domingo, 8 de marzo de 2015

MALCOLM LOWRY EN CUERNAVACA




                                                                                                   
Por Eduardo García Aguilar

Hubo un tiempo en que aun se podía visitar el viejo Hotel Casino de la Selva de Cuernavaca, que aparece en la gran novela mexicana de Malcolm Lowry, Bajo el volcán, probablemente una de las obras máximas del género en el siglo XX. Era ya un hotel decadente, desleído, de color amarillento, desolado, más de medio siglo después de su esplendor. Uno de los lugares de la ciudad signado por el fantasma del novelista alcohólico y el personaje alter ego que creó en esa novela de soledad y deriva alcohólica de un hombre enamorado que no se recupera de la separación y rueda con todo por los precipicios de un México violento y arbitrario, pleno de sincretismos imposibles y cicatrices incurables. Un México insondable donde el héroe se pierde para siempre.
     Los peregrinos visitaban los lugares donde vivió y bebió el cónsul con sus amigos y los parajes cercanos del Estado de Morelos, el bastión de Emiliano Zapata, con sus carreteras polvorientas que conducían a otros pueblos minúsculos que, como Tepoztlán, Temixco o Cuautla, podrían ser el imaginario Tomalín y desde donde se observaban las barrancas o cumbres lejanas, el griterío de los borrachines en las cantinas de las plazas, los zócalos donde hervía el mercado popular, las precarias plazas de toros donde lucía la faena o las galleras del desespero.
     El viaje a Cuernavaca era necesario para conectarse con uno de los máximos mitos de la literatura moderna: todo estaba intacto, los viejos edificios de ladrillo, las plazoletas, las callejuelas empinadas y el sol radiante de ese balneario florido y arbolado a donde los capitalinos iban de fin de semana desde las lejanas primeras décadas del siglo XX, cuando México hervía de revoluciones y contrarrevoluciones y en todas partes reinaban la muerte, los colgados, los fusilados y los ejercitos de unos y otros, héroes circunstanciales del caos que por donde pasaban sembraban todo de desolación en medio de un infinito reguero de hemoglobina, decapitados, desmembrados y sesos y ojos arrancados por doquier.
     Todavía quedaban en pie los viejos hoteles medianos de aquellos años de entreguerras, o de los años 40 y 50, decadentes ya, pero donde el estudiante o el viajero pobre podía quedarse a poco precio y palpar el descascaramiento de las paredes, el moho de medio siglo, las cucarachas y los grillos y los sapos alrededor de albercas pasadas de moda, unas vacías y otras llenas de agua estacada y renacuajos. 
     Cuernavaca era siempre sorpresiva y las tardes de fin de semana pasaban en esos restaurantes del centro después del almuerzo copioso y el sol caía poco a poco en la tarde, mientras los comensales apuraban los tequilas, reacios a hacer la siesta mientras en la plaza indígenas y  hippies vendían artesanías en medio del sonido de los músicos y los odiados capitalinos se paseaban comiendo el último helado antes de emprender el regreso a México Distrito Federal por esa larga autopista congestionada de autos, donde en solo una hora ya volvían a sus casas para prepararse a una nueva semana de trabajo y estrés.
     Cuernavaca fue tierra de divas y casonas amplias, residencias secundarias de los ricos capitalinos. Ahí tuvo palacio el conquistador Hernán Cortés, allí se instaló también el emperador Maximiliano durante su aventura de monarca extranjero, en esos parajes de balneario infatigable vivieron personalidades como la arista Art Deco Tamara de Lempicka, o el novelista Bruno Traven y tuvieron casa los más grandes artistas, estrellas de la cinematografía o la canción vernácula, sin olvidar políticos, militares, mafiosos y millonarios.
     Pero entre todos los extranjeros y estrellas residentes allí, el novelista Malcolm Lowry terminó por ser el emblema de la ciudad y su novela Bajo el volcán es un bloque inaccesible para muchos donde fluye el laberinto del tiempo y la desolación, entre el polvo y el sol candente del que huyen los escorpiones en tardes sin fin cuya calma puede ser interrumpida en cualquier instante por la muerte, la balacera, el crimen, el horror.
     En su crepúsculo vital, el cineasta y actor John Houston realizó con Bajo el volcan una de sus mejores películas y con ese motivo en la cinta quedaron plasmados para siempre en la imagen calles, carretaras, montañas y  paisajes visitados por la novela original. En esa película actuó otra gran estrella del cine de oro de México, el inolvidable Emilio Indio Fernández, hombre bronco como los de su estirpre, la misma de la diva Maria Félix y el beodo y mujeriego cantor Agustin Lara.
     Y muertos todos, ida toda una época y un siglo, Cuernavaca sigue ahí, pero ahora como territorio donde los nuevos reyes son narcotraficantes y poderosos bandidos que se escoden en sus  mansiones y donde la muerte es tan familar como siempre lo fue desde tiempos inmemoriales, antes y después de los conquistadores españoles.
     Esa deliciosa tierra caliente que se encuentra entre El Distrito Federal y Acapulco sigue siendo balneario ocasional para decenas de millones de habitantes de la metrópoli que reina desde las alturas, junto a los volcanes Ixtaccíuatl y Popocatépetl, pervive coño el pequeño paraíso infernal de verdura y agua, paraje escogido por los poderosos de todos los tiempos desde Hernán Cortés hasta el Shá de Irán, que se exilió ahí después de que lo derrocaran en los ayatolas. Y tierra final de novelistas como el argentino Manuel Puig, quien murió allí.
     Pero Cuernavaca vive aun más viva que nunca en esa novela que es el Santo Grial de los novelistas, aleph de  la ficción, extraño bloque que como toda piedra meteorítica o diamantina emana del novelista cual prueba sanguínea, mundo del mundo, cosmos dentro del cosmos, precipicio en el precipicio por donde se depeñan los fantasmas de los personajes y sus vidas llamadas a la difuminación y el olvido o a la permanencia espectral a través de vampíricos siglos.