sábado, 23 de noviembre de 2013

LA PRINCESA PONIATOWSKA CONGELADA EN BOGOTÁ

Por Eduardo García Aguilar
Me encontré con Elena Poniatowska en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México antes de abordar el avión que nos conduciría a Bogotá para asistir el I Encuentro Internacional de Periodismo Cultural de la Feria Internacional del Libro de 1991, hace ya más de los veinte años del tango.
La princesa Poniatowska estaba ataviada con un inconsútil huipil de algodón blanco casi transparente y sandalias, como si se fuera a trasladar a Managua o a La Habana. Conocedor de los horrendos fríos de la temporada en la alta Bogotá de los Andes, a donde la señora Poniatowska nunca había ido, le dije aterrorizado que así no podía viajar a mi país y le expliqué con detalles que Bogotá no era una ciudad Caribe como la Cartagena o la Barranquilla de su amigo Gabriel García Márquez, sino una helada ciudad de los Andes, situada a 2.700 metros del altura, cubierta de bruma,  golpeada siempre por vientos, brisas, aguaceros y lloviznas heladas que se alternan a veces con destellos de un sol paramuno que puede ser calcinante.
Pero la Poniatowska parecía no creerme o no tomar en serio lo que yo le estaba diciendo, convencida de que la capital de un país tropical en plena línea ecuatorial no podía ser más que una ciudad igual de tórrida a las del Caribe cubano o centroamericano. Fue inútil cualquier consejo y como ya había documentado sus maletas y no llevaba al parecer bolsa de mano, se subio así en el avión mientras yo sufría al saber que al llegar a la capital colombiana en la noche, recibiría de inmediato un toque de hielo que la dejaría convertida en una estatua.
Así fue. Los organizadores que llegaron por nosotros nos llevaron hasta la Avenida Jiménez al Hotel Nueva Granada, en esos tiempos terribles del país cuando todavía vivía Pablo Escobar y morían cada día asesinados políticos, candidatos presidenciales, se derribaban aviones, aullaban en las caballerizas del Ejército centenares de izquierdistas torturados, y estallaban a diestra y siniestra coches bomba, por lo que aventurarse a Bogotá era ya un acto heróico, como yo vi al día siguiente en el rostro aterrorizado del aun joven editor, periodista y cuadro de Alfaguara y Prisa, el canario Juan Cruz, para quien también ese viaje sería el primero que haría en Colombia.
En 1991 Bogotá no había dado aun el salto urbanístico y modernizador que dio luego con Peñalosa y Mockus, sino que era un desastre total y mucho más en ese centro donde está situado el Hotel Nueva Granada, cerca de la vieja sede de El Espectador y de la histórica de El Tiempo,  a una cuadra de donde mataron en 1948 a Jorge Eliécer Gaitán, a unos pasos del Museo del Oro y donde siempre han pasado casi todas las cosas.
Poniatowska se subió esa noche a su habitación y yo a la mía sin saber que después de la medianoche las tenebrosas oleadas de hielo comenzarían a invadir la ciudad, situada en la Sabana preferida por los conquistadores y los antiguos indígenas chibchas.
El Hotel Nueva Granada, como otros similares modernos aparecidos en los años 50 y 60 del siglo XX, por ejemplo El Tequendama, fundado en 1954, El Continental y los Dann Colonial y de la Avenida 19, fueron grandes lugares a lo largo de las décadas y en los 60 tuvieron su fulgor, el tintineo de los cubiertos, la elegancia de sus botones, la agitación de sus salones de congresos y de recepción en los tiempos iniciales del Frente Nacional.
En tiempos de Ospina, Rojas Pinilla, los dos Lleras, Guillermo León Valencia, Bogotá todavía vibraba en su centro. Pervivían aun los cafés y tertuliaderos bohemios, restaurantes, clubes, librerías, tascas y la  séptima era todavía un lugar lleno de tiendas y almacenes de nivel. Ahora, tres décadas después el país se hundía en el narcotráfico y la ciudad se desmoronaba por todas partes.
Allí Poniatowska estuvo a punto de congelarse aquella noche. Un revuelo fenomenal tuve que mover en el edificio hacia la madrugada, cuando me informé que la princesa polaco-mexicana pedía ayuda, ya que no había traído prendas adecuadas y las frazadas no eran suficientes en su habitación de un piso alto. Me movilicé con los botones para tratar de salvar a la periodista, reportera, cronista, novelista, la gran diva polaca nacida en París en 1932, que en este otoño de 2013 acaba de obtener el Premio Cervantes.
A falta de calefacción o chimenea no sé cuantas frazadas tuvieron que llevarle a su habitación, pero aún así la autora de Lilus Kikus, La noche de Tlatelolco y Tinísima, de una belleza y elegancia  excepcionales que sedujo durante décadas en Mexico City a todos los varones señalados y hubiera podido ser por su belleza portada permanente de Vogue y Elle, al lado de Rita Hayworth y Lauren Bacall, seguía tiritando en las alturas andinas. Al día siguiente me dijo que le habían robado su cartera y no tenía dinero y estaba desolada  buscando a los organizadores del Encuentro.
Poniatowska no sabía que se estaba congelando en un punto histórico de la capital: a unos pasos de El Espectador, donde el joven Gabriel García Márquez realizó los primeros pasos de reportero hacia la gloria, a unos metros de la galería del fotógrafo Leo Matiz donde hizo la primera exposición el joven Fernando Botero, a metros de donde existió el café Automático, reino de los poetas León de Greiff, Luis Vidales y Eduardo Carranza y al lado de la oficina en que Alvaro Mutis trabajaba y donde preparó el sonado homenaje gastronómico a Brillat-Savarin.
Más de veinte años después, de manera sorpresiva, esta gran mujer, sencilla, activa, infatigable, militante izquierdista, que siempre ha estado tecleando en los últimos 60 años día a día como la reportera que da voz a los sin voz, y que siempre se sintió como una modesta periodista en su país adoptivo, ha sido galardonada con el Premio Cervantes como una de las únicas cuatro mujeres que se lo arrebataron a los hegemónicos varones hispanos y latinoamericanos.