domingo, 24 de abril de 2016

EFERVESCENCIA EN LA CALLE MALEVA


Por Eduardo García Aguilar
Junto a Bastille la calle maleva se llena de electricidad a medida que llega la medianoche del viernes y los jóvenes de los suburbios acuden ebrios ya a desbocarse en la madrugada. Un enorme muchacho golpea a su novia y de inmediato otros la rodean para defenderla y las bandas estallan en una contienda relámpago que rápidamente se controla, como si estuviésemos en una escena de la legendaria película hollywodense West Side History. La calle de Lappe es así desde hace siglo y medio, con sus luces intermitentes y los anuncios de neón de los distintos bares a donde se han dado cita para bailar decenas de generaciones de noctámbulos. El Balajo, rey del tango en los tiempos de entreguerras, el bar cubano, el dancing de las tapas españolas, y uno tras otro diversos sitios de rock, samba, salsa, reggaeton, ritmos africanos, música de las antillas o de variedad francesa y mil metederos más que siempre están llenos.
     Es el barrio de la Bastilla, el mismo que trae los recuerdos de la Revolución de 1789, cuando los proletarios del suburbio de San Antonio derribaron piedra por piedra la cárcel llena de rebeldes y libertinos. Ahora, solo quedan bajo tierra algunos pedazos de los cimientos pétreos de aquella mazmorra famosa donde morían los erráticos y que dio el nombre a la revuelta que terminó con la vieja monarquía borbónica. Ahora es una inmensa plaza circular donde cruzan los autos que vienen y van en todas las direcciones circundando un obelisco en cuya punta vuela un ángel desnudo de oro iluminado por la luna llena.
     El obelisco fue construido en homenaje a otras revoluciones sucedidas después de la primera y la más grande de 1789 a lo largo del siglo XIX, centuria que jugó pin pong entre nuevos emperadores emergentes como Napoleón el corso, restauraciones aristocráticas borbónicas y napoleónicas y nuevas revoluciones democráticas conquistadas por la generación de los románticos y más tarde por sus herederos los utopistas derrotados al fin en 1871, cuando la Comuna de París fue aplastada en sangre y fusilamientos en masa. O sea que Bastille es y ha sido un nido de rebeliones, sitio de encuentro de pensadores y desde su centro salen otras avenidas que van a la Plaza de la República o a la Plaza de la Nación, arterias que cíclicamente son pobladas por manifestaciones multitudinarias de sindicalistas o militantes políticos de diversas tendencias.
     Pero nada igual a la maleva calle de Lappe, a la que se accede por la menos antigua y animada calle de la Roquette, que lleva el nombre de otrá prisión y vive siempre entre olores a chorizo, cuscús y crepes y el bullicio de los conversadores que discuten llueve o truene sobre el futuro del mundo o sobre las noticias de la farándula o del fútbol. Al costado de Bastille está el Bar Restaurante Falstaff que nunca cierra y es el refugio de todos los hambrientos borrachines que salen de los grandes centros de diversión cercanos como L'Angora, el Balajo, el Bar Latino o el Sanz, estos últimos dotados de varios niveles enfebrecidos de fiesta interminable al calor de la actividad de los discjokeys y la danza de los clientes de todas las edades.
     En la calle del suburbio de San Antonio hay igual electricidad en plena madrugada cuando se agolpan afuera los que no han sido admitidos al Sanz o al Barrio Latino y cruzan con la música a todo volumen los autos de los jóvenes bandidos de la droga, franceses de origen magrebí o africano que imprecan a los transeúntes y son arrogantes como todos los arribistas y los narcos del mundo, todopoderosos sin ley cuyo único lenguaje es el dinero y la violencia, la agresión y la amenaza. Su movimiento es circular y desbocado entre estas arterias, mientras afuera de la Nueva Opera los taxis esperan en fila a los clientes y los autobuses Noctambus recogen a los jóvenes pobres que regresan a los lejanos suburbios.
     A unas cuadras, en la Plaza de la República han comenzado de nuevo los enfrentamientos de los izquierdistas con la policía, como ocurre desde hace ya casi un mes día a día, en una rutina que se ha impuesto en la Noche de Pie, a medida que se solidifica el movimiento de los indigandos locales que sueñan con un ingreso básico para todos los ciudadanos y el derecho al ocio y la pereza propugando por Paul Lafargue, el yerno de Marx. Cuando terminan hacia las dos de la mañana actividades militantes, debates, proyecciones de cine alternativo y comprometido y los discursos políticos, un núcleo final de un centenar de revoltosos anárquicos comienza la construcción de barricadas con mesas y basuras, latas de cerveza y el disparo de todo tipo de proyectiles ante la arremetida de las fuerzas del orden.
     Y entonces decenas de patrullas y vehículos policiales recorren el barrio por las avenidas con sus luces y sirenas encendidas y acuden a la refriega que poco a poco se va extinguiendo hacia la madrugada en los barrios del noreste de la ciudad. La calle maleva de Lappe va vaciándose de sus fiesteros y el barrio vuelve a cierta calma. En algunas esquinas o bajo portalones duermen sobre colchones familias de inmigrantes con sus hijos o vagabundos con su perros, una población que en los últimos años ha aumentado vertiginosamente con la llegada de oleadas de desplazados que huyen de las guerras de África y el Magreb o de Oriente Medio y se han logrado infiltrar en Francia, aunque de manera mucho más reducida que en Alemania. Ellos están ahí esquina tras esquina, en las riberas de los canales, debajo las arcadas del metro aéreo o al borde de las vías del ferrocarril, más allá de las estaciones del Norte y el Este.
     La ciudad sigue su ritmo. El bar restaurante Falstaff de Bastille sigue abierto para los habituados de los after show de toda la zona, esas fiestas que siguen hasta al amancer para las insaciables nuevas generaciones nacidas en el año 2000 o en este siglo XXI, que ya están llegando a la mayoría de edad y renuevan siglo tras siglo la divisa de la ciudad como una fiesta que no termina nunca. París es una fiesta, decía Hemingway. Solo que ahora, como en otros tiempos pasados, las guerras y las crisis vuelven a estar más cerca y después de los atentados de noviembre no queda para ellos más que divertirse, bailar y beber antes de un improbable cataclismo.
 

