sábado, 27 de febrero de 2016

EL MUNDO DE FERNELL FRANCO

Por Eduardo García Aguilar

Las fotografias del ya fallecido artista colombiano Fernell Franco, expuestas en la Fundación Cartier de París en el marco de varias actividades para destacar la pujante actividad cultural de Cali en los años 60 y 70 del siglo pasado en el campo del cine, la literatura, la dramaturgia y las artes plásticas, nos conducen de manera directa a un universo muy original que ya había sido reconocido en diversas exposiciones en el mundo. Franco, que nació en 1942 en la población de Versalles y murió en Cali en 2006 a los 64 años a causa de problemas cardiacos, pertenece a la pléyade de artistas vallunos en todos los campos en la que figuran Enrique Buenaventura, Oscar Collazos, Jotamario Arbeláez, Umberto Valverde, Andrés Caicedo, Harold Alvarado Tenorio, Fernando Cruz Kronfy, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Luis Ospina, Carlos Mayolo, Carlos Palau, Hernando Guerrero, Carlos Muñoz, entre muchos otros.

La efervescencia cultural de Cali la convirtió en un polo de atracción cultural de la que se nutría en esos momentos todo el país, porque no solo se trataba de la vida intelectual, en la que también se destacaban figuras como Estanislao Zuleta, quien recaló allí para ejercer su controvertido magisterio, sino también de las expresiones populares comandadas por la salsa y la fiesta y la actitud abierta donde el cuerpo era rey y que se remontan a los viejos tiempos del mestizaje especial que reinó en el Valle del Cauca, descrito por viajeros del siglo XIX como el francés Michel Zaffray. El Valle del Cauca, a la vez colonial, señorial, oligárquico y conservador, sabía expesarse desde abajo a través de cierto paganismo desbordado donde el deseo comandaba diversas expresiones, gracias al mestizaje entre blancos, indios y negros. Y si bien la explotación, la esclavitud y el sufrimiento bajo el látigo de los capataces eran reales aunque idealizados en La Maria de Jorge Isaacs, también hubo espacios de libertad popular y marginal que, por ejemplo, le confirió a la mujer un estatuto especial y cierta independencia, inéditos en otros lugares del país. 

Franco llegó a Cali a los 8 años de edad con su familia porque la violencia los hizo huir del pueblo natal, donde su padre liberal ejercía de notario y resultó amenazado por las fuerzas oscuras de aquel horrible tiempo de la Violencia y allí, luego de ejercer diversas actividades como fotógrafo callejero o distribuidor de paquetería fotográfica en bicicleta, conoce los arcanos del arte de la imagen y se dedica desde temprano a captar los espacios y las calles de la ciudad, golpeada día a día por la luz incandescente y la brisa proveniente del Océano Pacífico. Luego trabaja para la agencia de publicidad Nichols y ejerce el fotoperiodismo en los diarios locales, pero en los tiempos libres se escapa y trata de captar viejos muros citadinos, mercados, burdeles, vehículos destartalados, vagones de tren, grupos de muchachos de las "galladas" que conversan en las esquinas y todo tipo de superficies golpeadas por ese magnífico sol implacable de Calí, mientras se construyen edificos y avenidas y desaparece la vieja ciudad, lo que entristece a Franco.

A comienzo de los años 70 viaja con amigos a Buenaventura, viejo puerto húmedo y decadente donde la mayoría de la población es de origen africano, visitado por barcos desde todos los puntos cardinales con marineros y traficantes ávidos de sexo, y allí el joven fotógrafo deambula buscando lugares para fotografiar bajo puentes viejos, tugurios, calles inundadas de agua salitrosa, mercados de pescadores, prostíbulos, el todo en medio de la miseria ancestral y creciente y un ambiente insalubre casi dantesco.

