sábado, 17 de octubre de 2015

BORGES EN LA ERA INTERNET



 Por Eduardo García Aguilar

Por donde pasaba Borges parecía ser la concreción en vida de una nueva deidad. En México, al  salir de la sala Ollin Yoliztli, una noche de los primeros años 80, vi como varios jóvenes admiradores se tiraron al suelo y empezaron a seguirlo arrodillados, arrastrándose al grito de “¡gloria eterna para usted maestro!” y lloraban y acoplaban sus manos en signo de adoración, poseídos, locos, delirantes.
     La escena impresionante que ahora rememoro me parece similar a a esos actos histéricos en que los fanáticos de alguna secta religiosa entran en trace como se ha visto en todas las épocas ante las milagrerías de los iluminados. Lo mismo que vi en México ocurría en Quito, Bogotá, Medellín, Santiago de Chile, Londres, Madrid, Tokio, y París, ciudad donde desde hacía ya muchas décadas se le había consagrado como leyenda viviente. Se le veía junto a un globo, al lado de las pirámides de Egipto, sabio e infinito junto a las de Teotihuacán, ciego pero inquieto hasta el final, devorándose al mundo con su novia Kodama.
     Francia lo adoraba y las calles de París lo vieron pasar muchas veces. En el hotel de la rue des Beaux Arts donde murió Wilde, hay una placa en su nombre. Desde las traducciones de Roger Caillois, Borges fue adoptado por la tierra de Montaigne y Voltaire. En 1964 L’Herne dedicó un número especial a su obra, en los años 70 Michel Foucault lo hizo protagonista de Las palabras y las cosas y Gallimard en la colección Pléiade publicó sus obras completas en edición establecida, presentada y anotada por el francés Jean Pierre-Bernès, uno de los últimos confidentes del maestro autorizados entonces por María Kodama.
     Para Borges la gloria era la mayor incomprensión y aunque al principio sólo vendió en un año 37 ejemplares de uno de sus libros, en las dos últimas décadas de su vida se volvió una especie de fetiche hacedor de milagros.  Pero a diferencia de otros pavosrreales, Borges tomó la tragedia de su gloria con gran sentido del humor y proverbial modestia. Siempre fue un escritor marginal, rebelde, subversivo, anarquista, arbitrario. Argentino elitista y de derechas como su amigo Bioy Casares, cometió la torpeza de elogiar y buscar al repugnante dictador chileno Augusto Pinochet, lo que, según algunos conocedores, lo alejó del Nobel de literatura que parecía llegarle en bandeja de plata  
     Contra la corriente no escribió novelas porque su timidez lo hubiera incomodado entre tantos personajes, mezcló prosa y poesía en volúmenes y fue un gozoso conversador antes que aprendiz de tribuno. Su reino fue el estilo. De él dijo Emile Cioran que “la desgracia de ser reconocido cayó sobre él. Merecía algo mejor. Merecía seguir en la sombra, en lo imperceptible, seguir inasible e impopular”.   
     En un texto publicado en la revista Magazine littéraire,que le ha dedicado varias ediciones, el hispanista Gérard de Cortanze, afirma que hay “volver de nuevo a esta obra vasta y enigmática” y a un Borges “humanizado y más caluroso” lejos de la leyenda aceptada de “un intelectual abstracto y gélido”. El último exégeta Bernès trata de mostrarlo por su lado como “el viejo anarquista tranquilo”, según la propia y final autodefinición del poeta, poco antes de morir en Ginebra luego de casarse con María Kodama y participar con entusiasmo en la preparación de su obras completas para La Pléiade. 
     Bernès cuenta los últimos días previos a la muerte, en junio de 1986, y dice que tiene “la certeza de que preparaba su muerte por una especie de imitación de las muertes literarias que lo precedieron” y por eso le dijo, fiel a su gran preocupación, que “yo no se en que lengua voy a morir”.
     Borges fascinó en los 60 y 70 a toda la juventud latinoamericana que aprendía de memoria sus enigmas e ironías y lo tomó como modelo de escritor: el que deambula siempre por la biblioteca eterna y pasa de un lado al otro del mundo y de un milenio al otro con la alegría de un sabio modesto que está seguro de que todo conduce a la muerte y al olvido. El reino y la maestría de Borges en aquellos años se mira hoy con nostalgia: en todas las ciudades que visitó se vio rodeado por esa juventud entusiasta hoy envejecida o muerta que lo quiso no como una estrella fugaz de opereta literaria sino como el maestro que nos hace amar el milagro de la palabra, el libro, la vida, la muerte, la gloria, la eternidad, el olvido, el polvo, el desierto.
     Nacido según la Fundación San Telmo el 23 de agosto de 1899 y para otros el 24 del mismo mes, Jorge Luis Borges sigue en su nube de gloria en este siglo XXI de guerras religiosas, aunque es menos leído y poco conocido por las nuevas generaciones latinoamericanas y menos aun por los lectores internacionales, poco afines ya a ese tipo de autores desplazados por una literatura concreta, útil, periodística, literatura fácil de divertimento y sin estilo o matices, literatura para viajes, vacaciones o playas.
    Pero Borges sigue vivo reproduciéndose hasta el infinito para los curiosos en la red internet que él presagió en El Aleph y se necesitarían muchos años para visitar todos esos sitios llenos de sopresas, datos, referencias, juegos, enigmas y delirios y viajar por los múltiples enlaces borgianos en la telaraña mundial, gobernada por una magnífica inteligencia virtual y artificial donde el personaje que él fue para nosotros es un ahora un punto imperceptible a punto de desaparecer. 
     En tiempos de Borges la Gran Biblioteca estaba cerca de la gente, era una biblioteca amable, generosa, personal, llena de gracia y alegría; ahora, por el contrario, ha sido vaciada y en su lugar reina el hielo de los supermercados. Silvia Barón Superviele dice que para Borges “la Enciclopedia y la Biblioteca son análogas porque son imágenes del infinito” y esa búsqueda del infinito quiere ser desterrada de la literatura. Aunque en la red virtual su palabra crece hasta el infinito, parece también desaparecer reproduciénose, fluir escondiéndose ante la mirada ciega de un Borges que flota en el espacio como un astronauta perdido.
          


