domingo, 17 de junio de 2012

VIAJES NOSTALGICOS A BOGOTA

Por Eduardo Garcia Aguilar


Dos o tres semanas después de la muerte del padre Camilo Torres en 1966, mi padre me invitó a acompañarlo a hacer sus gestiones y trámites burocráticos en ministerios y juzgados de Bogotá, a donde iba varias veces al año. A los doce años de edad hablaba y escuchaba hablar de política, que era, es y será la mayor afición nacional, o sea que me convertía ya en un pequeño ciudadano que se enteraba poco a poco de los dramas del país.

Por eso el viaje era iniciático, para introducirme a los arcanos de la patria, a los sitios históricos de su leyenda, llevarme a los recintos sagrados como el Capitolio Nacional, el palacio de San Carlos, el Teatro Colón, la Casa del Florero, la quinta de Bolívar y recorrer con él por cafés como El Pasaje, donde pululaban vestidos de oscuro, todos de corbata, sus amigos del Partido Liberal y del Movimiento Revolucionario Liberal, al que mi padre pertenecía en su versión línea dura.

Años antes nos hospedábamos en el Hotel Savoy, por la Candelaria, pero esa vez lo hicimos en el Hotel Continental de la Avenida Jiménez. Me encantaba ese ambiente, sobre todo a la hora del desayuno y el almuerzo en el restaurante, el ajetreo de los meseros, el aroma de comidas diferentes a las rutinarias de la casa, el sonido de las vajillas y el tintineo de los cubiertos dispuestos en las amplias mesas acicaladas.

Desde la habitación observaba los cerros y las alturas de Monserrate y me delectaba con la bruma dócil que los cubría. Ahí abajo estaba el centro vital del país, el cruce de las arterias energéticas de la Colombia moderna del Frente Nacional, las sedes de El Espectador y El Tiempo, el Banco de la República, la gobernación de Cundinamarca, la librería Buchholz, situada en un edificio moderno donde había un molino que giraba y le daba al paraje aires de un pequeño Times Square.

Había mucho ajetreo en la carrera séptima y lo que más me gustaba era la esquina de El Tiempo, donde se decidían en ese entonces los destinos del país. Ahí cerca, al frente, habían matado a Jorge Eliécer Gaitán y mi padre me llevó a ver la placa en una ceremonia ritual, como lugar del martirio simbólico más importante del siglo XX, cuya impronta todavía sufrimos los colombianos.

Me gustaba ver el caos citadino, la gente, estudiantes, muchachas con sus uniformes cruzando como hormigas atareadas bajo los edificios enormes, burócratas, voceadores de periódicos, emboladores en acción y policías de tránsito en medio del enorme ruido de arterias como la carrera décima y la Avenida Caracas, por donde cruzaban raudos los trolebuses rojos que echaban chispas atados a cables eléctricos.

Me encantaban los aguaceros interminables que convertían las arterias en ríos desbordados y el caos que seguía mientras los atascos detenían a los vehículos que al escapar empapaban a los tanseúntes agitados o a quienes se guarecían del agua frente a tiendas de ropa, ferreterías, papelerías, expendios de empanadas, buñuelos, almojábanas y chorizos, comederos baratos de bandeja paisa, ajiaco o sancocho.

De las veces que fui a Bogotá de niño quedaban varias fotos en blanco y negro de hacía unos cuatro años, en 1962, cuando caminaba por la Séptima con mi madre y nos captaron los fotógrafos ambulantes. Por toda la carrera Séptima pululaban estos profesionales, algunos de ellos vestidos de modestos trajes, camisa blanca y corbata, muy simpáticos, ágiles y profesionales.