Franco decide acercarse a uno de los más pobres burdeles de la ciudad donde convive con las prostitutas y logra ganar su confianza. De ese trabajo surge la primera exposición, Prostitutas, presentada en La ciudad solar de Cali, lugar proporcionado por el fotógrafo, cineasta y activista cultural Hernando Guerrero. La serie de fografías muestra la vida natural de estas mujeres que posan semidesnudas sobre los húmedos catres en que practican su actividad, junto a paredes decrépidas y patios húmedos donde se bañan sacando agua de botes en medio del zumbido de los mosquitos. Reproduce los rostros en series cinematográficas y trabaja las impresiones poniéndoles colores desleídos o resaltando la oscuridad o los blancos. Esta es una de las series centrales de la exposición en la Fundación Cartier y se muestra mientras suena en permanencia la salsa, según catálogo de melodías que él elaboró para la exposición original de 1972.
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Al inicio, la exposición nos muestra la serie Demoliciones, que es una mirada a la destrucción de la ciudad de la infancia para dar paso a edificios y avenidas de cemento, una devastación que se incrementó con la llegada del narcotráfico y las clases emergentes y los dineros calientes. Los habitantes tradicionales del centro se desplazaron a lujosos barrios nuevos de la periferia donde viven los ricos separados de los pobres o los calsemedieros y abandonaron las viejas casonas señoriales que murieron bajo la lluvia y el musgo, mostrando sus ruinas al aire y el sol. Franco se dedica a captar esos lugares abandonados, salas, baños, muros como muñones o dentaduras pútridas, techos caídos, patios llenos de  basura, haciendo el cántico nostálgico de la devastación y el fin de la infancia. También se dedica a captar interiores de viviendas populares, donde se ven viejas fotos de abuelas o el tradicional Sagrado Corazón de Jesús.

Otra de las obsesiones de Franco es captar los mercados en el crepúsculo o la madrugada, cuando cantidades enormes de productos están protegidos, envueltos en plásticos o lonas y amarrados con gruesos lazos, como si fuesen cuerpos yertos y ocultos. De todos los tamaños y formas, estas figuras que emergen tras el flash de su mirada son como metáforas de la muerte y la violencia colombianas y constituyen otra de las series destacadas en esta retrospectiva, la primera de este rango que se hace del gran fotógrafo, una década después de su muerte, y que lleva por título Cali Claro-Oscuro.

Fernell Franco, como todo gran artista, fue un hombre sencillo, lúcido, sin pretensiones ni ambiciones desbordadas. Vivió solo para su arte, a contracorriente, recorrió las calles vestido con botas de terreno, jeans amplios y una camisa arrugada, oculto su rostro por una larga cabellera y una poblada barba. Hablaba con sencillez, pero con una gran claridad sobre los objetivos de su arte, sobre su persecución incesante de las intensidades de la luz y la sombra necesaria, sobre su tendencia a trabajar las copias humedeciéndolas, abandonándolas entre el polvo, las cucarachas y la basura, para que tuvieran huellas de tiempo y marginalidad, golpeándolas, untándolas, mojándolas, deteriorándolas, pisándolas.

El fotógrafo valluno fue descubierto en Francia por el fundador de las ediciones Toluca, Alexis Fabry, quien se topó con un viejo libro del fotógrafo publicado en 1983 bajo el título simple de Fotografías, en el enorme mercado de viejo de Clignancourt, al norte de París. De ese relativo olvido y ese hallazgo surge de nuevo la figura de este artista que no hubiera imaginado tal vez nunca una tan glamorosa restrospectiva en una de las fundaciones más ricas de Francia, en pleno centro de París, en el bulevard Raspail y al lado de los grandes de ayer y de hoy.

