sábado, 29 de octubre de 2011

CONFORTABLES Y LUJURIOSAS RUINAS DE POMPEYA

Por Eduardo García Aguilar
En el Museo Maillol, fundado por Diana Vierny, modelo, galerista, heredera y amada de varios de los artistas plásticos más importantes del siglo XX, como Aristide Maillol y Henri Matisse, se reproduce con todos los objetos posibles traídos desde varios museos italianos una casa emblemática de Pompeya, ciudad sepultada por la ceniza volcánica del Vesubio hace 2000 años, en el año 79 de esta era, y que gracias a ello quedó casi intacta para asombro de los habitantes del futuro.
En la exposición "Pompeya: un arte de vivir", nos impresiona que sus habitantes gozaran de todas las tecnologías para el bienestar e higiene y tenían acueducto y tuberías que llegaban a cada una de las residencias incluso hasta el baño, la ducha o la cocina, así como sistemas de calefacción instalados en los sótanos para garantizar una temperatura adecuada durante los inviernos o los tiempos aciagos.
Bien ordenada, con plazas, templos, mercados, cafeterías, prostíbulos, escuelas, comercios, edificios burocráticos, Pompeya nos indica el alto grado de civilización al que llegó el pueblo romano y que en muchos aspectos a lo largo de milenos posteriores se vio reducido paulatinamente en la europa medieval y dieciochesca, afectada por guerras, enfermedades y miserias.
Las casas estaban perfectamente estructuradas con sus patios interiores abiertos para recoger el agua de las lluvias, amplios y frescos corredores y habitaciones para todos los miembros de la familia e invitados. La ciudad también tenía toda una red de comercios y lugares de diversión y en las paredes de esas residencias y negocios solían colocar amplios paisajes y, si el habitante era libertino, escenas fértiles de sexo, desnudez y priapismo, que aún hoy harían sonrojar a amplios sectores pacatos de la sociedad. De allí que se descubrieron muchos falos tanto dibujados como esculpidos o usados como amuletos y joyas, expuestos ahora en una sala especial, que es una de las más exitosas.
Pompeya era una ciudad de unos 20.000 habitantes, centro comercial al estar junto a un río y no lejos del mar, y por lo tanto en la medida que se desenterró de las cenizas hace dos siglos salieron a la luz millones de objetos que van desde monedas a candelabros, mesas de metal o mármol, bañeras, lámparas, vasijas, escaparates, cajas fuertes, y diversas esculturas, joyas y enseres domésticos como vajillas de una perfección que asombra y muestra el alto nivel de sus artesanos y el confort reinante.
La exposición del Museo Maillol ha traído todo eso a París para darnos una idea de lo que podía ser la vida en tiempos del Imperio Romano. Como era una ciudad de provincia, se daban allí muchas más libertades y los espacios eran más amplios y prósperos, si se les compara con otras capitales del Imperio que desaparecieron poco a poco a través de los milenios de sucesivos palimpsestos urbanísticos, por lo que hay pocos vestigios completos de su realidad doméstica.
Pompeya es un caso único, pues los frescos de las paredes quedaron intactos y podemos observarlos con detenimiento como si acabásemos de entrar de visita a una de esas residencias a cenar o libar. Y para dar un toque dramático se exponen varias de las figuras humanas o animales que pudieron ser recreadas al inyectar yeso en el vacío dejado por los cuerpos calcinados y esfumados. La ceniza y el barro ardientes cubrían los cuerpos antes de que estos se desaparecieran dejando su molde. Así se exponen dos bellos cuerpos jóvenes unidos en la agonía o un perro captado en el rictus de su muerte atroz.
Por el éxito de la exposición hay una gran cola para acceder a esas estancias reconstruidas de la vieja Pompeya y adentro se agolpan muchos adolescentes y niños llevados por sus familias para que capten el inovidable recuerdo que llevarán por vida, con una lección filosófica. De que la vida es frágil y todos somos absolutamente perecederos y que sólo una sepultura como la de Pompeya, entre cenizas ardientes, a seis metros de profundidad, pudo dejarnos testimonios de vidas que los arqueólogos exhuman y estudian para el futuro desde los siglos XVIII y XIX, pero que de no ser así hubieran desaparecido para siempre y serían ignoradas como lo seremos nosotros.
Si esa era sólo una ciudad de provincia, bien puede uno imaginar como sería el esplendor de Roma y otras urbes del gran imperio que se extendió desde el Estrecho de Gibraltar hasta más allá de la actual Turquia y su emblemática Bizancio.
Todos los asistentes quedan maravillados por la impresión de cercanía que nos dejan esos hombres de hace dos milenios a través de los grafittis. Incluso podemos ver la "caja registradora" de un negocio pompeyano con las ganancias del día o una taberna lista para los convivios. Los muebles de mármol y metal, los retratos de la gente, las cajas fuertes adornadas, las llaves de los portalones, las vajillas completas puestas sobre una mesa, las lámparas, las ánforas para aceite y vino, nos parecen tan reales que creemos estar a punto de pasar a mesa a una cena inolvidable al lado de Plinio el Viejo, Propercio, el "chef" de cocina Apicius y Ovidio.
Esa fue la Pompeya inmortal destruida en un abrir y cerrar de ojos por la explosión piroclástica del temido volcán Vesubio, que ha generado las más diversas especulaciones posibles desde aquellos tiempos llenos de sabios, poderosos, viajeros, filósofos, comerciantes y artistas que en mucho se nos parecen porque están hechos de la misma materia que la nuestra.



