jueves, 12 de diciembre de 2013

GOLPEADO POR WINNIE MANDELA

Por Eduardo García Aguilar
A lo largo de la vida las actividades de prensa nos llevan a cruzarnos con personajes históricos en cumbres, visitas, reuniones bilaterales, giras mundiales y conferencias de prensa. Pasa el tiempo y uno saluda a la vida porque durante diez días haya estado en el séquito de vaticanistas y periodistas del mundo que seguíamos en avión y en tierra al papa Juan Pablo II durante su histórica visita a México, o que haya tenido la oportunidad de recibir en 1991 un golpe de la enérgica esposa de Nelson Mandela, Winnie, por tratar de sacarle unas palabras y acercarle demasiado la grabadora al que venció al Apartheid en Sudáfrica.
Son las lides de la actividad periodística, que nos sacaron del destino contemplativo al que estábamos destinados para irrumpir de lleno en la vida contemporánea, en las realidades de la época, en los rastros de la historia de hoy, que tal vez algún día figurarán en los Anales. A veces en cumbres bilaterales de gobierno a las que se asiste como enviado, uno ha tenido que coincidir con presidentes como Fidel Castro, Bill Clinton o François Mitterrand o ver y hablar con Alberto Fujimori dos veces, una cuando era un novato recién llegado al poder y otra cuando estaba en la cumbre y era ya un simpático aunque arrogante mandatario que se eternizaba en el gobierno reeligiéndose y se hundía en la corrupción y los malos manejos.
Otras veces cuando uno ha estado obligado como agenciero -profesión de Juan Carlos Onetti, Ernest Hemingway y Gabriel García Márquez-, a entrevistarse con Carlos Salinas de Gortari o Ernesto Zedillo en el palacio de Los Pinos de México, y caminando por esos prados en charla informal, calibra con toda exactitud que hombres tan poderosos en su momento en un gran país como ése son solo seres humanos como cualquiera. Zedillo me respondió cuando le pregunté por qué la bandera mexicana allí tenía estrellas: "es que se supone que soy el jefe del ejército mexicano". Lo que indicaba todo lo patético del asunto.
Y esto sin contar en esa actividad efímera las figuras de la farándula cinematográfica vistas como Alain Delon, Catherine Deneuve, Cantinflas, o el gran Joseph Losey, o estrellas de la música como Pérez Prado o Joe Arroyo. Y así la lista se hace interminable si se incluyen los grandes escritores latinoamericanos como Julio Cortázar, Augusto Roa Bastos, Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Enrique Molina, Maruja Vieira, Meira del Mar, Juan José Arreola, Gonzalo Rojas u Octavio Paz, o de otros lados como Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir (encontrados en el Père Lachaise), Edgar Morin o Yves Bonnefoy o Henri Charrière, autor del best seller Papillon, vistos todos ellos en cementerios, plazas, cafés, o lugares inesperados. Y a eso agregamos artistas colombianos tan especiales como Alejandro Obregón, Edgar Negret, Fernando Botero, Ómar Rayo o Luis Caballero, entrevistados en circunstancias especiales en la gran tierra de Emiliano Zapata o en la de Asterix.
Todo este preámbulo me sirve para contar que tuve la fortuna, gracias al periodismo, de ver a Nelson Mandela (1918-2013) y ser golpeado por Winnie, su esposa de entonces, una exguerrillera y militante de armas tomar que, para proteger a su amado, no dudó en asestarme un golpe sudafricano en el pecho por acercar demasiado mi grabadora diminuta al líder Mandela, una de las figuras más importantes de la segunda mitad del siglo XX, con Fidel Castro, John Kennedy, Juan Pablo II y Mijail Gorbachov, entre otros.
No era aun presidente, pero negociaba con Frederik de Klerk el fin del Apartheid, al que se habían enfrentado los del Consejo Nacional Africano con las armas. Llegó en el marco de una gira a México para pedir ayuda en la parte final de las negociaciones que lo llevarían al poder. Era un hombre tierno, amable, amoroso, aun enérgico y me tocó estar en su llegada a la Cancillería azteca, donde no solo se entrevistó con las autoridades sino también con los opositores mexicanos, a los que saludó, entre ellos la militante Rosario Ibarra de Piedra, una pasionaria importante en ese país tan corrupto y violento.
Haber visto de cerca a Mandela me alegra. Porque es ejemplo para Colombia, donde reina el odio y la venganza y los espíritus de Sangrenegra, Veneno, Chispas y Desquite viven en quienes quieren eternizar la guerra porque les conviene económicamente o para alimentar sus sicopatías sanguinarias. Mandela pasó gran parte de su vida en la cárcel acusado de terrorista por los blancos de origen inglés que discriminaban a los negros, pero al final perdonó y quiso la concordia entre todos. Su sonrisa y su energía de paz salvó a Sudáfrica y lo condujo al Premio Nobel de la Paz.
Su espíritu, ahora que se ha ido para siempre, puede acompañar aún el proceso de paz en Colombia, donde los feroces enemigos pueden y deben reconciliarse. A Mandela lo vi y puedo atestiguar de su sonrisa y el aura suya, la de una figura del rango de Mahatma Gandhi, en cuya casa, donde fue asesinado, estuve en Nueva Delhi en 2000. Winnie Mandela, la que me golpeó en el pecho era otra cosa y tal vez por eso se separó de ella y se casó luego con la viuda del presidente Zamora Machel.
La lucha de Mandela y su larga vida seguirán iluminando a los que quieren desterrar el odio en los lugares donde reinó durante décadas y un día terminó como un milagro. Todas las guerras del mundo han cesado alguna vez, y esperemos que eso ocurra en Colombia bajo el patrocinio del gran sudafricano que ahora el mundo despide con reconocimiento.