Al recorrer los espacios bajo el ritmo de la salsa, al escuchar su voz tierna y sabia que se escucha en un salón donde se exhibe un viejo documental de hace 25 años patrocinado por Colcultura, uno siente con claridad que el arte viaja a través del tiempo y el espacio y que necesariamente los grandes artistas nuestros salen a la luz contra viento y marea algún día, como es el caso de su ancestro, el gran colombiano Leo Matiz (1917-1998), hoy considerado uno de los grandes de la historia mundial de la fotografía.        


sábado, 20 de febrero de 2016

TARDES CON DASSO SALDÍVAR EN MADRID

Por Eduardo García Aguilar
Dasso Saldívar vive desde hace mucho tiempo en Madrid, ciudad cuyos secretos conoce como la propia palma de su mano. Originario de Amalfi, en Antioquia, y nacido en 1951, ha dedicado su vida a la literatura y durante décadas escrutó los pasos de Gabriel García Márquez, sobre quien escribió la más minuciosa y detallada biografía bajo el título del Viaje a la semilla, que ha tenido muchas ediciones y traducciones y será presentada en una nueva edición revisada el próximo 3 de marzo en la sede mundial del Instituto Cervantes, con la presencia del canario Juan Cruz y el andaluz Felipe González.
La primera vez que lo vi fue cuando se encontraba él hace unas dos décadas en la Ciudad de México levantando y cotejando datos para escribir la parte mexicana de la vida del Nóbel. Vestía entonces de blanco en ese verano azteca y con él recorrí las calles centrales de la ciudad en busca de los inolvidables rincones de la capital hispanoamericana donde el autor de Cien años de soledad pasó medio siglo de su vida. En esas conversaciones interminables descubrí que Dasso vive en y por la literatura y que su oficio de lector no tiene límites. Como muchos autores de su generación en Colombia, considera que es un gran premio ser lector y poder viajar por las obras hacia todas las eras e instantes de la historia y la vida de la humanidad.
En dos ocasiones coincidimos en las islas Gran Canaria y Tenerife con motivo de la exposición itinerante dedicada al Nóbel colombiano y allí sentimos con toda claridad los vasos comunicantes y los puentes existentes entre esos islotes donde se detenían las naos de Colón y otros viajeros antes de atravesar el Atlántico hacia la aventura. En esas callejuelas, frente a plazas antiguas de piedra e iglesias construidas mucho antes del descubrimiento de América, hablamos como siempre de literatura, pero al mismo tiempo acompañados por amigos de Tenerife exploramos las escarpadas cumbres volcánicas de esa isla, que parece un secreto remanso antidiluviano. Dasso entonces también vestía de blanco y lucía un sombrero andaluz de amplias alas para conjurar los insistentes rayos de sol del interminable crepúsculo.
En la Gran Canaria se celebraba la feria del libro y en todas las esquinas se veía la inmensa fotografía del gran novelista de esa tierra, Benito Pérez Galdós o se podía uno cruzar con el poeta Leopoldo María Panero, que salía libre de su residencia en un hospital psiquiátrico para firmar sus libros en un puesto de libros de ocasión. Esa vez, después de fatigar las noches y sus piedras centenarias, o los bellos rincones junto al céntrico Ateneo de la localidad, acudíamos a saludar el mar con Luis Armando Soto, otro apasionado de la cultura y del arte.
Ahora en Madrid nos hemos encontrado de nuevo y caminamos como siempre por las calles intrincadas de la gran capital del mundo hispano tras los pasos del viejo Cervantes, de quien se celebran este año los cuatrocientos años de su muerte, junto con William Shakespeare, también ido del mundo ese mismo 1616. Debo a Dasso la primera visita de mi vida al lugar donde el autor del Quijote fue sepultado en un convento en la calle Lope de Vega, que lleva el nombre de su gran enemigo, y por eso he recalado esta vez en el Hostal Fernández, a unos pasos de la casa donde vivió y murió el padre máximo de quienes escribimos en castellano.