martes, 25 de octubre de 2011

RÉQUIEM POR LOS LIBROS


                                   

                                                                                                                      Por Eduardo García Aguilar

Cuando uno entra a la casa de un viejo e inveterado amigo intelectual amante de los libros y observa todas las paredes repletas de volúmenes en medio de un olor a incunables, mientras los espacios vitales se reducen a lo mínimo, sentimos de repente que la era de Gutemberg y los libros ha terminado para siempre.
     El raro espécimen humanista libresco es ya una reliquia del pasado que agoniza lentamente en este siglo XXI lleno de imágenes y sonidos, donde gracias a la digitalización todos los libros de las bibliotecas del mundo pueden estar en la memoria de un ordenador al alcance de la mano.
    Basta interrogar a los motores de búsqueda para que el inaccesible incunable que está al otro lado del planeta aparezca en pantalla para goce del investigador o el lector enfermizo que aúlla en busca de sus autores queridos. Podrá consultarlo y si es del caso imprimirlo o pasarlo a un lector portátil junto a otros miles de libros de su gusto. ¿Entonces para qué esas enormes bibliotecas que estorban a los otros, siempre amenazadas por las polillas o el desastre de una inundación o la irrupción de la humedad y los hongos?
     Ya se avizoraba ese destino final de las bibliotecas personales cuando al visitar las librerías de viejo de las grandes ciudades observaba como iban llegando allí las bibliotecas de los viejos humanistas hijos del modernismo de Rubén Darío, feriados a precios irrisorios por sus descendientes calaveras, ávidos a su muerte de expulsar de casa los libros del difunto.
    Porque las bibliotecas, las librerías y los libros se han vuelto un estorbo para las amplias mayorías adoradoras del fútbol omnisciente y omnipresente, razón por la cual una tras otra cierran las editoriales y quiebran las viejas liberías independientes, animadas por ilusos amantes de eso que en otros tiempos daba brillo y se llamaba cultura.
     Un día vi llorar en un aeropuerto a un gran librero que conocí en mi adolescencia y cuya librería frente al Teatro Cumanday era un paraíso para quienes amábamos las letras sin saber que pertenecíamos a una especie en vías de extinción.
    El hombre me reconoció y en ese espacio corto que propician los aeropuertos me dio a entender el dolor de saber que su librería terminaba para siempre porque ninguno de sus descendientes estaba interesado en continuarla. Y entonces supe que aunque nos separaban tres décadas, pertenecíamos a la misma estirpe y quise también llorar con él, a sabiendas que ya nada podía hacer por su soledad y su mundo desaparecido.
     A lo largo de la primera década del siglo XX el libro reinó en todo el mundo como un signo de engrandecimiento de la personalidad y fueron muchos los humanistas, autodidactas o no, que separaban en sus viviendas un espacio para su biblioteca personal, donde siempre había un busto de Cervantes, Shakespeare o Dante, o una escultura de El Quijote con su adarga altiva, acompañado del terrenal Sancho.
    Todas las familias del mundo contaron con uno de esos personajes que eran respetados como representantes del letrado, el escribano, el sabio, el Confucio de la casa, cuya pasión por los libros y el pasado era garantía de conservación de la especie en su mejor producto milenario, el humanista adorador de palabras e ideas.
     Las ciudades y los países los preservaban y les daban su lugar, como fue el caso de Paul Valery, Jorge Luis Borges o Alfonso Reyes. Incluso los economistas de ese tiempo eran letrados, como fue el caso del ahora resucitado John Manyard Keynes
     Las élites políticas de algunos países estaban entonces compuestas aún por esos personajes que solían ser elocuentes y se inspiraban en los clásicos para gobernar países ingobernables, por lo que a veces sólo fueron testigos líricos del desastre, como Marco Fidel Suárez o Belisario Betancur en Colombia. Eran versiones de ese emperador Adriano, cuyas memorias ficticias escribió dos milenios después la extraordinaria Marguerite Yourcenar o de esos príncipes ilustrados que actuaban de mecenas y protegían las artes y las letras.
     Así como en la antigüedad el hombre ilustrado se reconocía porque siempre llevaba un pergamino en la mano, el extinto humanista del siglo XX se fotografiaba junto a las estanterías de su biblioteca y la foto que más amaba era aquella en la que se le veía hojeando un libro.
    Los hijos de Leonardo da Vinci y Erasmo, los herederos de de Montaigne y Voltaire, construyeron todos su pequeña torre de babel llena de libros, y nosotros, los últimos de la estirpe sin cola de cerdo, ilusos también, cargamos o abandonamos bibliotecas con las que soñamos de manera recurrente.
     En una ciudad como París los libros se ferian en las librerías de ocasión a precios irrisorios o se botan a la basura y no es difícl encontrar en el suelo algún incunable o algún bello libro del editor Franco Maria Ricci, que hace un lustro costaba 200 euros, subastado a dos euros para los últimos amantes de bellas ediciones de lujo. E incluso así no hallará compradores.
    El día de mi cumpleaños llegué a casa con una batería de esos libros bellos y pesados, aun envueltos en papel celofán, intactos, publicados por el mejor y más exquisito editor contemporáneo. Y aquí los tengo al lado, los hojeo, palpo al variedad de sus papeles de lujo o me asombro por la perfección de sus reproducciones y los tipos de letra. Y de repente comprendo que una era ha terminado y que el sueño de ser gran editor y crear libros para bibliófilos es algo tan antiguo como la búsqueda de la gloria, las pirámides de Egipto o la Biblioteca de Alejandría.  


