domingo, 26 de abril de 2015

ÉXODO HUMANO Y PLUTOCRACIA ANCESTRAL

Por Eduardo García Aguilar
Cientos de miles de seres humanos huyen en estos momentos de África y Oriente Medio, donde los poderes de la humanidad, bajo el pretexto de guerras religiosas, se pelean por los recursos naturales y las rutas que definirán quiénes serán los amos del mundo en las futuras décadas.
Cada día se hunden barcos llenos de gente aterrorizada por los ejércitos de la maldad humana, inocentes víctimas que después de abandonar casas, tierras y pertenencias no tienen más destino que huir por todos los medios, granjeando en el camino incontables horrores posibles, lapidaciones, decapitaciones, violaciones o la muerte por calor o inanición, antes de llegar a las playas de Libia en busca de un barco que los lleve a la otra orilla del Mediterráneo, en las costas de Lampedusa, Malta o Sicilia.
El domingo pasado uno de esos barcos precarios se hundió con casi mil personas a bordo, muchas de ellas hacinadas en las bodegas como en los tiempos de la esclavitud y los barcos negreros que cruzaban el Atlántico. Adentro iban familias enteras, muchas de ellas de clase media, con niños, ancianos, enfermos, gente que buscaba huir de la muerte segura en sus tierras y la hallaron en los mares, en las puertas de Europa, la de Ulises y Virgilio, ante la mirada fría de los burócratas de la Unión Europea y la desconfianza de una población egoísta y nacionalista que ve en ellos una amenaza para sus privilegios.
Estamos en el siglo XXI y vivimos en el apocalipsis permanente, el que fue relatado en los libros sagrados. Moisés encabezaba a su pueblo por los desiertos en un éxodo sin fin que lo llevaba en busca de tierras prometidas. Igual ocurre hoy sin Moisés y sin tablas de la Ley y con una humanidad perfeccionada que construye las más letales armas y cuyos líderes y dueños medran como hienas en busca de territorios, yacimientos, minas, bosques, que depredarán sin fin hasta que todo aquello se vuelva un desierto incandescente.
Todo eso ocurre en las puertas de Europa: mil personas ahogadas en el fondo del Mediterráneo el domingo pasado y antes de ellas y después de ellas, otras miles, o decenas de miles, o centenares de miles tal vez, muriendo como moscas en el mar interior de lo que fue alguna vez el Imperio Romano. Todo un continente encendido en manos de dictadorzuelos millonarios y presidentes corruptos, familias dinásticas de ladrones apoyados por las potencias para dominar sus tierras y venderlas al mejor postor.
Como buitres, Estados Unidos, las potencias europeas, China, Rusia, los capitales financieros mundiales, la industria armamentista, los oligopolios y la plutocracia de los jeques árabes, todos ellos juntos dedicados a bombardear, enviar mercenarios, drones, ejércitos, listos a la captura y el pillaje de la mitad del mundo, sin compasión ni medida alguna. Ya están arrasados países como Siria, Libia, Yemen, Malí, Irak, Afganistán, y poco a poco, uno tras otros serán arrasados los países en esta conflagración sin fin. Colombia, México y varios países centroamericanos siguen la misma suerte en medio de desplazamientos y genocidios sucesivos. Los buitres de la plutocracia sueñan con la desestabilización de América del Sur y el retorno a los tiempos de las dictaduras militares.
No es la primera vez que esto ocurre ni será la última. La historia de la humanidad es la sucesión de este tipo de acontecimientos, con escasos momentos de una relativa concordia, que fue solo la calma que anunciaba la tormenta. Los investigadores que estudian los restos de los primeros humanos llegados a América por el norte desde Asia hace unos 15.000 años, descubrieron en los huesos de aquellos individuos los rastros de una violencia terrible y las huellas de batallas innombrables por los territorios.
Y así sucesivamente arqueólogos y antropólogos que se asoman al lejano comportamiento de aquellos pueblos en todos los puntos cardinales del planeta comprueban el nivel de violencia que reinaba entre ellos bajo el mando de sus caciques y guerreros sanguinarios. Los aztecas constituyeron una dictadura sanguinaria y tanática que se imponía a todos los pueblos mesoamericanos, los esclavizaba y les cobraba tributos. El Tahuantisuyo no era tampoco ningún paraíso.
La población humana de los asentamientos milenarios en el Indus, el Ganges, el Éufrates, el Danubio, el Tigris y El Nilo, entre otros grandes ríos, estaba siempre angustiada a la espera de las huestes de depredadores que se insinuaban desde lejos y que al llegar arrasaban con todo, matando a los hombres y secuestrando a las mujeres, de la misma forma que el año pasado los fanáticos africanos de Boko Haran secuestraron centenares de estudiantes adolescentes para repartirlas entre sus soldados hambrientos de carne fresca.
Después, pasado el tiempo, aquella barbarie se disfrazó de civilizaciones y monarquías, de religiones e ideologías, de ideales utópicos y temores raciales y bajo el treno de los libros sagrados y los discursos, las arengas, los anatemas, las conjuras y los insultos ha continuado por otras vías con el mismo guión. La democracia occidental trata de imponer por la fuerza su ideario a unos pueblos, pero se alía con otros a los que tolera sus iniquidades. Invade a unos países, pero no hace nada frente a la intolerancia de los jeques millonarios de Arabia Saudita, sus aliados, que mantienen en el oscurantismo a las mujeres y decapitan y lapidan a los infieles y financian ejércitos asesinos de yihadistas. Lanzan el grito al cielo por Ucrania, asedian a Rusia, pero callan en otros lugares del planeta donde les conviene.
África y Oriente Medio arden después de las acciones irresponsables iniciadas con las guerras de Irak y las agresiones a pueblos inermes que caen bajo las bombas, encendiendo odio y fanatismo. El yihadismo es una hidra creada por todos esos intereses plutocráticos devastadores. Ahora poblaciones enteras huyen y tocan en las puertas de Europa. Según cifras recientes, el desplazamiento actual de seres humanos llega o sobrepasa los niveles dantescos de la Segunda guerra mundial. Tal vez no lo sabemos, pero ya estamos en guerra, lo que no es nada nuevo porque el mundo siempre ha estado en guerra y tal vez seguirá estándolo mientras el ser humano exista. Recordemos a Homero y su Ilíada, recordemos la Biblia y todos los libros sagrados: nada nuevo hay bajo el sol.