Caminamos en una excepcional noche gélida por las calles y avenidas y aledañas al Paseo del Prado y por los amplios espacios donde se destaca el ayuntamiento y la plaza Cibeles y hemos terminado en el bar restaurante del Círculo de Bellas Artes de Madrid, donde él ha evocado sus lecturas de Borges, Pessoa y tantos más junto a la preciosa escultura en mármol de una bella yaciente desnuda esculpida en Roma en 1900 y bajo los cuadros que recuerdan el esplendor de esa generación modernista encabezada por Sorolla y Zuloaga.
En su casa del centro de Madrid, no lejos de los lugares más bellos y emblemáticos de la capital del castellano, Dasso Saldívar vive al lado de su esposa Reina y sus hijos rodeado de libros que cuida como las pupilas de sus ojos. Y a cada instante se levanta para traer un volumen y leer alguna cita que cae como anillo al dedo a la conversación. Puede ser un libro de Erich Fromm, el Libro del desasosiego de Pessoa, alguna colección de conferencias  de Jorge Luis Borges, Ovidio, Horacio, Virgilio, Rilke o Virginia Woolf, porque todos los libros estan ahí a su mano como en el propio Aleph, ojo desconocido desde donde se pueden consultar las bibliotecas del mundo y viajar hacia los siglos.
En ese apartamento largo lleno de libros Dasso Saldívar recibe a sus grandes amigos colombianos y compañeros de generación William Ospina y Héctor Abad Faciolince cuando pasan por Madrid y caminan con él por las calles de Madrid en busca de librerías de viejo o lugares cargados de historia, guerras, esplendores, las vidas de Goya o Velásquez o las aventuras de Rubén Darío o Valle Inclán. Ospina y Abad son sus interlocutores más cercanos y también quienes comentan en contraportada Los soles de Amalfi, primera novela publicada hace poco por Dasso en la editorial Navona y que es una de las obras narrativas más notables de la literatura colombiana de las últimas décadas. 
En ella, Dasso hace su propio viaje a la semilla a través de la voz de la abuela y el nieto en medio de los bucólicos paisajes de una Antioquia agraria de infancia poblada de cocuyos, duendes, ánimas, pájaros y otros seres humanos del mal y del bien que rondan en los caminos de arriería y en las riberas de las quebradas bajo la lluvia o el viento. Esta obra notable es única pues está escrita como la huella digital de un gran autor que evoca aquellos tiempos alejándose del coloquialismo y el costumbrismo para izarse hacia los caminos de un lenguaje poético que es a la vez realidad y esencia de vidas.
Al día siguiente, antes de partir de Madrid, nos hemos dado cita en la oficina  del Instituto Caro y Cuervo, en la sede del Instituto Cervantes, y allí junto a las amplias fotos del filólogo Rufino J. Cuervo en su biblioteca de París hemos conversado con Martín Gómez de libros y literaturas colombianas recientes. Queda poco tiempo y la charla se traslada a un café, donde se convierte en un lanzamiento acelerado de cartas sobre la mesa en torno a literatura, poesía, novela, industria editorial, realismo, retóricas, famas súbitas y olvidos tenaces, porque los libros siempre nos invitan a la pasión y tres bibliómanos, bibliópatas, bibliófagos como Saldívar, Gómez y yo no podíamos más que agotar las horas con premura al calor del sol y unos vinos.
Nos despedimos y Dasso Saldívar se difumina en esas calles donde ha caminado durante cuatro décadas. Va rumbo a su estudio, donde ajusta las últimas versiones de su nueva novela sobre los años de exilio y destierro de Manuelita Sáenz en un puerto del Pacífico, no lejos de donde vivía también el maestro de Bolívar, Simón Rodríguez. Ahora lee la Carta de Jamaica en un pequeño y viejo volumen Crisol empastado en cuero. Trata de dar vida a los últimos largos pedazos vitales de estos dos amigos fieles del Libertador, quienes le sobrevivieron en la pobreza y el silencio mucho tiempo. Al verlo alejarse siento que ha viajado de repente a mediados del siglo XIX y que las ánimas de Manuelita y los dos Simones lo esperan en alguna taberna del Madrid dieciochesco para hablar de las horas, la gloria y el olvido.

