sábado, 24 de noviembre de 2012

EL EJEMPLO VIVO DE VALLE INCLÁN

Por Eduardo García Aguilar
Pocas veces dos personajes excéntricos y grandes escritores a quienes separan muchos años de vida, pero les une su país, la lengua y la literatura, se encuentran como Gómez de la Serna y Valle Inclán en la semblanza que el joven le hace al viejo cascarrabias, su vecino en Madrid y a quien vio en directo actuar y escandalizar en las noches bohemias y artísticas de la capital española en tiempos de la Generación del 98.
Leer el retrato que Gómez de la Serna hace del viejo barbudo gallego, autor de Tirano Banderas, nos ayuda a tomar distancia con toda esta parfenalia de falsos ídolos mediáticos que han inundado a la literatura hispanoamericana en los últimos tiempos y que, inflados por los poderosos consorcios editoriales, se lanzan como clásicos eternos sin razón ni mérito alguno, cuando aun no dan los primeros pasos de un largo camino.
Valle Inclán sería el ejemplo a seguir porque se trata de un verdadero caballero andante de la prosa que en cada oración nos sorprende con sus hallazgos y por el deseo permanente de trascender hasta el martirio los caminos andados por la literatura. Su larga vida caótica y excesiva está unida con sudor, valentía, pobreza, bohemia y lágrimas a su vasta obra, una catedral construida poco a poco a lo largo de las décadas contra viento y marea.
Basta abrir las páginas de Tirano banderas, novela que el boom convirtió en simple antecedente epigonal de la novela del dictador latinoamericano, para comprender que es un verdadero clásico no solo por la forma como aborda el tema sino por la prosa, que llega a unos niveles de tensión y genialidad caleidoscópica pocas veces vista en los autores de la lengua y que algunos emparentan como un clásico del rango del Criticón de Gracián, los poemas de Garcilaso de la Vega, las piezas de Quevedo y Lope y El Quijote de la Mancha.
Valle Inclán (1866-1936) viajó en su primera juventud a México y al parecer a otros países de América, donde se nutrió del castellano transmutado, sincretizado, lo que se percibe con toda claridad en los recursos y excentricidades de su prosa y con gran acierto en el retrato de ese tirano tropical y la sociedad corrupta donde medraban nativos y gachupines en un aquelarre fenomenal de injusticias y arbitrariedades que cimentan el horror político y social de España y América Latina.
Además fue un hombre de convicciones y de palabra, un rebelde que mantuvo su independencia de los poderosos, cosa que los escritores hispanoamericanos de hoy, mansos como bueyes, cariacontecidos pedidores de limosnas y aplausos falsos, no suelen hacer, sino todo lo contrario.
Perdió su mano en alguna de sus riñas y llevó con honor la manquedad, aunque por supuesto esa falta de extremidad de Valle Inclán fue callejera y no se dio con la gloria de la del manco de Lepanto, que fue en una batalla decisiva para el Occidente de entonces.
Ese carácter caballeresco del barbudo autor, esa rebeldía que lo hizo pasar muchas miserias, frío, contrariedades y hambres sucesivas, eran respetados por todos sus contemporáneos, entre ellos el gran nicaragüense Rubén Darío, que escribió sobre él el famoso poema "de las barbas de Chivo". El homenaje de sus contemporáneos se parece a los honores amistosos que le brindaron sus pares a ese otro gran rebelde de la bohemia de fin de siglo XIX, Paul Verlaine, que murió marginal, beodo y pobre en París.
