jueves, 23 de junio de 2011

EL FANTASMA DEL INQUILINO MIGUEL DE FRANCISCO

Por Eduardo García Aguilar

Hace poco Guido Tamayo publicó en Grijalbo Mondadori la novela « El Inquilino », basada en la vida de Miguel de Francisco, un escritor colombiano de la diáspora que murió olvidado y desconocido en París el 31 de febrero de 2006. La obra ganó en 2010 el premio de novela corta de la Universidad Javeriana. No la he leído y tal vez tarde mucho tiempo en tenerla entre mis manos, pero al saber que existe ya un texto que es una variación ficticia sobre una parte de su vida, la transcurrida en Barcelona, ha venido a mi memoria su figura y en general todo lo que significa el destino de un autor apátrida que no está ni aquí ni allá ni representa una tendencia política o un país, sino a sí mismo y a la literatura.
Antes de su muerte hablé con él por teléfono. Me extrañó que hablara como si estuviera aterrorizado. Estaba haciendo el último esfuerzo para enviar a sus amigos del alma el libro « El enano y el trébol », que acababa de salir en edición bilingüe, siempre lleno de personajes macarrónicos de picaresca madrileña, obra que tanto había trabajado y que por fin salía a la luz contra viento y marea.
El lunes llegó el libro y al interior la última nota insistiendo en que le enviara las direcciones de unos amigos. Recibir cada uno de sus libros siempre había sido una gran alegría, a sabiendas de los esfuerzos que hizo para que aparecieran. Primero « Arcana », en esa edición barcelonesa de 1977, grande y cuadrada, gris, con textos invocatorios, de un delicioso barroquismo, contra la corriente de la usual narrativa llena de lugares comunes. Después « Inventario provisional », de 1987 ; luego « Armario de Solterones », el más « narrativo » de todos ; y finalmente en francés « Le trefle des chants » traducido por Laure Bataillon e « Histoire de Four Roses et des sept sœurs », surgidos de sus estadías en Saint Nazaire, becado como escritor, en 1989, en uno de los momentos más felices de su vida.
El mismo lunes le mostré la edición a Julio Olaciregui en la redacción de la Agence France Presee, en Place de la Bourse y dijimos que había que celebrarlo. Pero el martes, con la voz temblorosa, asustado también, Julio me llamó para decirme que Miguel había muerto. Francisco Rocca lo había hallado inerte en su apartamento hacía una hora y nos decía que nos víéramos con él a las cuatro de la tarde en la rue du Vaugirard frente a la Prefectura de Policía, donde los agentes ya estaban encargados del caso.
Acudí a la cita al terminar el trabajo y durante el largo y lento viaje por la línea verde del metro pensaba en Miguel con dolor, con estupor, sin creer todavía en la muerte del viejo amigo, imaginando que era una broma suya, de las tantas que hizo y que sin duda estaba en otro lado, escondido, tramando algo para sorprendernos. Salí del metro y frente a la prefectura estaban Julio y Rocca.
Luego en el café esperamos. En la prefectura una bella y sexy policia rubia de película de serie negra neoyorquina recibió de Rocca las llaves del apartamento y nos dispersamos en la tarde, ya noche invernal. Rocca, Julio y yo pasamos luego un rato en un café penumbroso de la rue de Vaugirard. Cada uno contaba su Miguel. Rocca relató los últimos días cuando él decidió cambiar de hospital y venir a uno que estuviera cerca de su apartamento y de la casa estudio de los Rocca, que eran sus amigos más cercanos.
Los otros tienen siempre de nosotros una imagen subjetiva, que es sin duda la que proyectamos poco a poco como filtraciones líquidas que manan de una roca, gotas apenas de la verdad, nuestra verdad. Son sólo aristas las que llegan a tener de nosotros las personas que nos rodean, los amigos, colegas, vencinos, porque nosotros mismos nos encargamos de armar la estatua por medio de ocultamientos o mentiras piadosas.
Ahora que exploro la vida imaginaria de mi amigo Miguel de Francisco (1949-2006) descubro que hay todo un misterio detrás de cada uno de nosotros. Somos ficciones para los otros, somos para los otros lo que deseamos proyectar y lo que los demás se imaginan que somos a través de esa proyección. Comunicamos sólo una parte de nuestra historia familiar, ocultamos otras, reconstruimos franjas, hilachas de nuestra precaria genealogía, según el lugar que ocupamos en la sociedad.
El se sentía sin duda identificado con la musicalidad poética y mística de su apellido De Francisco, aunque su relación incierta con su padre después de la separación de sus progenitores y el exilio posterior suyo con su madre muy católica por Europa fuera una huída metafórica de esa Colombia arcaica de donde provenían.
Y tal vez una de las claves de su misterio sea esa relación traumática con el padre inaccesible que ha construido otra familia y ha dejado a este primer retoño como el fruto de una lejana relación anómala. Sería el síndrome de Pedro Páramo. De ahí provendría todo el problema de Miguel, ese malestar permanente, esa inestabilidad de escritor, su preciosismo cosmopolita, esa vida de príncipe y maldito. No se como habrá abordado Guido Tamayo su Miguel de Francisco, pero me imagino que será otro muy distinto al mío, pues no conocí con profundidad su vida en Barcelona, ciudad a donde tantos escritores latinoamericanos llegan alguna vez con la esperanza de ser reconocidos y existir
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