lunes, 15 de febrero de 2016

LA MAESTRÍA DE JUAN MARSÉ

Por Eduardo García Aguilar

La obra novelística de Juan Marsé (1933) está ligada a su ciudad natal Barcelona, de la que hace un sarcástico cuadro social en Últimas tardes con Teresa, que cumple ahora medio siglo de publicada, y otras obras, a través de historias apasionantes sacadas de los tiempos de su juventud y dotadas de una prosa que vibra como pocas. Marsé, crecido en una familia modesta, trabajó primero como aprendiz de joyero 13 años en un taller en un barrio popular barcelonés, pero luego se trasladó a París, donde siguió su formación y regresó a su terruño ya dotado de una formidable lucidez social y un sentido profundo de la ironía.  

Marsé, ganador del Premio Cervantes que este enero cumplió 83 años, se ha vuelto una referencia de la literatura barcelonesa escrita en español por los hijos de inmigrantes residentes en esta zona que hoy experimenta tensiones a causa del nacionalismo de los catalanes "puros", quienes desean independizarse y consideran de manera un poco demagógica a España como un imperio que los ha colonizado desde hace siglos y vive de sus riquezas, lo que es por supuesto falso. El movimiento político nacionalista catalán ha detestado siempre a Marsé, quien califica a sus líderes en una reciente entrevista de "carroña sentimental". 

Barcelona ha sido desde hace milenios un puerto privilegiado situado de manera estratégica en el Mediterráneo, por lo que en diversas épocas ha sido centro de intercambio de mercancías y riquezas y lugar de confluencia de mucho dinero y pujanza y por lo tanto escenario de codicias y guerras. También ha sido centro cultural y editorial en los tiempos modernos, antes y después del Siglo de Oro, como nos lo recuerda Cervantes en El Quijote de la Mancha. El autor lleva al final a su personaje el Ingenioso Hidalgo a este puerto, donde se está editando el segundo volumen de sus historias, y escoge el lugar para que sea allí donde el caballero del Verde Gabán derrote al delirante en una justa caballeresca fingida en la playa y lo convenza de regresar a casa después de sus múltiples andanzas por España.
      
En Últimas tardes con Teresa, ganadora del premio Biblioteca Breve 1965, Marsé describe a esa Barcelona de los años 50, cuando, en tiempos de posguerra, la región vive momentos de desarrollo industrial acelerado comandado por una pujante burguesía catalana y atrae a cientos de miles de trabajadores pobres de otras regiones españolas, como valencianos, murcianos, andaluces, gallegos, moros y castellanos, que vienen a engrosar las filas obreras y a vivir marginados en los suburbios altos de la capital catalana y en ciudades aledañas que crecen de manera acelerada junto a las factorías.

A un lado Marsé muestra a la tradicional burguesía catalana que vive en fabulosos apartamentos de la Gran Vía o el Paseo de Gracia y tiene casas de campo y masías en los bellos campos, costas y bosques de la región y al otro un ejército de inmigrantes forasteros, llamados charnegos, de donde salen no solo los obreros y los criados de los exquisitos señoritos de apellido catalán tales como Trías, Pujol, Boffil o Serrat, sino también la escoria social, el lumpenproletariado, los ladrones y los delincuentes encarnados en el magistral personaje de chulo llamado Pijoaparte.

He subido este viernes al Monte Carmelo, donde estaban los malfamados tugurios de aquel tiempo y aunque ahora esos barrios son bastante limpios y ordenados y están dotados de un metro moderno y excelentes medios de transporte, siguen siendo lugar de residencia de forasteros de las clases bajas, a su vez hijos de inmigrantes árabes, esteuropeos o latinoamericanos, o sea los las nuevas versiones de esos aparentemente peligrosos jóvenes apaches de los años 50, ladrones de motocicletas, que eran el terror de las clase medias blancas y adineradas de la pulcra ciudad de abajo.