Como en esos primeros viajes nos hospedábamos entonces en el Hotel Savoy, era obligatorio pasar todos los días por la Casa del Florero, donde se dieron los acontecimientos míticos que condujeron a la independencia de España, según indicaban los manuales escolares. Al visitar el museo de la Casa del Florero, mi padre me aclaraba los detalles históricos y después al salir me llevaba al palacio de San Carlos, la sede presidencial en ese entonces, donde estaba la placa relativa a la "nefanda noche septembrina", cuando el general Bolívar hubo de escapar a una asonada saltando por la ventana, mientras su amante Manuelita Sáenz se enfrentaba con los rebeldes, dispuestos a matar al Libertador.

Subíamos luego a la Quinta de Bolívar al pie del cerro de Monserrate, donde en un abrir y cerrar de ojos viajaba hacia el siglo XIX y podía palpar casi la presencia del héroe, las bucólicas conversaciones de los próceres, el olor a lavanda de las heroínas de cabello largo, el relincho de los caballos.

Una vez, caminando por la carrera Séptima, vimos a Carlos Lleras Restrepo, el candidato presidencial liberal del Frente Nacional para las elecciones de mayo, que salía de un carro negro frente al Parque Santander y entraba con paso lento de paquidermo a una farmacia situada al lado de una oficina de la Registraduría, ante el estupor de los curiosos, hombre de muy baja estatura, redondo, encorvado, calvo y de inconfundibles gafas circulares de carey.

Pero lo más fuerte y nostálgico fue sin duda esa visita al lugar donde mataron a Gaitán. Nos recogimos ahí en ese instante y papá me contó su versión de los hechos. Por eso todos esos días fueron para mí un excelente curso de historia patria. Imaginé y palpé a los precursores de la independencia, a Los Comuneros de José Antonio Galán, a Antonio Nariño y el sabio Francisco José de Caldas y a ellos se unieron para siempre en mi memoria los nombres de Jorge Eliécer Gaitán y el padre Camilo Torres, solo dos nombres más en la interminable lista de los talentos desperdiciados del país.

