martes, 8 de abril de 2014

MAGNITUD DEL GRAN GABO

Por Eduardo García Aguilar
Apenas se supo el jueves la noticia de que el Premio Nobel Gabriel García Márquez estaba hospitalizado en la capital mexicana, todas las agencias internacionales, AP, AFP, Reuters y EFE, entre otras, dieron alertas y difundieron con amplitud la noticia a todos los puntos cardinales y en las principales lenguas.
De repente, el estado de salud de García Márquez, aunque no era grave, revelaba a todos la magnitud y el rango literario adquirido por este escritor surgido desde las raíces más populares de la costa caribe colombiana, reino de la cumbia, el vallenato, el baile, los carnavales y el sol.
La prensa en masa rodeó el hospital en espera de noticias como si se tratara de un verdadero rock star y no era para menos, pues el escritor se convirtió en su tiempo en el símbolo máximo del continente latinoamericano, cuando Europa y el mundo vibraban todavía con las esperanzas revolucionarias generadas por Cuba y la figura crística del mártir Che Guevara y por otro lado, se incrementaba la militancia del Peace and Love, que celebraba la derrota estadunidense en Vietnam y buscaba la liberación de las colonias dominadas de manera sangrienta por el imperio estadunidense en el entonces llamado Tercer Mundo latinoamericano, africano y asiático. Con García Márquez los pueblos de la periferia, donde vive la “infame turba”, encontraron su voz casi bíblica.
Con su rostro inconfundible de turco o magrebí, bigote a lo Groucho Marx, actitud descomplicada, camisas de colores chillones y su gusto por la música vallenata, los boleros y la militancia de izquierda, García Márquez representaba la imagen de un escritor nuevo, popular, lejos de la figura del autor latinoamericano de tipo europeo, elitista, diplomático, solemne y pomposo, reinante hasta entonces en el continente. Para los europeos, la cultura latinoamericana quedaba encarnada en esas dos figuras rebeldes: el Che Guevara y García Márquez y los jóvenes izquierdistas y hippies del mundo se nutrían de ambos.
Cuando en la década de los 70 hice autostop con una chica para ir a Barcelona, no había automovilista generoso que al saberme colombiano no me hablase fascinado de Cien años de soledad y el mundo maravilloso contado por este autor en plena fama mundial, una década antes de recibir el Nobel en 1982. García Márquez era el líder del boom latinoamericano, fenómeno que no volverá a repetirse porque los europeos ya no deliran tanto con América Latina sino con las letras nórdicas, orientales, africanas o estadunidenses. Ya hemos pasado de moda.
García Márquez es el hijo mayor de un telegrafista y boticario aventurero e inteligente que iba de pueblo en pueblo en busca de oportunidades, y cuyo noviazgo con su madre Luisa Santiaga no fue del agrado de su abuelo el coronel Nicolás Márquez ni de su esposa. Debido a la pobreza y a que se llenaron de hijos como era usual en esos agitados tiempos, el futuro autor creció con el abuelo en la casona de Aracataca y fue formado en la primera infancia en las ideas políticas con sentido social.
Luego de la muerte del viejo patriarca se disolvió el mundo próspero de Aracataca, poblado por miles de jornaleros de la Compañía bananera y funcionarios estadunidenses de la multinacional, así como por emigrantes turcos o venezolanos, y otra vida comenzó para el niño, desterrado del reino inicial y obligado a volver a la casa de sus padres, que seguían errando por la zona.
Esa primera parte de su vida, los recuerdos de la casa, los relatos de las aventuras del abuelo y el padre y las noticias de la saga familiar iniciática en la amplia zona costera son los elementos básicos de esa obra extraordinaria basada punto por punto en hechos reales sobre los que la pluma del Nobel hizo, según él mismo dijo, una “transposición poética” de la realidad.
Dasso Saldívar en la magnífica biografía Viaje a la semilla comprobó con detalles la base real de cada una de las escenas de sus libros como La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada e incluso su obra sobre Bolívar, El general en su laberinto, homenaje cifrado a la arteria central de Colombia, el río Magdalena, por donde viajó muchas veces el Gabo adolescente.
Un lustro después tuvo la suerte de ser becado adolescente para ir a estudiar el bachillerato en la helada Zipaquirá, donde los poetas de la generación de Piedra y Cielo le enseñaron literatura. Allí leyó todo y se volvió el sólido escritor que sería luego de leer La montana mágica y José y sus hermanos, de Thomas Mann.
Más tarde se volvió periodista, la profesión central de su vida de la cual nunca reniega, y luego de vivir en París, Venezuela, Colombia, Cuba y Nueva York, donde trabajó para Prensa Latina, llegó atraído por Álvaro Mutis a México, que se convirtió en su país adoptivo y lugar donde escribió su obra maestra y la mayor parte de sus libros.
Una simple gripe suya nos ha puesto en alerta en el mundo a todos los que hemos crecido con él en estas largas décadas de su reino absoluto literario. De repente en las redacciones de las agencias y los periódicos resurgió la magnitud de este autor que todos los grandes escritores del mundo, estadunidenses, turcos, nórdicos, rusos, europeos, asiáticos y africanos reconocen como un gran maestro. Su escritura única, el sonido de sus palabras, la profundidad de sus imágenes, mundos y personajes vuelven a girar en nuestra memoria, con la fuerza de su inmenso e inagotable talento.
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Publicado en Expresiones, de Excélsior, México D.F. Domingo 6 de abril de 2014 
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