano del siglo XXI se interese en seguir los pasos del autor de Cándido (1759) y el Tratado sobre la tolerancia (1763) y lo encuentre actual.
En todo el mundo los hombres son dominados por ideologías y creencias beligerantes que los llevan a morir por causas oscuras, a suicidarse en aras de una deidad, a torturar por ideas, a matar o mandar matar por intolerancia. En las calles de las capitales europeas la mujeres islamistas vuelven a cubrirse de pies a cabeza como hace mil años y en otras partes del mundo todo tipo de gurús, profetas, iluminados, mesías, incitan a la guerra, la destrucción, la inmolación y el crimen, con la esperanza de dominar el mundo y obligar a los hombres a seguirlos bajo el sonido amenazador de las ametralladoras. El horror de los conflictos regionales, la mortandad incesante en las guerras puntuales, la trivilización del secuestro, la celebraciones armadas de los triunfos electorales, las amenazas nucleares de regímenes tan delirantes como el norcoreano y el iraní, la agresividad estadounidense, nos muestran que el mundo anda muy mal, como en las peores eras locas de Nerón o de Atila.
Por eso, mientras me sumía en la lectura de algunas de las obras de Voltaire, de textos sobre su larga vida de exiliado incómodo y muestras de su correspondencia, no sólo me maravillaba la luz de la prosa llena de humor e ironía, sino también la energía de su lucha contra la intolerancia y las « supersticiones » en la Europa del Siglo de las Luces. Sin duda hoy los fanáticos lo amenzarían con una fatwa y sus enemigos lo mandarían a matar con sicarios. Parado frente al pequeño pero famosísimo sillón Voltaire de color verde jaspeado, donde trabajó los últimos meses de su vida, que está expuesto en el Museo Carnavalet, trataba de imaginarlo acosado por la tos, con su bonete, mientras llenaba hojas y hojas con la hiperactividad característica de su genio.
Lo habían dejado regresar a la capital después de décadas de exilio, para que asistiera a la presentación de una de sus obras dramáticas y a un homenaje que le hacían sus admiradores en el Comedia Francesa. Vino enfermo desde Ferney, que era la residencia y la ciudadela donde vivía junto a las tierras protestantes suizas, a resguardo de posibles detenciones. Allí recibía a la romería de discípulos y curiosos que venían de toda Europa, y que como el libertino Giacomo Casanova, relataron con detalle el ingenio admirable del viejo, sus rápidas respuestas de cascarrabias que siempre tenía razón y la agitación incesante de su vida dedicada a escribir, pensar y rabiar.
Fue el primer gran periodista de la era moderna, al escribir sin descanso todo tipo de obras de historia, libros de vulgarización científica y narraciones con « mensaje » que se vendían como pan caliente en ediciones clandestinas, por lo que contribuyó a abrir los espíritus y a mostrar que era posible enfrentarse a la intolerancia del Antiguo Régimen.
Pensó que iba pasar a la historia como gran autor de tragedias y gran poeta, pero aunque escribió miles de versos y decenas de piezas que fueron presentadas en todas las capitales, éstas obras fueron olvidadas y se le recuerda más por sus panfletos y narraciones, que él consideraba sólo divertimentos para entretener a los amigos en las veladas palaciegas.
Su obra abarca decenas y decenas de volúmenes, pero basta leer sus divertidas ficciones como Cándido o El ingenuo para reirnos con él de la estupidez bélica de la humanidad actual y entender que en vez de avanzar retrocedemos a los peores tiempos de la barbarie y que incluso estamos a punto de superarlos. Un día de éstos terminaremos todos en « átomos volando » como dice el himno, mientras Voltaire, con su larga peluca empolvada, se carcajeará de nosotros los herederos de un futuro radiante sin luces ni risa.

