sábado, 13 de febrero de 2010

VIDA IMAGINARIA DEL PRECOZ HUMBERTO OYODA


Por Eduardo García Aguilar

Pronto se cumplirán 40 años de la muerte a los 18 años de una fulminante enfermedad en Manizales, la misma ciudad donde nació, del precoz escritor Humberto Oyoda (1953-1971). Lo conocí en el Instituto Manizales cuando todavía no se había cambiado de nombre e intercambiábamos poemas en las clases de matemáticas o en las sesiones de la Tertulia Literaria José Asunción Silva, al lado de inquietos estudiantes, muchos de los cuales ejercieron después como abogados o maestros. Antes de que adoptara el seudónimo de Humberto Oyoda, era para nosotros simplemente Eladio Ramírez Vega.
Oyoda era un muchacho alto, delgado, con una mirada ágil y noble y una elocuencia admirable para su edad, que causaba admiración entre condiscípulos y maestros y entre las muchachas. Tenía manos ágiles con dedos largos, esqueléticos, que manejaba con particular elegancia, haciendo a veces la pose de intelectual insoportable para molestar a sus contertulios, mientras una mecha de pelo rebelde caía sobre su frente.
A los 17 años había leído gran cantidad de clásicos y era un verdadero placer escucharlo disertar sobre la locura de Nietzsche, la angustia en Kierkegaard, la poesía de Walt Whitman o las obras de Franz Kafka o Knut Hamsum, entre otros temas. Oyoda era asiduo lector en la biblioteca del Colombo-Americano que manejaba una rubiecita de la que todos estábamos enamorados y gracias a la cual muchos se inclinaron hacia la literatura. Allí descubrió los grandes clásicos recientes latinoamericanos como Rayuela de Julio Cortázar, Paradiso de José Lezama Lima, Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante y algunas obras de Jorge Luis Borges, que devoró de inmediato.
Por esas fechas escribió textos inspirados en la lectura de La ciudad y los perros y La Casa Verde de Mario Vargas Llosa. Cien años de soledad de García Márquez lo leyó antes de las conflictivas elecciones del 19 de abril de 1970. Esa lectura fue muy importante para él y su primer artículo fue una reseña de ese libro para el periódico del colegio, Faro. Además de Cortázar, Oyoda admiraba la corta obra de Juan Rulfo a quien le bastó sólo dos pequeños volúmenes, Pedro Páramo y El llano en llamas para ocupar un enorme lugar en la historia de la literatura latinoamericana.
Vestía siempre amplias camisas blancas y pantalones ceñidos de rayas azules, verdes y naranja con punta de campana, y cuando hacia frío llevaba un saco cruzado de paño café a rayas fabricado en la Sastrería Aldaz de la carrera 23, regentada por un viejo comunista que compartía la pasión de los libros con don Pablo Pachón, el dueño de la librería Mi Libro, situada en la misma cuadra y a donde todos los adolescentes de la época nos nutríamos de libros de ocasión a preciós módicos.
Debido a que sus familiares eran de los pocos comunistas en una ciudad tan católica y conservadora como Manizales, Oyoda creció en un ambiente de cofradía secreta masónica y en su modesta casa, en unos bajos situados en Hoyofrío, detrás del Club Manizales, se reunían a tomar chocolate en las frías tardes escritores de izquierda como José Naranjo e Iván Cocherín, que el imberbe Oyoda admiró desde el principio y de quienes recibió los primeros consejos literarios, como la lectura de Tolstoi, Dostoievsky, Gogol y Turgueniev. En esa vieja casa de bahareque que daba a un amplio patio muy florecido, su madre Rosa solía leer poesía en voz alta en recuerdo de la amistad que trenzó alguna vez con Pablo Neruda durante su estadía en Chile, en los años 50.
Allí en esa casa, además de hablar de literatura, se imprimían en mimeógrafo octavillas subversivas del Frente Unido, que circulaban secretamente por la ciudad incitando a rebelarse contra los gobiernos del Frente Nacional y las olas represivas contra sindicalistas, además de apoyar la impugnación de las elecciones ganadas fraudulentamente por Misael Pastrana Borrero en 1970 al general Rojas Pinilla y sus partidarios de la ANAPO, por medio de una trampa urdida según ellos por el ministro del Interior el « trigrillo » Noriega y su jefe el energúmeno presidente Carlos Lleras Restrepo.
No era extraña pues la precocidad de Humberto Oyoda, quien a los 16 años ya era ducho en manejar el mimeógrafo y teclear en viejas máquinas Underwood largas páginas de sus escritos o de textos que sus tíos le pedían picar en las hojas para reprografía. Y mucho más ducho era aún en manipular los viejos volúmenes que había en la biblioteca de la casa, o en las de los amigos de sus padres, sastres, trabajadores en imprentas, ex telegrafistas o líderes sindicales, como sus progenitores, que aparecieron muertos en un baldío por el lado de la quebrada de Olivares con el tiro de gracia, cortando de repente esa felicidad en la que transcurría su adolescencia.
Oyoda pudo continuar su rumbo, aunque su salud se debilitó y se lo llevó una extraña neumonía en la misma casa de Hoyofrío donde estaba la cuidado de sus tías. Antes de morir solía escaparse de su medio e ir a una taberna donde tocaba el grupo de rock encabezado por el poeta Wadys Echeverry. Por ese tiempo conoció y compartió lecturas y andanzas con otro malogrado y precoz poeta manizaleño, Rodrigo Acevedo González. A veces me confesó que no veía contradicción alguna en ser fiel a la memoria de su padres « mamertos » como se le decía y se le dice todavía en Colombia a la gente de izquierda, y a la vez admirar y gozar de las nuevas tendencias del rock surgidas tras la irrupción de Rolling Stones, con « Satisfaction » o « Brown Sugar », o « In a gadda da vida » de Iron Butterfly, que escucha al escondido de sus tías marxistas que temían se estuviera volviendo un « alienado pequeñoburgués».
De su corta vida amorosa supe algo por algunas cosas que me contó, como de una novia que tuvo muy temprano, a los 11 años, alumna del colegio Antonia Santos, después con otra chica, que participaba con nosotros en la tertulia y estaba muy enamorada de él pero sufría porque tenía un poco de acné y otra que tuvo en Ibagué, según me dijo, ciudad a donde iba en bus a visitar a un tío ex guerrillero de las huestes de Guadalupe Salcedo. Tuvo, pues, la felicidad amar y ser amado antes de morir a la tiernísima edad de 18 años y dejó además una corta obra poética llena de ironía y prosas misteriosas que hoy nos asombran a sus lectores secretos.