Ahí en el Carmel y en Ginardó se habla fundamentalmente español y es claro que la mayoría de la población vive allí en el desempleo rampante y tiene menos posibilidades aun que la clase media golpeada por la crisis que devasta al país desde 2008, cuando se derrumbó la burbuja inmobiliaria y sembró el país de incertidumbre política y social. Pero arriba, en estas colinas proletarias, sigue vibrando el mundo descrito por Marsé en Últimas tardes con Teresa y otras obras de juventud como Si te dicen que caí y La oscura historia de la prima Montse.

Marsé se ganó a pulso su fama y el consagratorio Premio Cervantes 2008. De la generación de García Márquez y otras estrellas del boom y contemporáneo de otros importantes autores españoles como los Goytisolo, Marsé, pese al éxito de sus obras, siempre fue mirado de reojo por la crítica, al considerarlo más un autor social que otra cosa. Ganó muy temprano el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, y una tras otra sus obras lograron múltiples ediciones y premios como el de la Crítica y el Planeta y le dieron renombre internacional, pero su lugar siempre estuvo un poco al margen de los exitosos del boom latinoamericano o de los exquisitos españoles del momento, lo que, supongo, no contrariaba de todo a Marsé, quien siempre ha estado a contracorriente y ha sido un rebelde, incluso en estos momentos.

Considera a gran parte de la clase política española de hoy una remanencia del franquismo que es todavía "un cadáver que apesta" y en conferencias y entrevistas muestra la desbordante inteligencia de quien no se dejó amansar por el éxito, se considera siempre un "aprendiz de novelista" y sabe expresar críticas acerbas a todas las manifestaciones del ablandamiento intelectual de muchos autores de su generación y otras posteriores. Nunca le perdonarán la creación de esos personajes de la burguesía catalana que como Teresa Serrat y sus amigos señoritos miraron la realidad social desde afuera. 

Dotado de un gran sentido de autocrítica, Marsé supo crear novelas inolvidables donde vibra la vida y que cumplen la función de molestar, irritar y cuestionar las inercias, además de ser ejemplos de talento y rigor narrativos.  Visitar los barrios populares de donde extrajo sus personajes, escrutarlos, olerlos, o mirar desde Premiá del Mar en un crepúsculo rojizo a la próspera Barcelona industrial difuminándose entre el oro ocre de la atmósfera solar, con sus fábricas y el Montjuich firme contra el Mediterráneo, nos acerca de nuevo a su vasta obra y al milagro siempre renovado de la literatura escrita en estas tierras bilingües catalanas pródigas de cultura y belleza. 
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*Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 13 de febrero 2016.