domingo, 17 de abril de 2016

NOCHE DE PIE EN PLAZA DE LA REPÚBLICA

 Por Eduardo García Aguilar

Desde hace dos semanas estudiantes y militantes alternativos se reúnen todos los días en la plaza de la República en el marco del movimiento Noche de pie, para protestar contra una nueva ley del trabajo en Francia y las condiciones deplorables en que transcurre la vida de los jóvenes precarios en estos tiempos de crisis y austeridad. Durante la tarde y la noche colegiales, bachilleres, universitarios  o miembros de movimientos izquierdistas, anarquistas o sindicalistas, ven películas, bailan, cantan, oyen música, beben cerveza,  discuten en pequeños grupos, realizan animados debates y escuchan arengas de iluminados y otros no tanto.

Todo eso me hace recordar las jornadas cíclicas que todo estudiante de cualquier época ha vivido en algún momento de su vida en cualquier país del mundo, tanto en los llamados países en desarrollo de América Latina, Asia y África,  o ricos y potentes como Estados Unidos, donde las universidades californianas estuvieron en la vanguardia de las protestas por la guerra de Vietnam y siguen generando ideas para la mejoría y el cambio del mundo.

Al pasearme entre la muchedumbre de estos jóvenes viajé  en la cápsula de tiempo a mi paso por la Universidad Nacional de Colombia, donde frente al edificio de Sociología, en el llamado Jardín de Freud, pasábamos noches en vela en espera de que fracasara el golpe de estado de Pinochet, entre fogatas y algarabía de fiesta e iluminada solidaridad de soñadores.