* Publicado en La Patria, Manizales, Colombia. 26 de marzo de 2015.

domingo, 19 de abril de 2015

LECCIONES DE GÜNTER GRASS y GARCÍA MÁRQUEZ

Por Eduardo García Aguilar
Una tras otra las viejas glorias literarias del siglo XX desaparecen y los contemporáneos nos adaptamos poco a poco a su ausencia, cuando décadas antes aparecían como figuras inmortales, necesarias, similares a la argamasa primordial que lograba mantener en pie continentes o países rotos por guerras y miseria. García Márquez (1927-2014) y Günter Grass (1927-2015), nacidos el mismo 1927, desparecieron ambos en abril, con un año de diferencia.
No sabemos si este tipo de figuras que servían de cúpulas protectoras a lenguas, naciones o continentes desatrasados podrán repetirse como se venían repitiendo desde tiempos inmemoriales, pues son aun imprevisibles los cambios radicales que la cultura ha experimentado en las últimas décadas, luego del fin de la era de Gutenberg y del viejo humanismo greco-latino reinante durante dos milenios.
La gloria antes caía como lengua de fuego a los santos mártires que morían por las religiones cuando eran exterminados mientras viajaban a pie de pueblo en pueblo difundiendo la palabra de nuevos evangelios prohibidos. Al mismo tiempo, la pétrea gloria convertía en estatuas a guerreros que fundaban imperios y recorrían el mundo como Alejandro Magno para ampliar sus límites y sojuzgar lejanos pueblos a quienes imponían la ley y el silencio.
Hubo un momento en que la gloria ardió en las tonsuras de poetas, escritores, novelistas, humanistas, que como Cervantes Saavedra dieron unidad a una lengua, o que, como García Márquez crearon biblias de pueblos hasta entonces silenciosos, sojuzgados y humillados. Los héroes de la espada subieron con honores a las estatuas desde los tiempos de Darío y Ciro hasta los de Bolívar o de los guerrilleros heroicos tercermundistas del siglo XX, últimas remanencias de un arcaismo sangriento.
Los padres literarios de las patrias fueron hallazgos venerables de los pueblos que salían de la ignorancia y accedían a la lectura y a la educación masiva gracias al nuevo soporte inventado por Gutenberg y que dejó atrás papiros y pergaminos. Se convirtieron en figuras laicas, sacerdotes de la palabra que servían de ejemplos a las juventudes y consejo a los jefes de Estado. En Francia, Víctor Hugo, excelente dibujante, vivió todas las guerras y exilios y murió venerable y barbado, después de estar en todos los combates de la Nación con N mayúscula, surgida después del Imperio Napoleónico. El maestro, el patriarca, el poeta nacional, el panfletario de la patria reemplazaba como Voltaire al viejo santo iluminado y entre sus funciones estaba saber de todo y opinar de todo, dar consejos, visitar los palacios de los reyes, escribir poemas, piezas de teatro, memorias, y aconsejar al Príncipe.
Goethe el alemán, amigo de príncipes fue la máxima figura marmórea en vida, que sabía contar cuentos populares, crear obras como la de Fausto y su Mefistófeles, inventar a Werther el enamorado, cantar en los más bellos poemas la naturaleza de los Alpes, ejercer de botanista y entomólogo, explorar los colores y viajar con emoción hacia la Italia eterna. Padre de la patria, adorado en vida y después de la muerte, Goethe es el emblema de la inmortalidad literaria de los viejos tiempos humanistas que parecen concluir para siempre.
Günter Grass y García Márquez fueron en cierta forma las versiones máximas recientes de esa figura patriarcal que daba seguridad con sencillez y humor a millones de súbditos de sus lenguas y otros muchos que los conocieron y se identificaron con ellos en otros ámbitos. Ambos vivieron desde antes de nacer los múltiples desastres de sus respectivos países. García Márquez con la guerra de los mil días, la masacre de las bananeras y el 9 de abril y el holocausto posterior y Günter Grass con los rastros de la primera guerra, el ascenso de Hitler, la II guerra mundial y el fin catastrófico de Alemania, de la que no quedó piedra sobre piedra. Ambos tenían bigote y cierto aire plebeyo que los identificaba con la humanidad terrenal y corriente de proletarios y malevos. Ambos eran buenos en el buen sentido de la palabra buenos y eso se palpaba al hablar con ellos.
García Márquez bailaba y cantaba y se ponía camisas floridas y pantalones blancos. Cuando se hizo millonario usaba mocasines marca Gucci de color púrpura. Solía bromear con todos y sacarle la lengua a las bellas fotógrafas. Nunca se consideró un "intelectual" de esos que pontifican y miran al resto del mundo como si fueran cucarachas ignaras. Era simplemente un muchacho costeño del pueblo que se daba el lujo de ser buscado por presidentes y príncipes del mundo y que todo lo que logró en vida fue por su propios méritos, quemándose las pestañas estudiando en un gélido colegio laico de Zipaquirá donde lo formaron los poetas piedracielistas y los viejos maestros humanistas de esa época que usaban corbatín.
Günter Grass era excelente escultor y dibujante de mérito y le gustaba el jamón serrano y el buen vino español. También fue un hombre de pueblo, sencillo, un muchacho que vivió la guerra y vio su país aniquilado por el delirio de un loco iluminado y todas la ciudades arrasadas una tras otra, antes del caos final y la secesión de su patria en dos entidades opuestas que mucho tiempo después se reunificarían y volverían a vivir prósperas. Acompañó como patriarca la reconstrucción de su país y a través de sus obras grotescas y gargantuescas hizo hablar las angustias de un pueblo derrotado. Todos los príncipes y los ministros lo solicitaban en busca de consejo. Era un artista nato. Un ser humano caluroso.
Tuve la inmensa fortuna de conocer a ambas figuras y al hablar con ellos en Berlín o en Ciudad de México capté la sencillez esencial de los padres de la patria, de los viejos patriarcas literarios de la era humanista, en quienes se concretó el espíritu de la lengua y la cultura popular de sus patrias destruidas. Eran enormes escritores y lo sabían, pero no se las daban, pues fueron grandes bromistas surgidos del pueblo, gnomos bigotudos que seguían soñando con ogros y princesas dormidas en el bosque de una inocencia infantil, delirante y perfecta.

