sábado, 9 de julio de 2016

EL BELISARIO DE ROBERT GRAVES

Por Eduardo García Aguilar
Desde su refugio en Palma de Mallorca Robert Graves aceptó reconstruir viejos siglos a través de la novela para dedicarse a su verdadera pasión: la poesía. ¿Pero hasta dónde esa utilitaria empresa que producía grandes best-sellers como Yo, Claudio y Belisario no lo conducía también hacia emocionantes mundos por medio un túnel de tiempo caprichoso y juguetón?
     Imagina amplias praderas, ríos fogosos, bosques aun vírgenes y en ellos dibuja a su guisa hombres, guerreros, emociones, batallas, burdeles, gigantescas moradas de piedra, lujosos y ambiciosos sátrapas y crea al paso de su pluma el pasado, el mito, la leyenda que hoy nos llega brumosa y plena de inverosmilitudes.
     El poeta Robert Graves (1895-1985), como todo gran poeta, posee el don de la ubicuidad, el derecho a renunciar no solo a su patria, sino a su tiempo y reclama para sí el más apasionante deber de los sabios: el destierro. Como su Belisario, Graves viaja por otros campos de batalla y se detiene a contemplar un filme que lo ata a otro inmediato: el pasado. 
     Su libro Belisario (Count Belisarius), es un viaje al siglo V de nuestra era. Un eunuco que por su naturaleza está acodado al relato, observa y cuenta el ocaso de un imperio. Espejo pasivo que sobrevive a sus contemporáneos, inicia su historia en 571, después de que todos sus protagonistas han desaparecido. Vemos al niño Belisario (494-565) desgarrado por un primer destierro, el de la educación, jugando a las batallas con sus compañeros y diciendo ante la orgullosa mirada de su tío Modesto, que “ser romano no significa pertenecer a Roma sino al mundo entero”.
    Asistimos a su primera emoción amorosa, cuando prsencia los movimientos del contorneado y sensual cuerpo de la hetaira Antonina, su futura esposa y ama del eunuco relator. Luego pesenciamos las guerras de este general bizantino que realizó bajo Justiniano  reconquistas en África, Sicilia e Italia: con los hunos, los persas, la toma de Cartago, la derrota de los vándalos, sus ascenso a cónsul y su desgracia sellada en la ceguera. Puntos de una deliciosa majestuosidad se construyen, por ejemplo, en el encuentro de Antonia con Teodora, otra compañera de perdición, ahora esposa del emperador. La posterior entrevista de la primera con Belisario en campaña contra los persas y la aceptación de una larga unión amorosa.
     Monjes perdidos deambulan cargados con el secreto de la seda oriental, una pérfida ballena cruza los mares sembrano el terror, como la peste bubónica que azota y decima poblaciones enteras y al final muere encallada en un banco de arena, presagiando la muerte del imperio.
     Belisario cubre un siglo de nuestra era y nos enseña las características de civilizaciones o barbaries desaparecidas bajo el polvo. El imperio surge en su esplendor y decadencia desde los grises castillos de Britania cubiertos de líquen amarillo, hasta las riberas del Danubio asediadas de hunos balbuceantes e implacables y desde la gran Cartago, dominada por los vándalos, hasta las estrecheces del Bósforo.
    El Belisario de Graves carece tal vez de la trascendecia de las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar o del fulgor de la prosa de La muerte de Virgilio de Hermann Broch. Es un puntilloso fárrago de cotidianidades deslucidas, empresa desganada de un eunuco nostálgico.
     El relator “suele envidiar al hombre que puede llevarse al lecho a una mujer para algo más que abrazarla y besar castamente sus ojos” y al deambular por el palacio como un opaco administrador solo alcanza a construir un catálogo de donde la emociones están desterradas.
    Dice Graves, estableciendo paralelo entre el relato romántico de las “hazañas” del rey Arturo, “insignificante reyezulo inglés, jefe de la caballería aliada, a quien los romanos abandonaron a su suerte cuando la infantería fue rechazada de las ciudades fuertes de Britania, a comienzos del siglo V”, que si “Procopio hubiera sido su cronista, ogros, barcos encantados y magos no hubieran figurado en el relato, a no ser solo como una episódica referencia a las leyendas británicas de la época”.
     El autor crea con total alevosía una voz insípida para abordar la grandeza y allí, como buen anglosajón, se deslinda de todos aquellos autores ---eslavos, franceses, esteuropeos o hispanoamericanos--- que acuden a lo pomposo o al empalagoso barroquismo para contar historias de héroes o de imperios caídos. Graves toma distancia a diferencia de esa miríada de autores engolados de la Europa latina o de hispanoamérica, herederos retrasados del modernismo, que relatan como barítonos atronadores y al gritar para hacerse notar en el escenario quiebran las vidrieras del tiempo y quitan oxígeno a la historia.   
    La voz opaca del eunuco coincide con un ambiente de ruinas. El fin de un imperio todopoderoso abría el paso a uno inexistente o a una larga zona de nostalgias fragmentadas y endogámicas. El repliegue de las majestuosidades exteriores y de las grandes empresas conquistadoras de los héroes clásicos, el fin de los grandes ideales belicosos, de las infalibilidades y las verdades establecidas, daban paso a las leyendas góticas.
     Estatuas, bustos de emperadores, colosos de Rodas y arcos triunfales caen hechos pedazos y se hunden en el barro; grandes estadios y monumentos son cubiertos por la vegetación y se vuelven montículos poblados por cabras y silenciosos pastores; las ciudades terminan cubiertas por ríos desborados o como Cartago o Alejandría son devoradas por el mar. Graves el poeta lo sabe y por eso escoge la voz del eunuco viejo para llevarnos de viaje hasta los confines iniciales de nuestra era.
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* De la serie Textos nómadas. 
   