Y al percibir entre la humareda de los puestos de comestibles de la Plaza de la República el olor a chorizo asado en parrillas, viajé a la Universidad de Vincennes donde estudié Economía Política en un ambiente idéntico a este que veo ahora décadas después como si no hubiese pasado el tiempo. A veces pensé que me iba a encontar conmigo, o sea con ese muchacho de veinte años que fui en aquellos agitados años en que Estados Unidos salía derrotado de Vietnam y cuando se pensaba que el mundo iba ineluctablemente hacia cambios permamentes sin saber que en el siglo XXI nos encontraríamos enfrentando guerras religiosas.

Varios centenares de jóvenes sentados en el suelo ven la proyección de una película donde protagonistas de movimientos sociales de Brasil, España, Bolivia y otros países del mundo cuentan sus gestas contra el poder del dinero y promueven acciones de autogestión de los trabajadores y de resistencia ante la devastación de los capitales multinacionales que viajan de un lado para otro como vampiros sacando las riquezas minerales y agrícolas de los países de la periferia que abandonan luego en estado de miseria y desertificación.

En ese filme se ven los mismos arquetipos de siempre, líderes obreros, indígenas, campesinos, luchadores sociales exóticos de todas las épocas que a veces llegan al poder y fracasan en el intento de crear un mundo nuevo y mueren ya viejos y agotados de tanto soñar y nunca lograr el paraíso en la tierra. Sus arengas emocionan y estremecen porque sus denuncias son justas y sus sueños legítimos, aunque el poder del dinero terminará tarde o temprano por domarlos.

Y frente a ellos, de nuevo otra generación atenta de muchachos nacidos a fines del siglo XX o a comienzos del siglo XXI, con la mirada fresca para el sueño, con sus bolsas en la espalda, el cabello hirsuto, la belleza a flor de piel, chicas perfumadas y magníficas que pasan la noche ahí descubriendo el mundo, la generosidad, la militancia y que tarde o temprano entrarán al rango de la realidad, unos hacia la élite después de concluir los estudios con éxito, en  los altos cargos de la economía y la políticia y la mayoría de ellos tal vez en la precariedad en empleos secundarios y mal pagados, o en la la frustarción, el desempleo, la marginalidad, la droga o la pobreza.

La misma historia de siempre se ve en estas caras que recuerdan a los ancestros de la Revolución Francesa que auguraba un mundo de libertad, igualdad y fraternidad o de las revoluciones románticas del siglo XIX, o la Comuna de París de 1871, derrotada en la sangre para siempre y eso sin olvidar los movimientos utópicos inspirados por Fourier, Blanqui y Bakunín, que inspiraron a tantos hace siglo y medio y que de la utopía pasaron a encarnarse en pesadillas mortíferas como la Rusia de Stalin, la China de Mao, la Camboya de Pol Pot, la Cuba de los Castro, la Rumania de Ceaucescu, o la tiranía de la familia de Kim il Sung en Corea del Norte, entre muchos otros experimentos frustradados aquí y acullá. 

En una esquina de la plaza los jóvenes construyen nuevas carpas para cubrirse de la lluvia, otros venden libros clásicos de sueño y utopía, otros beben y bailan alrededor de grupos de música alternativa surgidos como champiñones entre la muchedumbre que se agolpa este viernes por la noche en la vieja  plaza, no lejos de los lugares donde hace poco los yihadistas causaron una de las peores matanzas de la historia reciente.

El ambiente se caldea. A medida que se acerca la medianoche la ebriedad va ganando los manifestantes y el olor de la cerveza, el vino y la canabis inunda los aires y comienzan a sonar las botellas que se quiebran en el suelo y van apareciendo los encapuchados que más tarde iniciarán los desórdenes y se enfrentarán en batalla campal con los policías, como ocurre todos los días desde hace dos semanas. Ya van unos 80 policías heridos y cientos de jóvenes detenidos.

Es hora de partir antes de quedar atrapados en los enfrentamientos y subimos por la calle de la Barriada del templo, el Faubourg du Temple donde se han vivido tantas  historias en este país,   a la varguardia siempre de las luchas sociales desde la Declaración de los derechos humanos hasta las causas de la liberación de la mujer, los derechos de los gays y la ecología.