La literatura no es una carrera burocrática ni una sucesión de genuflexiones sino un acto de rebelión frente a los medios y a los miedos ambientes, un alzarse contra el horror circundante y un grito con palabras molestas, lo que cumplió con creces Valle Inclán. Leerlo hoy nos curaría y nos vacunaría contra la infamia contemporánea de la literatura hispanoamericana, dominada por los mercaderes del templo.
Ahora que muchos petrimetres españoles y latinoamericanos siguen haciéndonos creer que la generación del boom fue el único big bang posible de la literatura hispanoamericana, cuando fue más que todo un big bang de marketing y viveza, que cambió el modo de hacer y vivir la literatura en lengua castellana por una forma venal y arribista, es saludable desempolvar los libros de las generaciones que vivieron en la primera mitad del siglo XX a un lado y otro del Atlántico.
Solo la terca ignorancia puede llevar a tantos burócratas literarios de hoy, críticos pagados por los consorcios editoriales o periodistas a sueldo de agencias o fundaciones, a repetir sandeces y a medrar sin espíritu crítico en espera de las canonjías, premios arreglados, honores inflados y ditirambos en la Sociedad de Elogios Mutuos en Madrid (SEMEM), como se ve en ciertos suplementos literarios en boga de la capital española.
Todos los pajes universitarios y periodísticos de las fundaciones y los consorcios editoriales españoles que han chupado de los presupuestos estatales como monstruosos becerros, deberían abrir sus ojos, si es que tienen, para explorar entre decenas de escritores menos mediáticos que tanto en España como en todos los países latinoamericanos ya escribían y hacían camino desde los tiempos de Rubén Darío hasta antes del fenómeno editorial creado por Seix Barral en los años 60 y 70.
Y a su vez deberían explorar a los escritores latinoamericanos actuales menos famosos, coetáneos del boom, mexicanos, colombianos, argentinos, uruguayos, chilenos y venezolanos, que tienen obras extraordinarias y cuya presencia se da y es activa fuera de los reflectores en casi todos los países del continente.
Hacernos creer que antes sólo había un mundo de polillas incrustado en la prosa y que de repente un grupo de escritores instalados en París y Barcelona lo demolieron con ayuda de la madrina Carmen Balcells y su chequera, no solo causa risa sino que avergozaría a los más lúcidos de esa generación, como Julio Cortázar, José Lezama Lima, Virgilio Piñeira y Emir Rodríguez Monegal, un crítico que se deslindó de esas idolatrías ingenuas alimentadas por la insistencia mediática.
Basta lanzarse en la piscina de los modestos libros publicados por la colección Austral en Buenos Aires mientras reinaba la dictadura en España, para encontrar modernos extraordinarios como Ramón del Valle Inclán, el autor de Tirano Banderas, Flor de Santidad, Voces de gesta y las Sonatas de Primavera, Estío, Otoño e Invierno y con él varios adalides de la Generación del 98.
Esos españoles de genio y figura como Pío Baroja, Azorín, Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno, para solo mencionar a unos cuantos, admiraron el genio de Valle Inclán y compartieron en Madrid con grandes latinoamericanos como Rubén Darío, ese sí un verdadero boom y gigantesco big bang todavía actual y el prosista Enrique Gómez Carrillo, que junto a Jose Mária Vargas Vila, fue otro de los más grandes best sellers hispánicos de todos los tiempos que luego pasaron al olvido.