lunes, 12 de octubre de 2015

LAS OBSESIONES DEL PREMIO NOBEL


Por Eduardo García Aguilar

La noticia anual del nuevo Premio Nobel de literatura anunciado por la Academia Sueca en las primeras semanas de octubre de cada año ha sido siempre una fiesta para los amantes de las letras, a veces una deflagración personal cuando se trata de un conocido del ámbito cultural al que pertenecemos, un autor admirado y leído, u otras cuando el galardonado es una figura que sale de la sombra desde un país exótico, por lo regular con nombre casi impronunciable.

Quienes fuimos infectados por la literatura desde muy temprano hemos tenido una relación especial con esos autores cubiertos por el aura del premio otorgado a lo largo de más un siglo, pues abundan las ediciones y biografías de los afortunados y las leyendas en torno a sus vidas, como es el caso del sorpresivo Nobel Albert Camus, nativo de Argelia, hijo de española analfabeta, premiado muy joven, y quien murió poco después en un accidente automovilístico.

La Academia premiaba entonces al militante por la paz que tenía una posición ambigua y polémica en torno al propio conflicto sangriento que encendía su tierra natal y terminaría en la desgarradora independencia de Argelia y el éxodo de millones de colonos franceses y nativos en barcos llenos que huían de la masacre segura y quienes se enfrentarían luego a la hostilidad de los habitantes de la metrópoli, que persiste aun bien entrado el siglo XXI.

El premio a Camus fue aun mas polémico, pues un joven le ganaba la partida a las otras dos grandes figuras de las letras francesas de ese momento, los cascarrabias André Malraux y Jean Paul Sartre, subidos ambos en altos pedestales de gloria construidos por los fieles de sus respectivas tendencias políticas: el gaullismo de derecha moderada en el caso del primero y la extrema izquierda marxista en el caso del otro.

La muerte prematura del apuesto Camus, con su figura de galán de cine, aumentó su leyenda y poco a poco el tiempo le fue dando la razón. Muy temprano, los adolescentes infectados por la literatura leyeron en esos tiempos El extranjero, La caída y otras de sus obras o se aventuraron a leer las diversas colecciones de ensayo sobre los asuntos de su época. Y nunca olvidarían a Mersault, personaje de su corta obra de ficción más famosa.

Unos tres lustros después se le otorgó el Premio Nobel a Alexandre Solyenitzin, oscuro escritor de provincia en la Unión Soviética, pequeño profesor de ciencias genial cuyas obras estaban prohibidas pero pasaban de mano en mano y constituían la más fenomenal crítica al sistema totalitario soviético, por lo que había sido apresado y enviado a las cárceles del famoso gulag.

Escritor dotado de una inteligencia y talento extraordinarios y fuerza de carácter afin a lo que se ha dado en llamar el alma rusa, Solyenitzin escribió obras notables, entre las que se destaca El primer círculo, donde caricaturiza al propio tirano Stalin y describe, entre otras cosas, los ambientes cerrados donde científicos y técnicos son obligados a trabajar para el régimen en cárceles privilegiadas, perfeccionando los sistemas de telefonía y de escucha que no le gustan a Stalin.