* Artículo publicado el domimgo 19 de abril de 2015 en La Patria. Manizales. Colombia.
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FOTOS: * En la primera foto, Gunter Grass con su inconfundible pipa. La siguiente foto aparezco con GGM en 2003 conversando en la libería Gandhi de Ciudad de México, la última vez que lo vi (Foto de Pascal Borzelli Iglesias). La tercera foto, estoy al lado de Gunter Grass con un grupo de escritores latinoamericanos asistentes al congreso Internacional del PEN Internacional en Berlín, en 2006.
 

sábado, 11 de abril de 2015

LOS PACIFISTAS, DIÓGENES Y EL ODIO

Por Eduardo García Aguilar

El nuevo estrechón de manos de Barack Obama y Raúl Castro en Panamá antes del inicio de la Cumbre de las Américas el viernes 10 de abril es un ejemplo para quienes se empecinan en uno y otro bando de la izquierda y la derecha mundiales en el fanatismo y llevan a los pueblos a la guerra y la violencia sin fin, donde quienes sufren son y serán siempre los pobres y los débiles. En toda la historia de la humanidad han surgido y caído imperios por centenares, poderes que siempre soñaron con ser eternos, y las guerras más atroces han terminado algún día para ceder paso a décadas de paz y estabilidad, que por desgracia, pasadas las generaciones, vuelven a ensombrecerse por las nuevas veleidades bélicas de los descendientes lejanos de los guerreros de antaño.

Obama y Castro y sus asesores ya saben con toda lucidez que es inútil y ridículo después de medio siglo seguir sin hablarse ni mirarse a los ojos en una guerra fría que no lleva a ninguna parte, porque las viejas ideologías que representaron sus antecesores en el poder ya pasaron a la historia y el mundo se enfrenta hoy a otros retos terribles que ya no solo son políticos, religiosos e ideológicos, como los nuevos califatos medievales en auge, sino que ponen en peligro a la propia tierra, devastada por el llamado Antropoceno, era geológica que ya comienza a dejar en la corteza de la tierra huellas irreparables.

Tanto el imperio norteamericano, como el finado imperio soviético de Stalin y su colega chino desde Mao hasta hoy, coincidían y coinciden en creer en la industrialización y el crecimiento como los únicos objetivos ontológicos de la humanidad y en el trabajo y la esclavitud de campesinos, empleados y obreros como el único destino posible para el terrícola. Unos y otros creían y creen en la fuerza y tratan de imponer al mundo sus respectivos sistemas económicos e ideologías de la misma forma que el Führer Hitler y Mussolini quisieron imponerse con los suyos hace más de 80 años. Hoy todavía persisten en el error los discípulos lejanos de Stalin, Mussolini, Franco y Hitler. Y nosotros los pacifistas seguimos propugnando por el ocio y la paz y "el derecho a la pereza" reivindicado por Paul Lafargue.   

Todos los sistemas contemporáneos han pretendido y pretenden imponer sus designios por medio del terror y por eso la tierra está llena de espadas, machetes, cuchillos, minas, bombas atómicas, submarinos, tanques, misiles, fusiles, revólveres, kalashníkovs y bombas molotov. Con esas armas los poderosos de uno y otro bando logran que la gran mayoría de los habitantes de esta tierra, que somos pacifistas de facto, vivamos amedrentados. Ellos viven de vender y comprar armas y con ellas participan en el juego geopolítico de perder a veces y adueñarse otras de las riquezas del subsuelo, los paraísos hídricos, marítimos y agrícolas del planeta.    

Nosotros los pacifistas somos probablemente mayoría en el mundo, personas incapaces de matar a una mosca y sufrimos por el dolor de todos los seres que nos rodean, humanos, animales, árboles y paisajes. Pertenecemos por fortuna a ese lado de la humanidad que se niega a creer que con la violencia, la vociferación o el grito de terror se pueden solucionar los problemas, a ese segmento humano que se niega a ejercer el poder o a creerse superior a los otros por clase, ideología, religión, talento o color. Si fuera por nosotros los pacifistas, el mundo sería un oasis de relativa concordia, pero por desgracia otra gran parte de la humanidad no piensa lo mismo y nos amenazan con sus dientes de hienas sedientas y palabras envenenadas.

En todo el mundo a nosotros los pacifistas nos odian los poderosos de izquierda y derecha porque somos una amenaza para sus intereses y por eso sorprende la virulencia con que los violentos, sus líderes y portavoces nos atacan como si fuésemos las peores alimañas del planeta. No ahorran insultos, diatribas, denuestos, para atacarnos sin tregua y en momentos coyunturales de "efervescencia y calor" sacan las armas para matarnos como han hecho en Colombia y en muchos países del mundo contra ese tipo de personas que luchan por la tolerancia. Hay  que descargar las palabras del veneno del odio, porque también pueden convertirse en armas letales.  

