sábado, 1 de noviembre de 2014

RAYMOND ARON, UN SENSATO ABURRIDO



Por Eduardo García Aguilar

Con el título de Un espectador comprometido, dos jóvenes discípulos suyos publicaron en 1981 un libro de conversaciones con el filósofo, historiador, sociólogo, periodista y politólogo Raymond Aron (1905-1983), una de las figuras intelectuales más controvertidas y urticantes de Francia en la segunda parte del siglo XX, considerado durante mucho tiempo un anacrónico anti-Jean Paul-Sartre, pese a que ambos fueron jóvenes amigos y condiscípulos en la Escuela Normal Superior en los años 20. Jean Louis Missika y Dominique Wolton, entonces de 30 y 34 años de edad, se acercaron al viejo maestro y le propusieron un diálogo en torno a la compleja historia del siglo XX y sus posiciones y compromisos a lo largo del periodo marcado por el auge de Hitler, la II Guerra mundial, los años de la Guerra Fría y la prosperidad de la posguerra en el marco del atlantismo europeo en alianza con Estados Unidos.

Aron y Sartre se formaron juntos en los años 20 y todo parecía que serían amigos toda la vida, pero los acontecimientos de la historia en su país y en el mundo los separararon para siempre. Durante décadas dejaron de hablarse y Sartre odió a su amigo por elegir la democracia burguesa en vez de la Revolución marxista-leninista. Ambos, de origen judío, estudiaron en posgrados en Alemania durante los años de auge paulatino del Fürher, en una Alemania cada vez más poderosa y antisemita, dispuesta a volver a la guerra para vengarse de las viejas derrotas a manos de su enemiga ancestral Francia. Bajo la Ocupación nazi y los años posteriores, Sartre practicó la filosofía, la dramaturgia y la literatura convirtiéndose poco a poco en la mayor figura literaria del momento, mientras Aron se trasladó a Londres, donde trabajó al lado de De Gaulle y tras la Liberación regresó para dedicarse al modesto periodismo.

Tras la derrota alemana, De Gaulle entró triunfalmente a Francia y se inició un largo periodo de reconstrucción y progreso continental que separó aún más a los amigos. De las ruinas de la guerra y la repartición de Europa surgió la Guerra Fría: a un lado quedó una Europa occidental, democrática y pro-estadounidense, moderna, y al otro una Europa del Este sovietizada y marxista-leninista bajo el mando de la Unión Soviética de Stalin. Las cosas quedaron así en el statu quo simbolizado por el Muro de Berlín y nadie, ni rusos ni americanos estaban interesados en una nueva guerra.

Aron habría de convertirse en el activo ideólogo de la élite del atlantismo pro-estadounidense, mientras Sartre, como casi toda la intelectualidad progresista del momento, fue seducido por el marxismo-leninismo, convertido en esos años en una religión utópica por fuera de la cual todo intelectual que no adhiriese al sueño revolucionario era considerado un réprobo reaccionario aliado de los gringos y de la CIA. Sartre fue el intelectual máximo de las izquierdas y guía moral de la rebelión de mayo de 1968, e incluso hacia el final de sus días fue seducido como otros muchos por el delirio maoísta. Aron, al contrario, estuvo firme del lado de la democracia burguesa encarnada en la V República del general De Gaulle y con André Malraux desfiló para impedir el improbable triunfo de la revuelta, cuyo líder estudiantil Cohn-Bendit, Dany el Rojo, terminó convertido en un sensato y respetado congresista demócrata europeo que acaba de jubilarse con aplausos.

La ruptura fue total entre ambos, pero hoy, más de 30 años después de estas conversaciones de Raymond Aron con sus discípulos, las cartas han sido repartidas de nuevo y tal vez las ideas moderadas y aburridas del viejo filósofo agnóstico y liberal se revelaron mucho más sensatas que las del viejo filósofo, novelista y dramaturgo revolucionario Sartre. Aron, admirador y estudioso de El Capital de Carlos Marx, advirtió siempre contra los sueños utópicos de un mundo perfecto, dominado por la "vanguardia de la historia", o sea el proletariado, según lo planteado por el credo. El proletariado en el poder terminaría al fin con la historia y traería el paraíso en la tierra, donde todos los hombres serían felices e iguales.

Tal utopía encarnada llevó por el contrario a los horrores del totalitarismo y el "Gulag" en la Unión Soviética de Stalin, el "padre de los pueblos", denunciados en los libros de Alexandre Sojenitzin; a la oscuridad mansa en los países del Este ocupados y manejados por una nomenklatura burocrática pro-soviética; a las masacres y abusos en el reino delirante del gran timonel Mao Tse Tung, "sol rojo que ilumina nuestros corazones"; y después, a las terribles experiencias de Camboya al mando de Pol Pot y de Corea del Norte, bajo la dinastía de los Kim, cuyo último heredero es un payaso cruel que tiene de rehén a su hambreado pueblo. Y eso sin hablar de la larga hegemonía de los hermanos Castro a lo largo de más de medio siglo en Cuba, tal vez propiciada por la propia intoleracia de los ultras de la derecha estadounidense.

Nadie en este momento niega las realidades provocadas por los totalitarismos de izquierda, como tampoco por supuesto ignora los horrores cometidos por el Imperio Norteamericano y los grandes capitales multinacionales de Occidente durante sus múltiples intervenciones sangrientas por el botín en América Latina, Africa, Oriente Medio y Asia, donde se sembró el terror en las guerras de Vietnam e Irak o propiciando golpes sangrientos como el de Pinochet en Chile, a nombre de la supuesta democracia occidental.

Raymond Aron, muchas de cuyas ideas coyunturales no siempre se comparten y a veces causan urticaria, abogaba por un punto intermedio, aburrido por lo sensato: más que ir a la aventura tras utopías perfeccionistas, totales y gloriosas de derecha o izquierda, que terminan en baños de sangre, más vale tratar de vivir en un mundo imperfecto de equilibrios de poderes donde se pueda debatir en torno a la realidad concreta y ajustar las políticas gubernamentales a las coyunturas y avatares de la historia y los ciclos económicos. Saber que vivimos en un mundo defectuoso e imperfecto, siempre en riesgo por las ambiciones de la humanidad codiciosa, violenta e injusta, pero con la convicción de que el paraíso terrenal no llegará nunca como lo piensan las religiones y las ideologías.