* Don Ramón María del Valle Inclán. Por Ramón Gómez de la Serna. Colección Austral. Espasa Calpe S.A . Madrid. España. 1959. 217 pp.


jueves, 15 de noviembre de 2012

EL DUDOSO BIG BANG DEL BOOM

Por Eduardo García Aguilar
En Madrid, la Cátedra Vargas Llosa y varias universidades llevaron a cabo esta semana, con la presencia de los príncipes Felipe y Letizia, y en medio de la más absoluta oficialidad literaria, un coloquio para  celebrar los 50 años del boom latinoamericano, que, según ellos, se inició en 1962 con la publicación de La ciudad y los perros del autor peruano, convertido desde entonces en una especie de mesías del éxito.
Ese coloquio pareció otro episodio más del culto a la personalidad del exitoso Premio Nobel y ex candidato presidencial, cuyas ideas conservadoras en todos los ámbitos habidos y por haber, tanto en materia estética como política ya todos conocemos, y que han provocado con toda razón en las últimas semanas varios textos críticos de intelectuales hispanoamericanos en torno a su último libro de ensayos patriarcales, donde como un viejo y rancio prelado despotrica desde el púlpito contra el arte, la cultura y las tecnologías modernas, considerados como un peligroso aquelarre pagano que nos lleva a la deriva.
Después de una serie de ditirambos al organizador y padrino del encuentro, y la presencia de escritores y críticos bien escogidos y domesticados para la ocasión, la conclusión final un poco abusiva es que ese movimiento transformó para siempre la literatura latinoamericana y que a partir de ahí hay un antes y un después, como si se tratara del mismísimo big bang o la creación del universo, surgidos de los soplos protéicos del sabio inca.
Para empezar, sería un poco abusivo concentrar el origen  histórico del movimiento en la obra emblemática del gran escritor peruano, cuando sabemos que antes de esa novela ya estaban en activo desde hacía tiempo autores como Juan Rulfo, Felisberto Hernández, Manuel Mujica Láinez, José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti, Miguel Angel Asturias, Alejo Carpentier y Carlos Fuentes, entre otras extraordinarias figuras del ámbito regional y eso sin mencionar a Jorge Luis Borges y Octavio Paz, que no eran novelistas.
Nadie va a negar aquí la importancia y la vasta obra de Vargas Llosa, a quien todos los adolescentes escritores de mi generación admirábamos y tratábamos de imitar en nuestros primeros escritos, ni la valentía suya de expresar sus ideas reaccionarias contra la corriente del pensamiento en boga a lo largo de décadas de sueño revolucionario y dominio del catecismo marxista-leninista y guevarista.
Por eso, haciendo uso del espíritu crítico al que el nos invita, habría que hacer un balance mucho más matizado de ese fenómeno literario, que fue antes que todo un magnífico golpe de publicidad y marketing, aplicado en un momento preciso en que confluían varias condiciones perfectas para su éxito: las ilusiones de un mundo nuevo latinoamericano con el triunfo de la revolución cubana en el marco de la guerra fría, la necesidad desbordada de exotismo latinoamericano en los países europeos que recién salían de la oscuridad de la posguerra y el deshielo cultural experimentado en España en los estertores de la abominable era de Francisco Franco.
Vargas Llosa, Carlos Fuentes y García Márquez y los otros miembros del boom se convirtieron entonces en las contrapartes literarias del Che Guevara, o sea escritores heróicos representantes del exotismo latinoamericano de poncho colorido y bigote, que llevaban en sus bolsos de hippies todos los muchachos del continente y de Europa en tiempos de la era del Peace and Love y la Revolución.