Los poderosos de la tierra, que vociferan aquí y en cafarnaún sembrando odio, detestan a poetas, pensadores, artistas, músicos, soñadores, saltimbanquis, humoristas, intérpretes de flauta y laúd, científicos, ecologistas, biólogos, o sea a la gente de paz, y quisieran exterminarlos porque así sus siervos jamás se dispersarán en sueños, placeres y deseos inútiles y no rentables. Nada peor que el odio de clase y de raza de esos bárbaros potentados, hacendados, empresarios, delincuentes de cuello blanco y la inquina de sus delfines, capataces, secuaces y sicarios.

Ellos mataron a Mahatma Gandhi y a Martin Luther King y han exterminado a miles, tal vez millones de personas de bien que dicen en voz alta que los fantismos no llevan a ninguna parte y que es posible un mundo donde se pueda discutir y disentir sin ser exterminado. Sus pistolas y fusiles y sus palabras de odio suenan siempre contra periodistas, escritores, maestros, religiosos humanitarios y todo aquel que no quiere creer que la única vía es la codicia y la avidez plutocrática y ecocida que defienden.

Por fortuna las generaciones pasan y poco a poco frente a ese arcaico productivismo a ultranza de la plutocracia, basado en las cifras y las armas, surgen movimientos pacifistas y ecologistas que pertenecen a la pulsión utópica de la humanidad que siempre ha existido desde la Antigüedad en todas las partes del planeta, desde Diógenes y Sócrates.


Los acérrimos enemigos Estados Unidos y Cuba se han dado la mano un viernes de abril, se han mirado a los ojos, han sonreído. Es poco, es un simple gesto, pero es un símbolo que debería servir en el continente americano para que los enemigos se hablen y se miren y ojalá se tocaran e hicieran el amor. No hay nada como la paz y una vida de placer y saber, sin insultos y anatemas.  Esos periodos de relativa paz duran poco, pero mientras duren, ya son una ganancia para todos y la tierra donde vivimos.