domingo, 1 de agosto de 2010

MI OBSCENO PARIS LITERARIO

Por Eduardo García Aguilar
Trabajo en la Plaza de la Bolsa, a pocos metros de donde vivió Simón Bolívar en dos ocasiones en 1804 y 1806, en tiempos de Napoleón. Por ahí, a dos cuadras, Stendhal escribió Rojo y Negro y sufrió un desmayo que lo dejó tirado en la calle. Esa era la zona financiera y el sector de la poderosa prensa coludida con la plutocracia descrita por Balzac, Zola y Maupassant.
A dos cuadras mataron al socialista Jean Jaurès y al lado publicó Emile Zola su famoso Yo acuso en protesta por la condena al militar judío Dreyfus en el diario La Aurora. Uno puede caminar ahora por los mismos lugares por los que ellos paseaban y la diferencia es poca. Por esta zona, orilla derecha del Sena, están los famosos pasajes del siglo XIX, sobre los que escribió el autor judío-alemán Walter Benjamin. Los grandes multicentros de tiendas y cafés lujosos de la época eran pasajes que cruzaban de una calle a otra y en el interior había cafés, almacenes, sitios de encuentro, cortesanas, y eso está detallado en la obra de todos los escritores del XIX.
Es delicioso caminar por París y poder leer esas obras y encontrar que las mismas calles están como si no hubiera pasado el tiempo. Encontrarse con la placa de Molière, que vivió y murió aquí cerca, o con las dedicadas a César Vallejo y al gran viajero Bougainville es lo más natural del mundo. Es una ciudad literaria y lo literario es aquí hivernal. En París la obra literaria de todos los autores ha estado marcada por el invierno, el hielo, la tuberculosis, la mugre de Los Miserables de Victor Hugo o Jules Vallès. Gérard de Nerval , el autor de “Aurelia” y otros decadentes como Maupassant fueron prácticamente aniquilados por el invierno, el frío y la tuberculosis, la sífilis y la depresión neurasténica reinante a fines del siglo XIX y comienzos del XX. En las habitaciones y oficinas la calefacción era precaria en ese entonces, mientras hoy se vive en casas con clima equilibrado y en los cafés se instalan aparatos que posibilitan estar afuera, sentado, tomando vino o cerveza sin tener frío, pero los autores del XIX y otras épocas sí sufrían de una forma terrible el invierno y de ello morían.
Me agrada andar por las calles de Saint Germain-des-Prés, epicentro de la vida literaria donde estuvieron presentes Joyce, Beckett, Camus, Hemingway, Sartre, Simone de Beauvoir y Roland Barthes y sobre todo los escritores latinoamericanos. En los años 20 y 30 París era el centro de la literatura latinoamericana, con autores tan importantes como los peruanos César Vallejo y los hermanos García Calderón, el guatemalteco Miguel Angel Asturias y el mexicano Alfonso Reyes. Hay placas que ellos colocaban con ceremonias para celebrar a los latinoamericanos que los antecedieron como el gran nicaraguense Rubén Dario, el colombiano Vargas Vila y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, que vivieron en París en la transición del siglo XIX al XX, en tiempos del viejo Paul Verlaine.
París hoy es mucho más cosmopolita que antes. Hay barrios paquistaníes, indios, chinos, rusos, árabes, africanos, judíos, de modo que también me encanta caminar por el mundo popular que nos transporta hacia el Extremo Oriente, Oriente Medio, Africa y la Europa Oriental como si uno hubiera tomado un avión hacia esos lugares. Hacia el norte de la ciudad, cerca de las estaciones ferroviarias del Norte y del Este, por Belleville o Montmartre, donde viven árabes, tailandeses, sirlankeses, japoneses, judíos, africanos, la ciudad es una urbe semiproletaria donde se hablan todas las lenguas y se lucen las más extrañas prendas, lo que contrasta con los barrios de la perfumada burguesía mundial, situados por Madeleine, Place Vendôme, Trocadero, Passy, Monceau, Saint-Cloud, Boulogne y otros sectores.
Hay cuatro épocas fundamentales de la literatura latinoamericana parisina. Primero el modernismo con Ruben Darío, Gómez Carrillo, José María Vargas Vila y otros latinoamericanos que vivieron intesamente cuando estaban vivos Verlaine y Mallarmé. Luego viene la generación de entreguerras en los años 20 y 30, cuando todos los escritores latinoamericanos venían a estudiar como el joven Asturias o a hacer diplomacia como Alfonso Reyes. Más tarde viene el “boom” latinoamericano en el que estuvieron presentes García Márquez, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Severo Sarduy, Julio Ramón Ribeyro, Alfredo Bryce Echenique, Mario Vargas Llosa, y como diplomáticos y vedettes activas Octavio Paz y Carlos Fuentes. Y en la actualidad vive una vasta generación de autores latinoamericanos de todas las nacionalidades, pero principalmente peruanos, como los hermanos Rosas Ribeyro, Mario Wong, Edgar Montiel, Alejandro Calderón, Jorge Nájar y los argentinos Luisa Futoransky y Arnaldo Calveyra.
Los escritores latinoamericanos malditos no vivieron tan mal como dice la leyenda. César Vallejo no vivió tan triste y pobre como se cuenta bajo el frío y la lluvia de París "con aguacero". Su tumba está en el cementerio de Montparnasse, rumbo de fiesta en tiempos de entreguerras. Todos vivieron momentos muy felices porque había vino y fiesta y eso en todos los casos, desde la generación de Ruben Darío, a la de Asturias, y a la de García Márquez, que se queja de su etapa parisina, pero se la pasaba de rumba tocando y cantando en los bares de Odeon al lado del artista venezolano Soto.
Los que vivimos ahora en esta primera década del siglo XXI somos los escritores mas felices de todas las generaciones, a salvo de la tuberculosis y la sífilis y la soledad. Vivimos en una jaula de oro y con la alegría de que la literatura latinoamericana ha pasado de moda. Ya no somos los exitosos personajes folclóricos de antes, sino que entramos a la era cosmopolita donde cada esquina del mundo es el mundo mismo y Paris un obsceno lugar literario cargado de fantasmas del pasado que chillan desde sus frías mazmorras de gloria.