sábado, 21 de abril de 2012

LA GRAN FIESTA DEL LIBRO EN BOGOTÁ

Por Eduardo García Aguilar
La Feria Internacional del Libro de Bogota (FILBO) cumple ya un cuarto de siglo posicionándose como uno de los acontecimientos más venturosos para la cultura del país y en esta ocasión con una excelente programación internacional con importantes autores anglosajones europeos y latinoamericanos.
La XXV Feria está dedicada a nuestro hermano y gigante Brasil, cuya literatura siempre ha tenido vasos comunicantes con la colombiana, a través de los fantasmas de Machado de Assis, Jose Lins do Rego, Joao Guimaraes Rosa, Jorge Amado, Clarice Lispector y una pléyade de poetas entre los que se destacan los concretos, Ledo Ivo y el gran Vinicius de Moraes, que nos hace siempre muy felices.
Juan David Correa, autor de una novela iniciática y un relato notable sobre la tragedia de Armero, ha logrado coordinar un programa pleno de diálogos y presentaciones de novedades, encuentros y sorpresas, entre las que se destaca el lanzamiento del número 12 de la revista Granta en español, dirigida en Barcelona por Valerie Miles y Aurelio Major, que busca replantear ciertos aspectos de la narrativa colombiana contemporánea en un debate que sin duda causará polémica.
He tenido la fortuna de ser invitado desde el inicio en unas cinco ocasiones a esta fiesta de la literatura y el libro, dos veces cuando  fue dedicada a México, otra en un encuentro en torno a periodismo y literatura y con motivo de una reunión de los llamados por Rafael Humberto Moreno Durán « autores colombianos de la diáspora ».
Cada feria, más que un riguroso y sesudo motivo de poner a funcionar el cerebro hasta incendiarlo, es la oportunidad de volver a encontrar amigos y descubrir nuevos, ser golpeqdo por los rayos del amor y el deseo, revisitar la entrañable capital colombiana con sus viejos y nuevos bares, sus librerías de viejo y salir de allí enriquecido de anécdotas inolvidables.
Me ha tocado viajar desde México con Elena Ponatiowska, quien estaba convencida que Bogotá era una capital tropical como Managua y venía trajeada con un huipil oaxaqueño de tierra caliente y sandalias, por lo que se sorprendió cuando le dije que era todo lo contrario y se iba a morir de frío en la helada altiplanicie de los chibchas.
Esa noche Poniatowska movilizó en la madrugada a todo el hotel porque se estaba congelando y al día siguiente aseguró que fue robada por un carterista, por lo que se había quedado sin un céntimo. Esa vez participê en una mesa en la que estaban presentes ella y Juan Cruz, el autor canario español que descubría también por primera vez a Bogotá, en ese entonces conocida por los terribles atentados del Pablo Escobar y la matanza generalizada sin límites, por lo que se le veía aterrorizado antes de aclimatarse para siempre.