domingo, 5 de abril de 2015

DE FRANÇOISE HARDY A ZAZ

Por Eduardo García Aguilar
Una de las divas pop más inolvidables de la canción francesa del último medio siglo es la escéptica Françoise Hardy, cuya belleza natural impactó en su tiempo a una generación que rompía los moldes del pasado y dejaba atrás las proezas de Édith Piaf, el perfume oriental de Sheila, o los peinados ridículos, sostenidos con gomina y cemento por lagrimeantes estrellas sucesivas y efímeras, marionetas al servicio de cursis tonadas de amor.
Las canciones de Hardy (1944), escritas por ella, eran poemas de sílex y piedra, interpretados con la frescura de una juventud que nació después de la guerra y creció en medio de un progreso económico que parecía no tener fin, mientras las dos potencias mundiales en coexistencia pacífica luchaban con símbolos tan lúdicos como la conquista del espacio y la carrera por llegar a la Luna.
El cantante y compositor emblemático de la época fue el terrible borracho Serge Gainsbourg, autor de la exitosa Je t’aime moi non plus, interpretada por él con sus amantes Brigitte Bardot y Jane Birkin, y el novelista del grupo era el joven melenudo Patrick Modiano (1945), quien acaba de obtener el Nobel de  Literatura 2014. Modiano, además, se paseaba con ella en un pequeño bote, en una especie de noviazgo de manitas tomadas, irrealizado y de compositor, pues le escribía canciones a la Hardy y a otros intérpretes. Una foto atestigua ese romance imaginario de dos bellos iconos de moda: el futuro Nobel y la diva, a solas en barcaza, sobre las aguas del Sena o en algún idílico canal aledaño.
Hardy nació en un barrio del centro de la ciudad, el noveno, en uno de esos recodos normales donde la vida está lejos de los palacios de la riqueza o los ghettos de la pobreza magrebí, cerca de todo y lejos de nada, en medio de edificios uniformes y venerables donde ha transcurrido la vida de las generaciones locales antes y después de Proust. Ella tenía algo de lo que carecían las demás. Ningún grito exagerado, alejamiento puntual de todo histrionismo vulgar y toda mueca, en el estricto límite de la naturalidad postexistencialista y prepunk.
Ella aspiraba a ser cantante en esa adolescencia triste de la clase media, salida de una escena de la película Los 400 golpes, de Francois Truffaut, en una casa sin padre, donde la madre corría en las mañanas al trabajo y la muchacha deambulaba entre el colegio y las plazas con su uniforme, las medias tobilleras y una mirada calurosa frente a la irrupción de la modernidad que venía de las calles obreras de Londres o Liverpool, donde ya apuntaban los Beatles y los Rolling Stones y Antonioni filmaba Blow up, basado en el cuento Las babas del diablo, de Cortázar, en el que un fotógrafo cabalgaba sobre cuerpos de ninfas indecibles como Twiggy, ella misma o Jane Birkin.
Ahora que ya se encuentra vieja y se dice con naturalidad condenada a la fealdad de la senectud por un cáncer de linfoma, pelo canoso, rostro demacrado, pero igual de menuda como en sus veinte, la Hardy es aún más bella y crepuscular, como su colega mayor, la existencialista Juliette Gréco, pero una Juliette Gréco rock que usa chaquetas gruesas de cuero, gafas oscuras y tiene el pelo corto, un jean viejo de bota campana y una actitud ante la vida que rompe con el arribismo bling blig de la era neoliberal impuesta por Nicolas Sarkozy, afín a casi todos los miembros de su generación, encabezada por Gérard Depardieu y Johnny Hallyday y las estrellas que hacen tintinear sus joyas y sus autos de lujo en medio de un séquito de esclavos de la apariencia que adoran como nadie la vulgaridad y huyen del país para no pagar impuestos.