Las obras de ese autor, entre las que figuran Un día en la vida de Iván Denisovich y El archipiélago de Gulag, son ya enormes clásicos y su rango se encuentra al nivel de los más  grandes escritores rusos, como Tolstoi y Dostoievski, entre otros que han sabido contar la peculiaridad de esa gran cultura de extremos, violenta, sentimental, cruel y festiva que hoy sigue dando noticias y es el tema que le valió el sorpresivo premio a la nueva galardonada, la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich, autora de Voces de Chernóbil y El fin del hombre rojo.

Muchas décadas después la lucha contra los sistemas totalitarios y sus derivas sigue dando tema a los escritores y premios a los perseguidos. Un poco eurocentrista en las última década, la Academia ha galardnado uno tras otro, a autores poco conocidos de los ex países satélites de la Unión Soviética. Tal es el caso del húngaro Imre Kertez, la rumana de lengua alemana Herta Müller, la polaca Wyslava Symborska.

La Europa central y del este parece ser por ahora el centro de las preocupaciones de los académicos suecos al galardonar figuras exóticas para el resto del mundo como la austríaca Elfriede Jelinek, el sueco Thomas Trastörmer  o los franceses Jean Marie le Clezio y Patrick Modiano, tras lo cual de vez en cuando se premia a algún outsider chino o africano o a viejos consagrados como Doris Lessing o Günter Grass. Estados Unidos y América Latina le interesan menos por ahora.

No es para menos. Europa es e la actualidad un taller en plena ebullición y cambios, situada en el centro de un mundo en guerra donde los polvorines son muchos y variados en Ucrania, los balcanes, Oriente Medio, el sudeste asiático y casi todo Africa, cuyos problemas estallan también al interior de estas naciones en pleno proceso de cambio, inmigración y mestizajes múltiples.

Está todavía muy fresca la guerra en Europa. Las cenizas de la gran conflagración de la Segunda Guerra Mundial están todavía calientes y los escritores de todas las generaciones abordan los temas de la violencia vivida por padres, abuelos y bisabuelos en el siglo XX. Las fronteras aun son frágiles y los rencores persisten en España, donde las cicatrices del franquismo aun no cierran, o en Francia, donde el dolor de la Ocupación nazi sigue vivo, o en Italia, donde Mussollini y la falange sigue latente, por lo que los fantasmas del fascismo y sus exterminios de extranjeros tientan aun a grandes sectores de la poblacion local en los suburbios y los campos.

Por eso la literatura europea sigue muy viva, es abundante y variada, y está casi siempre relacionada con todos los dolores de judíos, gitanos, rusos, polacos, alemanes, franceses, griegos, serbios, húngaros, españoles, ucranianos, búlgaros, rumanos, checos, el de las víctimas de los diversos totalitarismos en fin de cuentas.

Los peligros de que está rodeada Europa y el miedo de que estalle una nueva guerra en los mismos lugares donde se iniciaron las anteriores, convierte al Nobel en un galardón bastante eurocéntrico. Pero aun así, no deja de abrir ventanas necesarias a los lectores y creadores ávidos de nuevas literaturas, voces y temas.      




domingo, 4 de octubre de 2015

LA CARAVANA DE GARDEL



Por Eduardo García Aguilar

Uno de los grandes escritores colombianos y latinoamericanos actuales, sin duda merecedor del Premio Cervantes y otros galardones internacionales si esas instancias exploraran más allá de autores de best sellers o ligados a esferas de poder y de intriga, es sin lugar a dudas Fernando Cruz Kronfly (1943), autor de una vasta obra que incluye nueve novelas, diversos libros de relatos y ensayo, e incluso poesía.

Cruz Kronfly pertenece a la generación de autores colombianos que empezaron a publicar muy jóvenes en los años 60 y fueron eclipsados desde el inicio por la irrupción del boom latinoamericano y la deflagración atómica de Gabriel García Márquez, y a la que pertenecen novelistas como Germán Espinosa (1939), Oscar Collazos (1942) y Rafael Humberto Moreno Durán (1946), para solo mencionar algunos de los ya fallecidos. Y entre los vivos Albalucía Angel, Fanny Buitrago y Roberto Burgos Cantor, entre otros.

Antes de que la narrativa colombiana diera un viraje casi total a la sicaresca, centrada en la temática del narco y la violencia criminal o hacia  la comercialización a ultranza de la mano del escándalo autobiográfico o el neocostumbrismo escatológico muy preciado por los lectores locales, esta generación se caracteriza por su amplia cultura, la práctica del ensayo y el diálogo con otras culturas y la reflexión sobre el acto de escribir en el contexto de su agitada época, no desde el ángulo de la fácil demagogia emocional sino del pensamiento riguroso y del cotejo académico y universitario.