La fiesta continúa por todas partes, pero las escaramuzas entre jóvenes enchapuchados seguirán hasta las cuatro de la mañana de este sábado en los barrios populares del norte de París. Es la primavera, pronto llega mayo y los jóvenes quieren inventar algo parecido al movimiento español de los indignados. Antes de dormirme pienso que la historia se repite en un ciclo permanente de tragedias y comedias sin fin. Y sueño a veces con la guerra, como si ella fuera la naturaleza de una humanidad felina, dinosáurica y cainita.
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 17 de abril de 2016

sábado, 9 de abril de 2016

LUIS OSPINA Y LA GENERACIÓN DE CALIWOOD

Por Eduardo García Aguilar
Luis Ospina y Sandro Romero Rey vinieron a París para presentar una retrospectiva cinematográfica de la llamada generación de Caliwood, a la que pertenecen ellos al lado de Andrés Caicedo, Carlos Mayolo y varios artistas de diversos géneros que actuaron en las últimas décadas del siglo XX, desde los años 70 y 80 hasta la aurora del siglo XXI en la ciudad de Cali, donde también reinaban otros grupos de pensamiento y sueño que revolucionaron las maneras de vivir y ver el arte o ejercer el pensamiento y el saber en Colombia con gran espíritu de libertad y desorden de todos los sentidos, como proclamaba Arthur Rimbaud.

Además de grandes maestros como Enrique Buenaventura y su genial grupo de teatro de proyección mundial, también se dieron círculos como el encabezado por el filósofo Estanislao Zuleta en torno al psicoanálisis o la literatura y varias generaciones de narradores, poetas, ensayistas, entre quienes figuran Fernando Cruz Kronfly, Umberto Valverde, Oscar Collazos, Jotamario Arbeláez, Harold Alvarado Tenorio, Gustavo Alvarez Gardeazábal y muchos más, cuya lista sería aquí interminable, así como fotógrafos cada vez más reconocidos como Fernell Franco, cuya retrospectiva se expone en la Fundación Cartier, organizadora a su vez de esta visita de los eternos muchachos de Caliwood.

En el cine Action Christine, en una húmeda callejuela del barrio de Saint Germain des Prés, muy cerca de las riberas del Sena, Luis Ospina y Sandro Romero Rey, apadrinados por su amigo el gran cineasta Barbet Srhoeder y la actriz Bulle Ogier, estuvieron en primera fila viendo las proyecciones, participando en los debates y atendiendo a un público de jóvenes franceses y latinoamericanos entusiastas que estuvieron presentes en las extensas sesiones de proyecciones, lecturas y debates.

En un mundo donde todo es rapidez y efectividad y ya no hay tiempo para degustar el cine a lo largo de las horas en maratones interminables, cuando las salas de cine proyectan solo películas domesticadas y uniformadas que se ven por igual en todos las salas comerciales del mundo y cuentan historias efectivas que solo buscan la amenidad y se niegan a la búsqueda, ver a estos dos mosqueteros de la cultura colombiana en plena acción, comunicaba un gran entusiasmo al público entendido. Me acordé entonces de las grandes jornadas de cine celebradas en Century City en Los Angeles a las que asistía hace muchisimos años, donde uno podía amanecer viendo filmes sentado al lado de glorias de la cinematografía o jóvenes ambiciosos de las escuelas cinematográficas de la gran metrópoli californiana donde estudió Ospina en su primera juventud.

Un traductor francés de Andrés Caicedo leía largos párrafos de la obra del mito, mientras se proyectaban enormes fotografias suyas captadas en blanco y negro por Fernel Franco, imágenes de una vivacidad e intensidad tales que nos traían desde el más allá a la leyenda, con la mirada juguetona de niño travieso, su melena y los gestos de suicida, una figura de geniecillo que de haber sobrevivido y llegado a la horrible vejez, estaría hoy en los 65 años, ya cerca de la senectud. También se proyectaron diversos fragmentos de películas de Ospina y Mayolo, a quien vimos actuar y dirigir con esa agilidad y vitalidad que lo caracterizaban, la de un hombre que se quería comer y beber el mundo y que a su vez también fue otro genio desbocado que sobrevivió más tiempo, pero se fue temprano. Sandro Romero Rey, al convocarlo desde el atril donde hablaba de él, con un gesto nos recordó que vivía como Caicedo en el misterioso universo del más allá.