Así como en los tiempos de la Revolución Mexicana de 1910 todos los radicales latinoamericanos anticlericales llevaban en sus faltriqueras los demoniacos libros de Jose María Vargas Vila, el primer gran best seller continental, los libros del boom significaron entonces una posibilidad de afirmarse como región y creer con inocencia que el centro del mundo se hallaba en la llamada entonces "Nuestra América", intronizando una ideología nacionalista y antiimperialista que fue perfeccionada desde las oficinas de Casa de las Américas en La Habana por los escritores oficiales de la Revolución.
Vargas Llosa era entonces, antes de volverse un airado y converso hombre de derechas, un compañero de ruta de esas ilusiones revolucionarias y sus inicios y primeros éxitos se dieron precisamente en la ola de ese extraño espejismo que hipnotizó a miles de jóvenes estudiantes y gran cantidad de intelectuales del ámbito latinoamericano y mundial.
El boom logra lanzarse con dos figuras nuevas y exóticas, Vargas Llosa y García Marquez, frescos ejemplos de esos muchachos periféricos de las clases medias que triunfaban desde la profunda América Latina y se aupaban a los cenáculos más exclusivos del mundo editorial barcelonés, apadrinados por Carlos Barral y la gran agente literaria Carmen Balcells, inventora y maga del soberbio fenómeno editorial.
En medio de las fiestas en torno al peruano en Madrid, solo se escuchó desde afuera una voz crítica en medio de la salva de ditirambos pronunciados por los comensales invitados: la de Luis Harss, autor del libro Los Nuestros, considerado la biblia inicial de ese movimiento y que surgió por azar en el momento exacto y en la ocasión esperada, elaborado por un joven de 26 anos que fue incitado por Julio Cortázar en París a reunir una serie de entrevistas de los autores emergentes del boom.
Harss fue el inventor azaroso del concepto y hoy mismo se asombra de que haya tenido tanto éxito. Requerido y desenterrado por la prensa en las profundidades de Estados Unidos, aceptó con paciencia las entrevistas, aunque afirmo sin ningun temor que desde hace muchas decadas ya no le interesa ese movimiento y que sus intereses en materia estética y cultural van por otros rumbos.
Con gran elegancia, lucidez y honradez intelectual afirma que la obra novelística de Vargas Llosa es demasiado convencional, más un asunto de exito que de verdadera exploración literaria y que cuando leyó por primera vez Cien años de soledad, le pareció un catálogo de anécdotas. Además sugiere que poco a poco emergen del olvido los verdaderos grandes autores de esa época, encabezados por los uruguayos Onetti y Felisberto Hernández y otros posteriores como Salvador Garmendia y Manuel Puig.
El boom fue una polvareda folclórica que ocultó un gran movimiento intelectual latinoamericano preexistente desde los años 50 en todas las capitales y era más acorde con el mundo y la cultura universales y los vasos comunicantes de la modernidad.
La novela mercancía no es el único género literario válido y ahora resta recuperar y explorar el mar inmenso de la poesía, el ensayo, la filosofía y la prosa libre de varias generaciones sepultadas por un fenómeno que es menos importante y crucial de lo que afirman en Madrid los adoradores de ídolos con pies de barro.






