sábado, 14 de mayo de 2011

VIDA, GLORIA Y TRAGEDIA DE PABLO NERUDA

Por Eduardo García Aguilar

Ahora que la polémica sobre el posible asesinato de Pablo Neruda a manos de los esbirros de Augusto Pinochet el 23 de septiembre de 1973 enciende los espíritus en Chile, basta tomar su Canto General para volar como nunca por los océanos de la palabra, porque de su voz, de eso que llaman estro brotan acantilados, precipicios, soles, montañas, grandes ríos, lágrimas y amores desbordados en el salitre de la tarde.


Todo lo que tocaba Neruda con su palabra lo convertía en oro o en dolor o en lluvia o en silencio y desde muy temprano, iluminado por la fuerza inédita de la lengua castellana, enriquecida por viajes y lecturas, se convirtió poco a poco en la voz del continente y más allá, de la tierra toda y las estrellas.


Nació en 1904, publicó su primer poema a los 14 años y sus famosos Veinte poemas de amor a los 20, y más tarde con los Versos del Capitán y el Canto General obtuvo una merecida gloria en vida, sólo comparable a la que tuvo otro gran poeta latinoamericano, el nicaragüense Ruben Darío, de similar magnitud literaria.


He pensado en todo esto al leer en la prestigiosa revista mexicana Proceso, que su último asistente personal y chofer, Manuel Araya, de 65 años, da otra versión de su muerte, que parece bastante factible. Dice la revista Proceso que « Todo estaba dispuesto para que el poeta y premio Nobel de Literatura Pablo Neruda se exiliara en México. Había viajado de su casa en Isla Negra a Santiago de Chile y un avión enviado por el gobierno mexicano estaba listo para recogerlo. Sin embargo, tuvo que ser internado en la clínica Santa María. Avisó por teléfono a su mujer, Matilde Urrutia, y a su asistente Manuel Araya que un médico le había puesto una inyección en el estómago. Unas horas después murió. Araya –quien estuvo al lado del poeta en sus últimos días– cuenta a Proceso un secreto que lo ahoga: el poeta fue asesinado ».


El golpe lo había sorprendido en su preciosa casa junto al mar en Isla Negra, donde tenía todas las pertenencias recogidas a lo largo de su vida de viajes, como el famoso mascarón de proa y todo tipo de piedras, obras de arte y libros. Sufría un cáncer de la próstata que estaba controlado, según Araya. Cuenta el ayudante que se fueron el 19 de septiembre con Matilde Urritia y Neruda, hacia Santiago de Chile, con la esperanza de huir en ese vuelo que llevaría al poeta al exilio. Dejaron a Neruda en la clínica, fueron por sus pertenencias y al regresar de Isla Negra se percataron de la mancha roja en el estómago del poeta. Esa misma noche, del 23 se septiembre, murió quien acababa de obtener apenas dos años antes el Premio Nobel de Literatura. Araya fue detenido esa misma tarde, baleado e internado en un estadio. Matilde Urrutia no quiso presentar demanda para no agravar su situación y evitar que le confiscaran la casa de Isla Negra.

Así terminó esa gran vida en la angustia, el dolor y el miedo. Cuentan que los tres fugitivos se tomaron de la mano y lloraron juntos e inconsolables en ese viaje de Isla Negra a Santiago antes del desenlace final, luego de ser agredidos, requisados y humillados varias veces por los militares, impasibles ante el hecho de que fuera Neruda el más grande hombre de Chile y les pidiera clemencia. Los militares habían llenado los estadios de presos y estaban matando como ratones a todos los opositores, sin dejar de revisar ni el más mínimo rincón del país para exterminar socialistas, comunistas, izquierdistas o miembros de agrupaciones progresistas cristianas o humanitarias de bien.

Cuando Neruda estaba en vida, su voz fue una liberación y un consuelo que se volvía clímax al llegar a las ciudades que visitaba, convertido en la fuerza moral latinoamericana. Su llegada era siempre un terremoto y su figura enorme, gruesa, paquidérmica, rostro hinchado, cachucha de cuadros, nariz protuberante, gran barriga, paso torpe de leviatán indonesio, era un imán que atraía a todos desde los rincones desclavando relojes, en países y ciudades donde todavía la poesía tenía algún valor.

A Neruda a los quince años tuvimos la fortuna de seguirlo desde lejos, casi espiándolo, cuando se paseaba con su esposa Matilde Urrutia por las calles de Manizales, durante los días que estuvo en la ciudad. Nos habían dado libre en el Instituto Universitario para ir al recital al Teatro Fundadores el 8 de octubre de 1968 y miles de personas de toda las edades y orígenes acudimos a escucharlo. Fue tal la algarabía y el entusiasmo, el deseo de no quedarse afuera, que centenares de personas excluidas rompieron las gruesas vidrieras de la entrada y abarrotaron el teatro hasta que no cupo una aguja.

Como no había lugar, nos subimos al escenario y permanecimos todo el tiempo a su lado escuchándolo, mirando desde arriba al público hipnotizado. Al final le sustraje un recorte de papel con el que marcaba el volumen del Canto General, del que había leído apartes ante el entusiasmo de la multitud y que decía con su letra escrita con plumón verde « 13. Pobreza. ».


Sólo cinco años después vendría el trágico desenlace de este gran poeta que de la gloria pasó en unos días a ser un paria solitario e incómodo, que pudo ser asesinado antes de salir por el mundo a volver a cantar y luchar contra la dictadura con una fuerza moral que habría sido intorelable para el régimen.