En otra ocasón el viaje de México a Bogotá fue muy divertido porque me tocó compartir con Carlos Monsiváis y Sergio Pitol, amigos ambos de toda la vida y que durante el viaje jugaron como dos adolescentes. Al llegar a las Residencias Tequendama, donde por lo regular se hospedaban los invitados, comentamos que al llegar al aeropuerto nos había tocado hacer cola detrás de la diva manizaleña Amparo Grisales, de quien se decía había sido novia del galán mexicano Jorge Rivero.
Monsivaís, que era una caja de bromas y cantinfleos, empezó a cuestionar de una forma muy graciosa y midiendo con los dedos los atributos masculinos del actor de telenovelas, haciéndonos desternillar de risa a Pitol y a mi, ante el asombro del futbolista Alfredo Distéfano y el dibujante Quino, quienes estaban en la mesa de al lado.
Luego hicimos con Pitol una fiesta en mi habitación con Oscar Collazos, Felipe Agudelo, Alfonso Carvajal y Guido Tamayo, en la que bebimos la botella de tequila Herradura añejo que traía bien empacada para la ocasión y donde pasamos revista con el futuro Premio Cervantes a la situación de todas las literaturas habidas y por haber.
La feria tenía la costumbre de recibir en viejos tiempos, como en una sala de visitas, y bajo patrocinio de su coordinador Guido Tamayo a los invitados que venían del mundo o de las diversas regiones del país, por lo que allí nos cruzábamos con Fernando Charry Lara, Ramón Illán Bacca, R.H. Moreno Durán, Fanny Buitrago, Alberto Duque López, Luis Fayad, Darío Ruiz Gómez, Fernando Cruz Kronfly, Germán Espinosa, Juan Manuel Roca, Isaías Peña, Eugenia Sánchez Nieto, Sonia Truque, Evelio Rosero, William Ospina, Hugo Chaparro, Triunfo Arciniegas, Octavio Escobar y Jaime Echeverri, entre muchos otros autores del país.
A lo largo de este cuarto de siglo han cambiado muchas cosas en el panorama literario del mundo y de Colombia. El carácter artesanal de las viejas ferias, iniciadas con las exposiciones librescas del Parque Santander en los tiempos antediluvianos, se trocó en un gran encuentro industrial de cifras y una carrera de caballos donde cuenta más el éxito que la profundidad, el escándalo que la refexión serena, la farándula que la modestia profunda de los sabios.
Es tanta la proliferación de publicaciones y tan fuerte el blitzkrieg propagandístico en torno a algunos escasos y afortunados autores, que la literatura colombiana queda asfixiada y termina por ser la convidada de piedra de la Feria.
Tal vez por eso la presentación del número 12 de la prestigiosa revista Granta en español, dedicada esta vez a « las armas ocultas » de la literatura colombiana, sea un motivo para que desde fuera y con mesura crítica, vuelvan a barajarse las cartas de la narrativa del país, como en el número 11 de la misma Granta se barajaron las de la narrativa joven latinoamericana.