Hijos del Extremo Occidente, definido así con lucidez por el ensayista francés Alain Rouquié, Cruz Kronfly y sus compañeros de generación, nacidos casi todos en los años 40 y que publicaron sus primeros textos en la revista Eco u otras publicaciones de alto nivel existentes antes de la frivolización de las letras colombianas, estaban al tanto de todas las corrientes del pensamiento mundial y ejercían el arte de novelar con una mirada mucho más amplia que la actual, menos preocupada en satisfacer al lector de novelas McDonald o a los editores chatarra, que en romper cánones, abrir laberintos y establecer vasos comunicantes.

Cruz Kronfly, abogado de la Universidad Gran Colombia de Bogotá, ha sido profesor de la Universidad del Valle en Cali, que le otorgó el dotorado Honoris Causa en Literatura. Allí en esa ciudad del occidente colombiano, centro de una gran actividad poética, cinematográfica y dramatúrgica de vanguadia en el siglo XX, ha vivido el autor entregado a su trabajo académico y de escritura.

De la vasta obra narrativa de Cruz Kronfly se destacan Falleba, La ceremonia de la soledad, El embarcadero de los incurables, La ceniza del Libertador y sus dos más recientes, La vida secreta de los perros infieles y Destierro, entre otros libros que abordan los avatares del deseo y la soledad, también publicados por la excelente editorial Sílaba de Medellín. En el campo del ensayo, figuran La tierra que atardece, Amapolas al vapor y La sombrilla planetaria, a través de los cuales conocemos su sólido pensamiento sobre nuestra época.

Pero hoy nos ocuparemos brevemente de La caravana de Gardel, que acaba de ser reeditada en Colombia por Sílaba y fue llevada al cine este mismo año por el director Carlos Palau, cineasta de la generación del llamado Caliwood, de Cali, y cuyo principal exponente de leyenda es el suicida Andrés Caicedo, autor de la mítica novela Que viva la Música.

La caravana de Gardel muestra la capacidad juguetona de Cruz Kronfly de salirse de sus propios senderos. Si en gran parte de su obra muy contemporánea nos introduce a los aposentos de parejas modernas confrontadas a la neurosis citadina, la asfixia del cuerpo y a las derivas del deseo, desde ángulos interiores y en ámbitos intelectuales y reflexivos, fragmentarios, desolados, en La caravana de Gardel viaja hasta el pasado, introduciéndonos primero al año 1935, cuando murió Carlitos Gardel en Medellín en un accidente aéreo.

Quince años después del accidente Cruz Kronfly nos lleva también a la trágica época de la violencia partidista en Colombia, a través de la voz de un personaje, Arturo Rendón, que participó en el traslado imaginario o real del cadáver del rey del tango por los caminos y montañas del occidente colombiano, a pie, a lomo de mulas, por camion o vía férrea para llegar al puerto de Buenaventura, desde donde el sarcófago viajaría en barco hasta Buenos Aires.

Rendón vuelve 15 años después a la ruta por donde transcurrió el traslado del cadáver del tanguero, en busca del tesoro que tal vez extrajo del catafalco gardeliano su compañero de aventura, el pillo Heriberto Franco. Pero Rendón ya es otro. No queda nada del humilde arriero. Ahora es un joven tanguero urbano que se ha despojado de su pasado agrario y viste como Gardel, con traje completo, chaleco, sombrero Stetson alón, mancuernas, pelo engominado y es un inveterado mujeriego.

El retorno de Rendón es el pretexto para hacer un viaje por una zona del país marcada por las masacres de la Violencia, cuando los ultramontanos conservadores liderados por Laureano Gómez buscaban exterminar a liberales y comunistas y cuando lo agrario, feudal y ultracatólico trataba de exteminar a machete el pecaminoso auge de lo liberal, ateo, librepensador y proletario que irumpía en pueblos y ciudades: o sea la modernidad urbana que transformaba a la vieja colombiam tema predilecto de Cruz Kronfly.

La novela es un cuadro de época, minuciosa reconstrucción de un tiempo ido en el que vamos de la mano de La leona y la gata, dos putas amantes de Rendón que frecuentan cantinas y hoteles de paso con el joven y adorado tanguero, un duro que busca su objetivo sin saber o tal vez sabiendo su fatal destino.

La caravana de Gardel es solo una de sus nueve novelas, terrible y llena de humor, pero es una ventana a la obra de este gran autor colombiano que ojalá los lectores latinamericanos y españoles descubran pronto, porque es el más importante novelista colombiano de su generación y de los más destacados de América Laina, al lado de Ricardo Piglia y César Aira y por eso ya es hora de leerlo y escucharlo porque está entre nosotros más lúcido que nunca.  

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  * Publicado en la sección Expresiones de Excélsior, México. D. F.,  el domingo 4 de octubre de 2015.

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