domingo, 16 de octubre de 2011

MACEDONIA EN TIEMPOS DE ALEJANDRO MAGNO

Por Eduardo García Aguilar
El Louvre acaba de inaugurar una grandiosa exposición sobre la antigua Macedonia en tiempos de Alejandro Magno, en la cual, gracias a los recientes descubrimientos arqueológicos, logramos palpar casi con las manos objetos e instrumentos tocados por el mito y los hombres comunes y reales que lo rodeaban en esa región del norte de Grecia, relegada a veces por arqueólogos e historiadores.
Centrados más que todo en Grecia y Esparta y sus múltiples ruinas, y en todo lo que gira alrededor de Atenas o Creta, o las partes arqueológicas de las islas y de lo que hoy es la costa turca troyana, los arqueólogos habían descuidado la región del gran Alejandro (356-323 antes de nuestra era) y su padre Filipo II, desde donde el héroe inició muy joven la gesta de conquistar el mundo conocido, desde el estrecho de Gibraltar hasta la India.
Aunque a lo largo del siglo XIX se recuperaron importantes rastros de esa civilización que fueron traídos al museo por militares franceses en misión o de paso por esas tierras, en 1977 se descubrieron las tumbas de Filipo II y de otros notables de la época, desatando en las últimas décadas la proliferación de excavaciones que dieron a luz miles y miles de objetos de la vida cotidiana, ilustrativos del amplio grado de desarrollo y refinamiento de ese pueblo y lo que es mejor, que bajaron a esos hombres desde las esferas de lo mítico a la verdad terrenal histórica, lejos de la biografía de Plutarco.
Sobresalen por su esplendor esas guirnaldas de hojas de mirto o roble en oro puro con las que se coronaba a guerreros o personalidades civiles, halladas intactas en sus sepulturas, así como espadas, cascos, corazas, escudos, vasijas, objetos de adorno e incluso cajas de metal cilíndricas para uso de los escribas, con sus espacios para la tinta y los elementos escriturales, prefiguraciones de la máquina de escribir o la computadora moderna.
Sabemos por la leyenda que la educación de Alejandro Magno fue encargada a Aristóteles, por lo que uno imagina al sabio en su vida cotidiana y a esos hombres que iban de una localidad a otra expresándose y discutiendo en los lugares públicos. Los mosaicos y frescos nos muestran los tradicionales banquetes donde se hablaba, se filosofaba, se amaba y se bebía vino a cántaros. Por el armamento expuesto, como esas letales lanzas de cinco metros con las que se vencía a cualquier enemigo, accedemos también al campo de batalla. Soberbias representaciones de un realismo y refinamiento extraordinarios en mármol nos llevan al imaginario de aquel pueblo, como las recurrentes batallas de amazonas semidesnudas con soldados griegos o las representaciones de diversa índole de escenas de caza, guerra o ceremonias religiosas y bélicas.
Todo lo existente en el Louvre desde comienzos del siglo XIX ha sido reunido para esta ocasión al lado de centenares de nuevas piezas descubiertas hace pocos años de manera ordenada y monumental a veces, por lo que al salir de la exposición se tiene la sensación de haber estado cerca del mito, de haber recorrido a su lado el mundo de su tiempo y experimentado la vida cotidiana de los macedonios en su capital Pellas y en otros pueblos situados cerca del Monte Olimpo.