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 * Publicado en el diario La Patria el domingo 22 de abril de 2012

sábado, 14 de abril de 2012

CUBRIR LA GUERRA EN EL PLAYÓN DE LA MUERTE


Por Eduardo García Aguilar
La primera y única vez en la vida que tuve la osadía de intentar cubrir una guerra fue en El Salvador, cuando en las calles de la capital, desde el Bulevar de los héroes hasta los suburbios o el mercado, o en el temible Playón de la muerte, donde yacían esqueletos y cadáveres putrefactos de centenares de víctimas, se sentía la tensión permanente, la pólvora de la muerte y se podía rebanar el aire con un cuchillo.
Acababan de matar a monseñor Romero y la guerra llegaba a límites de violencia inconcebibles. Los jóvenes sospechosos eran ejecutados en las calles por francotiradores, cualquier movimiento nervioso podía ser malinterpretado y provocar retaliación, las balaceras estallaban en los lugares más inesperados y todos sin distingo desconfiaban de los otros, en un círculo infernal donde un segundo decidía la vida o la muerte.
Ahora que en Siria volvieron a morir perodistas aventurados que trataban de cubrir los acontecimientos y que ya olvidamos a los fotógrafos y reporteros muertos en Libia, Afganistán, Irak, Chechenia, Gaza o los Balcanes, rememoro esos extraños instantes del joven escritor arrastrado hacia la aventura de cubrir una guerra.
Los jóvenes son por lo regular la carne de cañón de la reportería de guerra, aunque hay muchos viejos veteranos amantes de la adrenalina que cubren a lo largo de la vida conflictos y sobreviven de milagro en el intento, personajes extraños, solitarios, de novela, que pasan lustros en hoteles, acompañados por una botella de whizky y nunca saben cuando les llegará el turno de ser convocados hacia el más allá.
Uno de esos personajes me recibió con sonrisa irónica una mañana en el Hotel Camino Real de San Salvador, a donde fui a acreditarme en la Asociación de corresponsales extranjeros. Era un anglosajón enclenque que no llegaba a los 50 años, pero ya parecía viejo, y cuya contextura frágil no correspondía para nada con el modelo de corresponsal de guerra. Me ofreció un whisky y me dio una camiseta donde estaba escrito : « Soy periodista, no dispare ».
Bajé luego al lobby del hotel, donde tenía cita con uno de esos corresponsales de película estadounidense, un argentino con aires de Don Juan post-gardeliano que lucía un chaleco antibalas, llevaba suecos y posaba al lado de una bella amante joven, antes de partir a una peligrosa misión en el frente de guerra. No diré el nombre del argentino, pero era lo opuesto al encargado de la asociación de corresponsales, quien deambulaba con su botella de whizky debajo del brazo, polos de una misma aventura novelística, ejemplos de esos duros que viven y mueren cubriendo los conflictos y que el primíparo corresponsal interroga en busca de los arcanos del fascinante oficio de ver y contar en medio del peligro.
Con una credencial militar en la mano, donde la oficina de prensa del ejército indicaba no hacerse responsable por mi vida, partí a entrevistar a uno de los sacerdotes jesuitas de la Universidad Católica José Simeón Cañas, algunos de cuyos colegas serían después masacrados por los paramilitares. Y uno de ellos, mientras conversábamos y caminábamos por el campus, me mostraba a los « indicadores », los « orejas » y me conminaba a ir al Playón de la muerte antes de escribir cualquier cosa sobre el tema.
« Hay tres tipos de periodistas – me dijo el padre Pedraz -. Los buitres, los orejas y los otros ». Tomé un taxi y me dirigí a ese tenebroso sitio en las laderas de lava negra de un volcán apagado, donde se podía ver esqueletos, calaveras con mechones de pelo, pedazos de cuerpos de soldados o guerrilleros con uniformes y cinturones, asediados por gallinazos y perros gordos que se alimentaban de sus cuerpos bajo la canícula.
Creo que esa visión de la mortandad, apocalíptica, inimaginable, inconcebible, ese olor mortecino, atroz, nauseabundo, la presencia de perros y gallinazos gordos, representan el momento más terrible e iniciático de mi vida, y significan el primer contacto directo con la guerra, una revelación que todavía me estremece, cuando otras guerras surgen y se apagan cada año en este siglo XXI para mantener viva la maquinaria de la industria armamentista.
Al regesar a la ciudad no paré de vomitar. La visión de centenares de cadáveres o restos de cadáveres, tal vez miles, me dejó en estado de náusea y durante varios días no pude comer y perdí peso, atento cada instante, con la mirada desorbitada, a la bala que me sacaría del mundo.
En una roca me senté una vez y me pregunté que estaba haciendo ahí. Pensé en los míos, en los amigos, dudé, pero seguí allí cargado de adrenalina, aferrado a los viejos teletipos, yendo de un lado para otro con un fotógrafo vasco que acomodaba las calaveras para que las fotos le salieran bien.
Años después el destino me llevó a cubrir las negociaciones de paz en México y en un hotel del sur de la capital azteca vi entrar y salir e interrogué a los mismos protagonistas que negociaban una paz que se obtuvo y se firmó con pompa en el Palacio de los Pinos bajo patrocinio de la ONU y de México.
Ahora los ex guerrilleros del FMNL gobiernan el país con Mauricio Funes, después de esperar con paciencia la llegada de la alternacia, y respetan la democracia de la misma manera que los ex enemigos juegan el juego electoral y cedieron el poder. Los conflictos son otros, las bandas y las maras del narcotráfico asedian, pero el Playón de la muerte y la guerra desatada son cosas del pasado.