Desde el fondo del tiempo uno la ve a ella decir sus canciones como representante discreta de los ligeros años 60 y 70 surgidos de una sicodelia ejemplar, antes del sida y el renacimiento de las religiones y los fanatismos degolladores y unanimistas. Todos la amaban. Madres, abuelas, jóvenes, observaban en ella algo como la ventana a la fragilidad y a la fuerza de la autenticidad.
La que todos desearon como la novia ideal de los años de rock, cortejada por las estrellas del pop inglés y los millonarios relajados de los tiempos de Brigitte Bardot, se casó al fin con su versión masculina, Jacques Dutronc, el cantante de Paris s’eveille (París se despierta), canción que todos tarareaban en el ebrio amanecer en los tiempos de Julien Clerc y Maxime Leforestier, quien soñaba a su vez en el viaje a San Francisco al otro lado del mundo, frente al Océano Pacífico y entre las olas del surf. Dutronc, escéptico como ella, maestro del humor negro, cuyas canciones fueron una burla a las verdades recibidas, se quedó con la bella para siempre, una bella que afirmaba aspirar a convertirse pronto en una viuda joven y deseable, y nunca lo pudo ser.
Pero ahora, aterrorizada ante su delgadez, las dificultades para caminar y el vientre que le crece como si estuviera embarazada, publica en la editorial Equateurs el libro Opiniones no autorizadas, donde cuenta su vida y decepciones y se enfrenta a la vida y a la muerte con la lucidez de muchas décadas de sicoanálisis. Jacques Dutronc sigue ahí vivo y coleando con su humor negro y odioso que la saca de quicio, ambos viejos y ricos, entre París y Córcega, donde tienen la casa de campo, unidos por la alegría de tener un hijo músico y simpático que canta e intepreta la guitarra como el mito gitano del jazz Django Reinhardt.
En tiempos de racismo, guerra, resurgimiento de la extrema derecha y atentados, le han salido muchas sucesoras, algunas muy similares que cantan en diminutos bares y escriben letras precisas y escépticas. Pero entre todas, una émula muy distinta ha aparecido, igual de rebelde y astral. Es la joven cantante popular Zaz (1980), que viene del pueblo y del sur y se ha convertido en dos años en una estrella con sus canciones contra lo que se llama aquí el bling bling. Una intérprete que cantaba muy pobre hace poco en las calles de Montmartre, acompañada de un guitarrista gitano y un bajista negro, y ahora lo hace en todas partes del mundo sin cesar y no sabe qué hacer con tanto dinero en la cuenta del banco.
La nueva cantante Zaz posee otra belleza y otra sencillez popular distinta a la de ángel terrible citadino que Hardy tuvo en su tiempo, pero tiene la naturalidad a flor de piel que estremece e invita a rebelarse. Hardy puede morir tranquila, porque Zaz, tan distinta a ella, casi opuesta a ella en sus gestos y actitudes, va contra la corriente también y no se deja manipular, arisca e imprevisible como todo verdadero artista. Zaz y otras muchas cantan ahora como Hardy contra los corazones helados de sílex, porque necesitan cantar como los pájaros y nada más.
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* Publicado en Expresiones. Excélsior. México D.F. 5 de abril de 2015