Muy distintos Ospina y Mayolo. En Ospina hay como la aparente y engañosa serenidad o lentitud patricia de un rock star que vive en la saudade permanente. Como si este flaco esencial estuviese siempre en una nube y en un más allá indecible, flotando en un limbo de ideas permanentes, pensando en proyectos logrados y soñados. Hizo una seríe de películas cuando el cine en Colombia se hacía con las uñas y al ver los fragmentos que vienen desde hace décadas de olvido se percibe con claridad su mirada propia, los gags al gran cine de todos los tiempos, el deseo de Ospina de transguedir hasta límites insospechados y terribles, por lo que esas obras suyas encuentran en los jóvenes un público fiel que les otorga ya un galardón de películas de culto. Con Ospina he caminado fugazmente por las calles de París, en 1995, después del festival de Biarritz dedicado a Colombia y luego en México por las calles del barrio art-deco de la Condesa, luego de que estuviéramos una tarde en casa del terrible Fernando Vallejo, a quien dedica su película barbajacobiana La Desazón suprema.  

Mayolo el hiperactivo tenía aires de un rock star malevo y plebeyo con su cuerpo petizo de delantero de fútbol. Tuve la fortuna de ver a Mayolo algunas veces y caminé con él por las calles de Barcelona hace mucho tiempo y al escuchar su voz, sentir su deseo de fiesta permanente y captar su generosidad bajo el sol de la capital catalana, comprendía que era una fuerza de la naturaleza, y que con justicia es ahora otro mito de la generación y que sus excesos eran necesarios. Al ver en el pequeño cine Action Christine fragmentos de La mansión de Araucaíma o instantes de su actuación natural, Mayolo volvió a estar entre nosotros por un momento de la mano de sus amigos sobrevivientes, los últimos mohicanos de ese movimiento.

Además de la película generacional de Ospina que lleva por título Todo comenzó por el fin, se proyectó un extraño film sobre la demolición de Cali, rescatado de aquellos tiempos y donde se percibe la filigrana de joyero en la mirada del cineasta. Dos largos pedazos de cine salvados del olvido en homenaje a la ciudad de la infancia que desaparece para siempre, mientras Cali se hundía y desaparecían de un momento para otro aquellos años de esplendor cultural, reemplazado por la cultura narcotraqueta que ha reinado allí desde entonces y fue una devastación, una deflagración vital y cultural equiparable a la explosión de dinamita militar de 1956 vivida por la urbe, cuando aquello quedó convertido en una Hiroshina o un Nagasaki de tierra caliente. Por supuesto se proyectó un fragmento de película referente a aquel traumático apocalipsis local que los marcó.

La peregrinación mundial de Ospina y Romero Rey reviviendo a Caliwood es necesaria y es ejemplo para la cultura colombiana. En otros países latinoamericanos como Brasil, México o Argentina se ha realizado siempre un trabajo de rescate serio y sostenido del patrimonio cultural y de los creadores clásicos y contemporáneos de todos los niveles, triunfadores y derrotados por igual, mientras en Colombia todo desaparece en el desánimo y el olvido y en el culto al éxito inmediato como único criterio de consagración. El que no triunfa o no es rico es lanzado a la basura. Al rescatar y difundir el trabajo de esta notable generación moderna de Cali, se abre una ventana para que otras generaciones fracasadas o no de otras ciudades o regiones puedan ser resucitadas y puestas en circulación para enriquecimiento de la historia cultural del martirizado país colombiano, una tierra maldita donde mandan plutócratas y terratenientes matones, asesinos, cuchilleros, sicarios, bandidos de cuello blanco y reinan el arribismo y las ideologías más extremas de la violencia, la incultura y la intolerancia.    
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 10 de abril de 2016.