* En la foto, García Márquez recién golpeado por el matón Vargas Llosa, en México, a mediados de los años 70.

domingo, 4 de noviembre de 2012

EL ESCÁNDALO BRYCE

Por Eduardo García Aguilar
Tienen toda la razón José Emilio Pacheco y Juan Villoro, entre otros muchos notables escritores mexicanos de todos los sectores, desde las revistas Nexos y Letras Libres hasta la academia y la calle, en lamentar el triste episodio del último premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2012, que, dotado en parte con dineros del contribuyente, fue entregado en la clandestinidad a Alfredo Bryce Echenique como un homenaje desvergonzado a los listos y a los vivos que plagian.
De repente, en un torbellino infernal, se reunieron todas las taras odiosas que caracterizan el panorama intelectual hispanoamericano desde hace unas décadas, cuando los diques de la vergüenza, la indignidad y la falta de ética se desbordaron en total impunidad de la letrina literaria, ante la inercia mansa del foro ciudadano.
Cuando confluyen la Universidad, el Estado y el gremio editorial, donde se supone debe reinar el sagrado derecho de autor como contraparte letrada de los derechos humanos y al mismo tiempo se usan dineros públicos provenientes del contribuyente, deben aplicarse la ética, la honradez crítica, el rigor académico, el estudio vasto de las letras estén donde estén, pobres o ricas, capitalinas o provincianas, y desterrarse el contubernio permanente e impune de los listos de la farándula.
Se suponía que la corrupción era coto vedado de las castas políticas y financieras, ante las cuales los ciudadanos perdemos todas las batallas, cuando no la vida, pero ahora terminó por corroer los ámbitos literarios y las ferias del libro, donde editores, escritores y críticos avivatos negocian intercambios de favores y crean clubes endógenos de premiadores profesionales que van de feria en feria haciendo la fiesta como reyes Midas con dineros ajenos. Por supuesto que términos como ética, honradez, transparencia, derechos humanos y de autor, parecen pasados de moda y asuntos para ingenuos e incautos pobretones que no están en el ajo o no tienen la impudicia de venderse siempre al mejor postor como Fouchés intercambiables de las letras y la cultura.
Primero, la Universidad debería ser garantía irrestricta de ética, porque se supone que en los llamados templos del saber el derecho de autor es rey y el plagio la vergüenza y el escarnio absolutos. Cuando algo así se descubre, como ocurrió en Alemania hace poco al ministro de Finanzas, el funcionario, por más talentoso que fuere o por más poder político que tuviere, debe renunciar de inmediato. Lo mismo ocurrió en México hace unos meses, cuando un poderoso editor de Alfaguara a lo largo de décadas y alto dignatario de la Universidad Nacional Autónoma de México tuvo que renunciar al premio Villaurrutia y a su cargo al reconocer con humildad su labor de plagiario, en medio de las críticas de los escritores mexicanos que ya no tragan entero.
En ambos casos la universidad alemana y la mexicana no podían dejar pasar el asunto, porque la impunidad sería la entronización definitiva del plagio como una de las bellas artes y el triunfo de los vivos y los listos sobre los humildes que se devanan los sesos lejos de los cenáculos de poder en largas noches de lectura y trabajo.
El mundo editorial en general y las grandes ferias del libro en particular, como las de París, Frankfurt, Bogotá, Madrid, Buenos Aires, Nueva York o Londres, herederas de Gutenberg o Casiodoro de Reina, son pasadizos donde debería rendirse homenaje no a los avivatos y a los avorazados o a los best-sellers mediáticos, reyes del escándalo y la clownería, sino a escritores en éxodo o en exilio interior, que claman en el desierto o en la oscuridad lejos del poder político y la plutocracia y muestran el camino a los nuevos en sus búsquedas, angustias o ilusiones.
Los grandes consorcios editoriales recientes han desvirtuado por desgracia el derecho de autor. Sabemos muy bien que utilizan los nombres de los escritores como marcas en su insaciable búsqueda de ganancias y que cuando éstos ya no tienen tiempo o talento les fabrican sus libros. Para ese efecto recurren a pobres ghost writers que usan los depósitos de manuscritos olvidados y luego lanzan tales obras como geniales producciones de las vedettes del momento, como ocurrió en los recientes casos de dos Premios Nobel, Camilo José Cela y José Saramago, y de un gran best seller y académico español, Arturo Pérez Reverte.
Todos sabemos que los millonarios premios de las editoriales Planeta y Alfaguara son arreglados de antemano para autores de su catálogo y que son ilusos los cientos de autores que envían manuscritos a esas justas que ya traen los dados y las cartas marcadas. Pero, bueno, en este caso, se podría decir que se hace trampa con dinero privado y no público.
Otra cosa es cuando gobiernos pobres o en crisis destinan ingentes sumas para premios como el FIL, de 150.000 dólares, que se entregó en secreto en Lima a quien por desgracia, sean cuales fueren sus razones, y tal vez muy dolorosas, entró en la deriva generalizada de plagiar como un niño malo surgido de su propia novela Un mundo para Julius y engañar a los autores y a las publicaciones que confiaban en su nombre y que, como Nexos y otras, le pagaban por ello.
De este "desdichado" episodio, como dijo José Emilio Pacheco, sale algo positivo: los escritores, académicos e intelectuales mexicanos y latinoamericanos ya no tragan entero y están dispuestos a desenmascarar las imposturas y a luchar contra los vivos que se arrogan el derecho de nombrar a dedo a todos los premiados hispanoamericanos del momento en un jueguito donde la consigna es: yo te premio y tú me premiarás.
* Sobre la magnitud del plagio, ver http://www.proceso.com.mx/?p=323061