domingo, 7 de febrero de 2016

CIEN AÑOS DE RUBÉN DARÍO

Por Eduardo García Aguilar
Hace cien años, el 6 de febrero de 1916, murió en León el gran poeta nicaragüense y latinoamericano Rubén Darío (1867-1916), cuya irrupción en el panorama de la literatura en español fue un sismo que todavía estremece con sus vibraciones a los amantes de la poesía y la prosa modernas. Este niño precoz, de nombre Félix Rubén García Sarmiento, nació en Metapa y desde muy temprano mostró sus cualidades como versificador, cuando la poesía, a fines del siglo XIX, era el arte mayor en los lejanos países latinoamericanos que, independizados de España desde hacía décadas, buscaban su voz dejando atrás siglos de vieja retórica parroquial encorsetada en modelos inamovibles.
Ya terminaban las patrias bobas y el mundo todo vivía tiempos de aceleramiento y velocidad comerciales luego de la Revolución industrial inglesa y el predominio de potencias como Inglaterra y Francia, que colonizaban el orbe e imponían su cultura en los más alejados confines del mundo. Los grandes barcos a vapor recorrían los mares, los ruidosos trenes cruzaban los campos, y todos esos vehículos llegaban a los puertos, convertidos como nunca en centros de comercio y poder y lugares de intercambio de mercancías, cuerpos, palabras, músicas, ideas y modas.
En esa lejana provincia nicaragüense y centroamericana el geniecillo sorprendía a notables y presidentes por su fabulosa memoria y la facilidad con la que creaba al instante los versos más fantásticos o los escribía por encargo. Invitado imprescindible en salones, escuelas, ateneos, fiestas, Darío se lucía y hay fotos donde se ve al adolescente de 14 años mostrando sus habilidades ante el asombro de los patriarcas. Pronto empezó a recorrer los pequeños países centroamericanos, donde ejercería la profesión alimentaria de periodista y fundaría periódicos y revistas, y crearía tertulias literarias de un delicioso anacronismo, como era usual en esos tiempos en que la poesía, las tabernas y los burdeles eran las únicas diversiones paganas posibles.
Sus capacidades lo llevaron a recalar en Chile, donde trabajó en el periódico La Época y publicó su famoso libro Azul, y más tarde, tras regresar a América Central y visitar fugazmente el viejo continente europeo, llegó a Buenos Aires, la Nueva York del sur, a donde acudían millones de inmigrantes pobres de Europa y el mundo para crear una metrópoli cosmopolita donde el joven poeta desplegó todos sus talentos y publicó Los raros, en homenaje a sus escritores preferidos, y Prosas profanas. A esa ciudad había sido enviado como cónsul de Colombia por el poeta y presidente Rafael Núñez, como era usual entonces, donde a veces los mandatarios eran escribidores de gramáticas y los embajadores poetas.
Desde París, Madrid y Barcelona, llegaban a Buenos Aires todos los libros posibles, y en sus calles Darío continuó la lectura de los poetas franceses del momento, de Victor Hugo en adelante hasta parnasianos, simbolistas y otros decadentes retorcidos y extraños que ejercieron gran influencia en él y sobre quienes escribió semblanzas admiradas, cargadas de un afrancesamiento casi patológico, excitado por Nerval, Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Verlaine y tantos otros.
Luego viajó a París como enviado del poderoso diario bonaerense La Nación y se quedó allí en la que era la capital editorial del mundo hispánico con la editorial Garnier a la cabeza. Vivía a un lado del Jardín de Luxemburgo y hoy se ve la placa con su nombre junto a la puerta del número 5 de la rue Hershel, donde lo vio y describió el modernista colombiano José María Vargas Vila, prosista empalagoso que escribía historias truculentas y panfletos anticlericales y antidicatoriales plagados de adjetivos que lo convirtieron en el mayor best-seller de su tiempo en América Latina. Vargas Vila, megalómano, se inclinó ante el genio y escribió un libro sobre Darío, que es tal vez uno de los pocos suyos que se salvan.
La poesía brotaba de Rubén Darío y se reproducía en torrentes, cataratas, vorágines, amazonas de versos y abismos inesperados entre conflagraciones de palabras y sentidos. Sus combinaciones de temas, sentimientos, metáforas, ritmos, historias, eran desconcertantes en su variada matemática. Todo era nuevo en él y el castellano volvió a vibrar como no lo hacía desde Cervantes, Góngora y Quevedo. Los jóvenes poetas españoles lo comprendieron rápido y lo acogieron como el maestro, el príncipe que la literatura del idioma castellano reclamaba. Para saberlo, hay que leer sus Cantos de vida y esperanza o las diversas recopilaciones como la más famosa publicada por Aguilar, empastada en cuero, u otras más rigurosas y recientes, como la realizada por el Fondo de Cultura Económica, en México, y cuidada por Ernesto Mejía Sánchez.
Tanto éxito, amistad e influencia lo marcaron. Agobiado por tantos viajes y líos personales, adicto al vino y a la vida, excesivo y frágil, llegó a la cima para caer en la decadencia y retornar a América por Nueva York e ir de gira, ya enfermo, de teatro en teatro, cabestreado por agentes inescrupulosos. Al final, extenuado, se extingue en León luego de retornar a su tierra natal, antes de llegar al medio siglo de edad, pero su obra sigue viva y es “tan antigua y tan moderna” como él mismo lo definió con la extrema lucidez de su inteligencia.
* Publicado en Excélsior. Ciudad de México. 7 de febrero de 2016.