viernes, 13 de abril de 2012

PERIODISMOS MERCENARIOS

Por Eduardo García Aguilar
Porfirio Barba Jacob fue un típico periodista de su época, que trabajaba para diarios representantes de poderes políticos e intereses económicos importantes, pero a la vez variables. El periodista de esa época --y de esta también, por supuesto--, tiene que ser leal con el padrino, jefe de partido, líder cultural, económico o político de turno que lo emplea si quiere existir, publicar, comer.
Pero hay afinidades ideológicas y sentimentales. Barba Jacob no simpatizó con la Revolución mexicana, admiró a Porfirío Diaz y tuvo nostalgia de su gobierno de afrancesados como buen modernista decimonónico que era. Acordémonos que Porfirio Díaz, antes de terminar como un dictador exiliado en París, fue de joven un héroe revolucionario mexicano de los tiempos de Benito Juárez y la Reforma liberal.
Muchos observadores ilustrados mexicanos veían la mano yankee en la revolución como en tiempos de la Reforma y por eso se podía ser antiyankee y antirevolucionario. Los textos de El Independiente, Churubusco y El Demócrata en esa peculiar coyuntura son excelentes y dejan ver con toda claridad el pensamiento y los sentimientos de Barba Jacob joven en sus momentos de mayor brillantez.
En México, en Centroamérica, en Latinoamérica, los diarios surgían y morían rápidamente, según las coyunturas políticas y existían o existen porque hay un capital detrás para esos fines. Contrataban a un periodista experimentado para crear el medio destinado a golpear al enemigo y ensalzar al amigo. Y como Barba era tan bueno para eso, lo contrataban a él mientras durase la coyuntura. Era un excelente empleado en medio de esas luchas internas de las élites por el poder en Centroamérica. Pero sin duda tenía cierta afinidad ideológica y estética con el espectro político de los medios para los que trabajó.
Ese panorama es similar al de la prensa escrita, radial y televisiva del siglo XXI, que depende de grandes grupos financieros y trabaja para los intereses de potencias o intereses financieros internacionales. Y aunque sus modalidades globalizadas son diferentes, abrir una ventana hacia el arqueológico pasado de un periodista latinoamericano típico de la primera mitad del siglo XX puede ser bastante ilustrativo.
Se da el caso de que al llegar el colombianao a México en esa transición del porfiriato a la Revolución y el caos subsiguiente que dura décadas, es protegido por el general Bernardo Reyes, padre de Alfonso Reyes, y sus amigos y luego por la gente contrarrevolucionaria afin a Victoriano Huerta, entre quienes figuraban grandes intelectuales del momento. El fue leal a ellos y si uno ve la lista de quienes asistieron a su sepelio en 1942, se da cuenta que están muchas de esas figuras que como Enrique González Martínez, veinte o treinta años antes se opusieron a la Revolución de Zapata y Pancho Villa, que por esas épocas eran vistos como forajidos, infame turba, asesinos, amenazas para la gente « civilizada » de las ciudades.
Cuando triunfa la Revolución, Barba, que dirigía y escribía excelentes piezas en los diarios antirevolucionarios El Independiente y Churubusco, tiene que huir del país y salva el pellejo. Luego regresa y trabaja para otros periódicos fugaces como El Demócrata y Cronos que representan intereses contrarios o disidentes de los nuevos poderes inestables surgidos de la Revolución y por eso es expulsado y llevado a la frontera con Guatemala.
El ministro del Interior Plutarco Elías Calles lo expulsa porque escribe en esos diarios contra las autoridades nuevas un poco calibanescas a su parecer, contra los nuevos líderes sindicales ricos e incultos como Morones y además sigue hablando bien de Porfirio Díaz. En ese sentido fue fiel hasta el final con Porfirio Díaz y escéptico frente a los gobiernos de la Revolución Institucional naciente que llevaría al surgimiento del PRI y tendría una larga hegemonía de siete décadas.
Al final de su vida sigue añorando el regreso de los restos de Díaz y colaboraba en Ultimas Noticias de Excélsior que era claramente un vespertino de derechas. Porfirio Barba Jacob nunca estuvo cerca a los intelectuales de la Revolución como Diego Rivera, Siqueiros o Frida Kahlo. Era un « modernista rezagado » como dijo Octavio Paz, o sea un exquisito literario de gustos finiseculares, que no tenía mucha afinidad con los gustos estéticos de la Revolución zapatista ni con lo que llamaba el bolcheviquismo o con las ideas marxistas-leninistas muy en boga en la época. Era un liberal en el amplio sentido de la palabra.
Como muchos intelectuales de la época sintió tal vez alguna atracción inmediata por el auge y algunas acciones de Hitler y Mussolini, como lo expresa en algunos Perifonemas, pero no alcanzó a vivir para ver el desarrollo y el desenlace de la guerra, por lo que es fácil juzgarlo a posteriori.
Respecto a la coyuntura colombiana, simpatizaba con el liberalismo y escribó sobre los presidentes liberales Olaya Herrera, Eduardo Santos y López Pumarejo. En los años treinta en Colombia se era liberal o conservador o comunista y queda totalmente claro que Barba era liberal, como lo atestigua su diatriba en El Independiente, en 1913, sobre La desastrosa administración de los « católicos » en Colombia y por sus elogios a los liberales, como Gabriel Turbay o José Mar, por ejemplo.
En aquellos tiempos se trataba de periodismos locales, provincianos, casi familiares. En la actualidad los intereses son mundiales y la prensa globalizada está al servicio de versiones específicas de los hechos, según los bloques de poder y la intensa lucha geopolítica que ellos hacen por las riquezas del planeta. Los televidentes o internautas de hoy solo somos instrumentos manipulados por un periodismo mundial mercenario y mentiroso.