sábado, 2 de junio de 2012

LA REINA ISABEL EN EL MUSEO DE CERA

Por Eduardo García Aguilar
Todas las generaciones del mundo tienen algo que ver con la Reina Isabel, pues desde los más ancianos hasta lo más jóvenes del planeta han oído hablar de ella algún día, tanto que muchos piensan que tiene incluso más aura que el Papa y tal vez mucho más que su congénere el longevo dictador cubano Fidel Castro.
     Este sábado y domingo ella cumple 60 años de reinado, unos cuantos menos que su antecesora la famosísima reina Victoria y las celebraciones del jubileo se han desplegado en Inglaterra con lujo de ceremonias y detalles que convierten a ese país en uno de los más exóticos del planeta.
     Sin duda alguna su imagen y permanencia son remanencias de la potencia que algún día tuvo Inglaterra en el mundo, cuyo imperio abarcó regiones de todo el orbe y dominó durante mucho tiempo los mares del planeta. Nada se hacía sin el consentimiento o influencia de Gran Bretaña, incluso en lo referente a la independencia de Hispanoamérica de España, que fue encabezada por agentes de Londres, como lo fueron en su momento Simón Bolívar y Francisco Miranda.
     Varias generaciones de humanos la hemos visto impasible recibir a lo largo de las décadas a todos los jefes de Estado del mundo y cada país puede decir que la totalidad de sus presidentes en los últimos 60 años se inclinaron ante ella alguna vez en el Palacio de Buckingham, así como su propia tierra se asombra que más de una decena de primeros británicos desde Wiston Churchill a Tony Blair y David Cameron han ascendido al poder y caído del mismo ante su impasible mirada de soberana.
     Isabel II vivió la guerra, conoció la destrucción de múltiples edificios y barrios de ciudades de su país y tras ascender al trono en 1953 ha vivido todos los acontecimientos de la posguerra, estando en primera fila de los conflictos, informada de los secretos y las prioridades de Estado, de las debilidades y soberbias humanas, lo que la ha convertido sin duda en un modelo de jefe de Estado, o sea aquel sabio que mira con suma frialdad los acontecimientos y piensa antes de actuar de manera ponderada en beneficio de su país y los súbditos.
     Con cuanta lejanía miró la soberbia de la odiosa Margaret Thatcher, que la odiaba a su vez y con cuanta impasibilidad asistió a la caída de la autoritaria política británica, adalaid de las ideas neoliberales y de la guerra con las Malvinas, entre otras cosas, una mujer nerviosa, acomplejada, arrogante, de acciones intespestivas y aventuradas que muchas veces no beneficiaron a nadie.
     La reina de los británicos es un dinosaurio en los paisajes abruptos del siglo XXI: ha tenido todas las riquezas y las joyas, ha recibido todas las venias, ha visto desfilar miles y miles de colaboradores en sus aposentos, centenares de ministros y probablemente decenas de miles de embajadores provenientes de las más exóticas regiones, pero al final sólo se sentirá a gusto cuando camina en botas por la campiña paseando sus perros o mirando las carreras de sus caballos con la alegría de la infancia.
     Debe aburrirse en esos palacios con fantasma que, según dicen quienes los han visitado, huelen a rancio y donde la vida transcurre en medio del chirrido de puertas, muros, techos y pisos como en las novelas de terror en las que son tan duchos los ingleses desde los tiempos de Frankenstein, de Mary Wolsonecraft Shelley, pasando por Oscar Wilde y su Retrato de Dorian Grey hasta las películas del gran Alfred Hitchkock y muchos más creadores.
     Hay algo que nos asombra en ella y es la dignidad y la discreción que hace parte de su fondo, porque el poder y la altura real hacen parte de su vida y se aúnan a su cuerpo, a su piel, sombreros, trajes inamovibles que cambian cada día de colores y tonos y matices y terminan convirtiéndose en la moda básíca del espíritu nacional, porque la gran mayoría de sus súbditos la aceptan como una especie de mediadora, madre y abuela de la nación, matrona aristrocrática de la patria, última reina verdadera de un mundo ido que se niega a partir y puede aún renacer como en las grandes sagas de ciencia ficción y en los mundos secretos de las fantasías de Tolkien.
     Mientras todos sus familiares a su alrededor han cometido graves errores, como su tío el pronazi que dejó el trono por amor para casarse con una estadounidense divorciada, o el príncipe Carlos, que martirizó a Diana, inocente víctima de la dinastía, o su esposo Felipe, conocido por sus malos chistes y las metidas de pata, o sus nueras o hermanas escandalosas, la Reina ha sabido hacer su trabajo como una burócrata impasible fiel a su rango y objetivo.
     Pero a la vez representa un mundo odioso, el de una aristocracia vampira que vive del erario público y ha acumulado a lo largo de generaciones una fortuna lograda entre sangre y tortura, guerra y con la arrogancia de las naves piratas y oficiales que ejercieron el pillaje a través de los siglos.
     La Reina Isabel es la descendiente de un poder de corsarios que chuparon las riquezas del mundo en todos los puntos cardinales y dejaron tras partir ruinas y miseria como en India, Egipto, Oriente Medio, Africa, Asía, y tantos países o segmentos de países donde se instalaron con su insolencia para hacer sus negocios e imponer tiranuelos de ilimite crueldad.
     La sangre hecha vertir por Inglaterra para solidificar su imperio en los tiempos de gloria podría llenar mares y lagos enteros y la miseria y la humillación de los desposeídos en su propio territorio fue la base humana para el éxito de esa Revolución Industrial que trituró millones de seres humanos en aras del progreso y la ganancia, como lo contó muy bien Charles Dickens.
     La Reina Isabel es el emblema final de ese pasado atroz basado en la injusticia, las castas, la explotación y el abuso de los imperios que hoy aún conquistan y atacan en lejanas regiones de ultramar para acumular riquezas tal y como lo hicieron los piratas y los corsarios que son el emblema verdadero de la monarquía británica.

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