En lo que a mi respecta la figura de Alejandro Magno se hallaba siempre en esa esfera irreal y mítica que nos comunicaban los libros de historia antigua, los relatos escolares o las películas de Hollywood que nos hablan de quien llegó hasta los confines de la India por un lado y al norte de Africa, dejando como rastro la maravillosa Alejandría con su Faro y su biblioteca, hoy reconstruida.
Pero pese a todos esos relatos o filmes, bustos y representaciones pictóricas clásicas y románticas, el personaje no dejaba de ser ficción y residir en esa nube inalcanzable para nosotros los contemporáneos e increíble a la vez por los niveles de cercanía cultural, como si nuestro mundo, más de dos milenios después, siguiera desandando los mismos pasos de conquistas y mitificaciones con sus héroes bélicos y deidades de la farándula olímpica y artística en medio de un reguero de sangre, impunidad y horror.
Pero al palpar esas ánforas para agua o vino, ilustradas con escenas de gran fuerza pornográfica, percibir vasos exquisitos de perfumería y joyas como diademas, pulseras y aretes que lucían aquellas mujeres confinadas al hogar, y todos esos objetos masculinos como las rodilleras para la guerra o corazas y cascos magníficos, sabemos por fin que todo fue real, tan real como las lápidas donde los deudos hablan de sus muertos o los portalones de mármol que imitan las puertas de madera asidas con clavos de bronce o aldabas leoninas que vemos ahí hasta el punto de creer oír su crujido al ser abiertos en los cementerios.
Su gesta lo llevó desde 334 a 330 antes de nuestra era, en escasos diez años por Asia Menor, Siria, Fenicia, Egipto y Mesopotamia, Persia, Asia Central, Afganistán y los límites de la India, donde fundó decenas de ciudades que llevaban su nombre y dejó para siempre, incluso después de la implosión póstuma de su reino, su figura inolvidable, terrible y luminosa, como el testimonio de una gesta excepcional inspirada por las obras de Homero que leyó bajo la impronta pedagógica de su maestro Aristóteles. Millones de monedas y miles de bustos lo hacen para muchos obsesos casi un contemporáneo, un familiar, una deidad personal como Napoleón o Bolívar.
La gran Macedonia fue real y exquisita, el mito palpable y accesible, el largo viaje sin fin de la guerra un hecho indudable, por lo que estar durante dos horas junto a esos restos y rastros reunidos nos golpea despertándonos a nuestra insignificancia y finitud. Los contemporáneos soberbios con su mediocridad y codicia, su banalidad y venalidad sin límites, su ignorancia y vulgaridad lamentables, deberían hacer este viaje a los confines del mito para recuperar un poco de humildad en tiempos de espejos infinitos de frivolidad. Ahora que se hunde Grecia en una comedia de estafas financieras y la región que dominó Alejandro lidia con crisis y guerras, asomarnos a ese tiempo es como asomarnos a un abismo grotesco.

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Exposición "En el reino de Alejandro Magno - La antigua Macedonia". Museo del Louvre. Del 13 de octubre al 16 de enerode 2012








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domingo, 9 de octubre de 2011