domingo, 1 de abril de 2012

NOVELA Y MARTIRIO EN TIEMPOS DE LADY GAGA

Por Eduardo García Aguilar
Uno se pregunta por qué en estos tiempos de proliferación y farándula generalizadas muchos buenos escritores insisten en escribir novelas y sacrifican sus vidas en una tarea incierta que casi siempre conduce al olvido y a la indiferencia. Hablamos de autores verdaderos que escriben con sangre sus obras y no de quienes son figuras del poder o el star system que ponen su nombre y dejan el trabajo a los famosos "ghost writers", o "negros", o lo peor, escritores muy famosos que ya no tienen tiempo para hacerlo y delegan la tarea en editores.
     Los buenos y honrados novelistas del mundo dedican a veces años, segmentos cruciales de sus vidas, a la factura de una obra que por lo regular se convierte en viacrucis, pues durante el proceso son mayores las dudas que las certezas. Algunas personas cercanas los apoyan y los escasos fieles que saben la magnitud de la tarea los acompañan en ese largo proceso solitario que a veces nunca se concreta.
     Pienso por ejemplo en el caso de Hugo Ruiz, novelista muy culto que escribió durante toda su vida una novela y nunca llegó a publicarla, pese a que es una excelente obra, mucho más importante que los best sellers más exitosos de las últimas décadas en Colombia. Como él son muchos los autores de su muy interesante generación, nacidos en los años 40, que aplastados por el éxito del boom fueron condenados injustamente al ostracismo.
     También pienso en el caso de escritores quiméricos como Héctor Rojas Herazo, autor de Celia se pudre o Manuel Zapata Olivella, creador de la novela polifónica sobre la negritud, Changó el gran putas, novelas río que fueron cobijadas por la indiferencia, pese a que en ellas invirtieron sus vidas y al final, en la ancianidad, se enfrentaron a grandes dificultades económicas
     No hay que olvidar tampoco autores de obras importantes que una vez fallecidos entraron al limbo del olvido bíblico como ocurrió con Rafael Humberto Moreno Durán, gran narrador y ensayista polémico de vasta y calificada obra que murió relativamente joven, a los 56 años, y cuyas temáticas rigurosas y de gran calado intelectual no atrajeron a los lectores colombianos, por lo regular seducidos por obras escandalosas y temáticas y estilos fáciles y soeces que alimentan la vulgaridad e ignorancia generalizadas que nutren los medios radiales, televisivos y escritos, que reemplazaron a la escuela y la universidad con su intonso bullicio.
     El caso de estos autores colombianos puede declinarse a cada país del continente americano y proyectarse a las zonas geográficas e idiomáticas del planeta, donde el destino de una gran mayoría de autores es el olvido y el silencio. Son cientos los casos de grandes escritores muertos sin publicar o que lo hicieron en ediciones precarias y cuyas obras fueron descubiertas con carácter póstumo, hermanos de infortunio de Arthur Rimbaud, Franz Kafka, Gerard de Nerval, e Irene Nemirovsky, para mencionar sólo algunos casos. Con ellos brillan otros mártires como Malcolm Lowry o Joseph Roth.
     Muchas veces su rebeldía o el distanciamiento de las capitales los alejó de los salones del poder literario, otras el compromiso en luchas por la liberación de sus países o contra las dictaduras los aniquiló en el camino. La pobreza, la droga y la enfermedad se encargaron del resto, como se cuenta en la gran mayoría de biografías dedicadas a estos autores desgraciados, muchos de ellos suicidas y otros devorados por el opio o el alcohol.
     Si el novelista rebelde logra al fin concluir la obra y su autocrítica le da el visto bueno para emprender la lucha de publicarla, sabe que es mucho más ardua la tarea de encontrar editor para la novela que escribirla, pues en ese campo los tímidos o los pobres, los tiernos y los ingenuos carecen de las armas necesarias para ganar la batalla en la guerra de las apariencias.
     Las editoriales y los editores, salvo contadas excepciones, se guían también por razones extraliterarias y por lo regular son los autores más vivos y astutos ligados a los poderes o a los medios, quienes logran llegar a esos poderosos cenáculos. Publicar en pequeñas editoriales o en imprentas universitarias es casi equivalente a seguir inédito.
     Todos los grandes autores del mundo han recibido decenas, a veces centenares de rechazos, antes de lograr que una editorial se preocupe por su obra. Y lo peor y más cruel, es que la publicación no es garantía de nada. Después del pequeño escándalo que produce la novedad, el libro pasa al olvido y en ocasiones ni siquiera suscita comentarios o reacciones en los medios. La inmensa mayoría de los autores no viven de sus regalías y si no tienen empleo o riqueza terminan en la indigencia. Y grandes best-sellers latinoamericanos de su época como Vargas Vila o Gómez Carrillo fueron devorados por el olvido tras su muerte.
     ¿Qué lleva pues a los novelistas de hoy, en estos tiempos de Lady Gaga, Paris Hilton, Madonna y la farándula generalizadas a seguir escribiendo novelas? Sin duda la alegría de escribir y crear mundos. Hay una increíble pulsión en construir un mundo con personajes que viven, hablan, gozan y sufren al margen de la realidad. Por eso el martirio de los novelistas no será en vano y seguirán sin duda existiendo en este mundo donde el libro de papel tiende a desaparecer. Su delirio es un bello grito de utopía equiparable a la santidad.