EL ENDIOSAMIENTO EXAGERADO DE STEVE JOBS

Por Eduardo García Aguilar
La prensa mundial dio una cobertura exagerada a la muerte del inventor y empresario Steve Jobs, con un despliegue que llega a los nivles de la muerte del Papa o el presidente de Estados Unidos. En primera plana y a ocho columnas, con suplementos especiales y miles de artículos con diferentes ángulos, los medios del planeta se desataron en una hagiografía sin límites del creador de las computadoras Machintosh, los estudios Pixar, el Imac, el Ipod, el Iphone y el Ipad, como si hubiese sido el creador, el transformador del mundo, una especie de nuevo mesías ante quien todos deberíamos inclinarnos y rezar.
En las grandes avenidas de las capitales del mundo, delirantes fanáticos ahítos de soledad no sólo pusieron flores en honor del muerto, sino que pasaron a hacer compras de productos Apple y luego a llorar la muerte de su ídolo, por el cual hacían colas de días enteros e incluso dormían a la intemperie en espera de adquirir sus nuevos productos.
Yo, que he sido Mac toda la vida y he seguido la aventura de las PC de Microsoft de Bill Gates y las Mac de Steve Jobs desde que viví en San Francisco en 1980, que he cargado y poseído casi todos los modelos y conservo como joya sentimental mi Imac azul, al lado de una Underwood 1910, pienso que es exagerado endiosar al difunto creador, que sucumbió a los 56 años a causa del cáncer del páncreas y nos mostró en directo su ineluctable fin mientras hacía la promoción del nuevo objeto necesario.
Todos los grandes diarios financieros y de noticias generales desplegaron con lujo de detalles la extensa trayectoria de este hijo de sirio, adoptado por una familia norteamericana, quien al igual que Bill Gates y Mark Zukcemberg, el creador de Facebbok, se volvieron empresarios y millonarios a los 20 años trabajando en los garajes de las modestas casas familiares.
Pero lo que poco se dice era que Steve Jobs era un empresario tirano que humillaba a sus trabajadores y los despedía según sus estados de humor, sin tener en cuenta sus derechos, « deslocalizaba » a China sus fábricas de partes para aumentar sus ganancias sin importarle que allí el capitalismo de los comunistas militarice el trabajo y pague sueldos miserables, o declaraba la residencia legal de sus empresas en el paraíso fiscal de Luxemburgo para evadir impuestos y ganarle así a sus competidores honrados.
Leyendo muchos de esos retratos en Financial Times, The New York Times o en el diario económico francés Les Echos, se descubre que tras el inventor también estaba presente la fiera de los negocios, el ejemplo claro de los vicios más duros de un sistema empresarial y financiero que basa todo su éxito en el consumo desmesurado de cosas que pueden ser útiles para la ciencia, la universidad, las comunicaciones o la policía, pero que al generalizarse como una necesidad angustiosa a todas las capas de la población, sólo ayudan al gigantesco vampiro de las ganancias.
Como llevó a Apple a los niveles más altos de las inversiones este año en Wall Street, superando a Exxon Mobil, Petrochina, Microsoft, IBM y BHP Billiton, la prensa mundial lo ha santificado y nos lo quiere vender como el ejemplo a seguir, casi como si se tratara de Buda, Cristo, Alá o Zaratustra.
Nada nos dicen de esos miles de ingenieros y diseñadores que trabajaban para él en Cupertino, la sede de su imperio, y que después de hacer los inventos y llevarlos a la práctica él expulsaba como un pequeño tiranuelo, ni de los obreros chinos que hacían las partes y ensamblaban los objetos para el consumo generalizado, ni la angustia de esas esas familias de todo el mundo que dejan de comer para satisfacer los requerimientos de sus hijos y luego pagar las cuotas mensuales a las empresas telefónicas que han engordado como cerdos galácticos, encabezadas por el millonario mexicano Slim.
Steve Jobs no es el único creador de este becerro de oro informático. Es ahora el más celebrado porque murió, pero ya llegará el momento de adorar a Bill Gates o a los magnates de la telefonía que cobran día a día el diezmo mundial a los esclavos de la información inmediata, colgados de su teléfonos y sus ordenadores, intercambiando con los otros tonterías y banalidades mientras el mundo y la naturaleza están afuera esperando y hundiéndose.
Steve Jobs es amirable como en su tiempo lo fueron Thomas Alva Edison o Marconi en materia de comunicaciones, pero de allí a convertirlo en un dios, un mesías todopoderoso como nos indican las portadas de los diarios y los anuncios de los noticieros es una muestra de la deriva de un mundo dominado por la industria armamentista y sus guerras, un mundo donde unos cuantos millones gastan miles de millones de dólares en juguetes informáticos mientras el resto del mundo se muere de hambre y analfabetismo, o cae acribillado por las bombas y las balas de los guerreros.
Los indignados del mundo industrializado que protestan en las capitales europeas y en el propio Wall Street, muestran que una nueva generación abre los ojos frente a este culto exagerado al consumo, el éxito, las finanzas. Diógenes el filósofo que vivía dentro de un tonel se burlaría de ellos y en su desnudez les diría : respiren y vivan antes que comprar a toda costa los abalorios en un mundo donde vender y comprar es más importante que vivir, amar y ser.