lunes, 4 de julio de 2016

CERVANTES EN SEVILLA

Por Eduardo García Aguilar
Para muchos latinoamericanos caminar a orillas del Guadalquivir en Sevilla es retornar a los orígenes en una Andalucía multirracial donde siempre se cruzaron pueblos y vientos provenientes de todos los puntos cardinales, desde egipcios, fenicios, judíos, griegos y romanos hasta el dominio, auge, esplendor y caída del islam, cuyas huellas perviven en miles de palabras de nuestro idioma y en los nombres de las principales ciudades de aquí: Al Andalús, Córdoba, Benalmádena, Algeciras y muchísimas más. 
      Las aguas apacibles del río cruzan con naturalidad a Sevilla cubierta por el sol canicular y bajo los puentes se percibe una calma que nada tiene que ver con los ajetreos milenarios de este puerto fluvial sanguinolento que acogió todos los sueños y derrotas humanas, pero está lleno de ilusiones, pues la ilusión es esencia de sangre y danza, el simple hecho de ser feliz por estar en este mundo bajo el sol y junto al agua.
     Como no lejos de aquí estaban los puertos marítimos de Cádiz y Sanlúcar de Barrameda, de donde partían todas las naves hacia América o a darle la vuelta al mundo en siglos de exploración, aventura y descubrimientos, Sevilla era un poderoso centro administrativo donde reyes, magnates, viajeros, aventureros, asesinos, bandidos y  forasteros turbios se reunían a fraguar sus planes y a ejercer todo tipo de comercios y maldades sin fin.
      Prueba de ello es el Archivo General de Indias, cuya visita emociona siempre a quienes estudian sin cesar los misterios de España e hispanoamérica, pues en las estanterías, cajones y viejos baúles empolvados acumulados allí a través de los siglos se encuentran los folios salvados con la historia de millones de vidas y la contabilidad de los ires y venires de mercancias, libros, joyas, lingotes, prendas, telas, y todo tipo de objetos materiales, a los que se añaden cartas, testamentos, poderes y mensajes que vibran y chillan desde un pasado inagotable de sorpresas y misterios. Millones de vidas acumuladas en hojas de papel.
      Al lado del Archivo, la enorme Catedral de Sevilla nos recuerda a la similar de Ciudad de México, construida sobre Tenochtitlán a imagen y semejanza de esta por expatriados que deseaban reconstruir a España en territorios de ultramar. Un catedral que parece ciudad y dentro de la cual vibran hoy las notas de un órgano profundo que nos hace volar por tinieblas tenebrosas de siglos poblados de muerte, crueldad y eternidad apocalíptica.
      Allí se arrodillaban a orar aquellos conquistadores asesinos que, ya viejos y sobrevivientes, retornaban de las Indias con la pecaminosa carga de haber matado sin límites y humillado y diezmado a las poblaciones indígenas de América en uno de los más espantosos genocidios u holocaustos cometidos por la humanidad. Y junto a esos altares barrocos cubiertos de oro,  que brilla hasta enceguecer, bajo el treno del órgano, uno siente el peso de la historia y percibe el sudor de esos viajeros de cuando España era la gran potencia mundial y su reyes dominaban el mundo sin límites y enviaban sus enormes Naos por los mares del mundo.
      En el Archivo General de Indias, tras subir por escalinatas pulidas y caminar por salas de pasos perdidos junto a cuadros de virreyes y bustos de filólogos o historiadores decimonónicos, nos encontramos con una pequeña exposición dedicada a Miguel de Cervantes Saavedra, el autor del Quijote que soñó con ser nombrado funcionario en Cartagena de Indias y fue frustrado, por fortuna, en el intento. Y digo por fortuna, porque en el fascímil de la carta hallada en algún legajo de estos archivos, las autoridades lo disuaden de viajar a América  y lo invitan mejor a buscar empleo por estos lares andaluces.
      El autor del Quijote vivió entonces más de una década en Sevilla dedicado al modesto trabajo de recaudador de impuestos o de confiscador en los campos de productos alimentarios para dotar las naves de Su Majestad que viajaban a América. En esas tristes lides burocráticas terminó enredado en lóos judiciales que lo llevaron por fortuna a la carcel donde  inició la escritura de su obra maestra. Sin Andalucía y Sevilla el Qujote no hubiera existido y otra fuera la historia de la literatura castellana.
       Los investigadores encontraron este año nuevas cartas y datos del paso de Cervantes por Sevilla, expuestos en vitrinas al lado de documentos donde figura la lista minuciosa de las mercaderías que iban y venían de ultramar. Así sabemos que de las primeras ediciones de El Quijote se enviaron decenas de ejemplares a San Juan de Ulúa, en México, y a otros puertos de América como Cartagena de Indias.
       La modesta exposición con motivo de un nuevo centenario de Cervantes nos familiariza con su firma y nos muestra las huellas de pobre vida en pensiones y las angustias de uno de los más notables fracasados en vida de la historia literaria: la del simple empleadillo escritor de El Quijote de la Mancha. Y para tocar la realidad con las manos, de los sótanos de los Archivos subieron un enorme baúl cajafuerte de hierro fabricado en Nuremberg, con un sistema complicadísimo de llaves y claves que lo hacían inexpugnable con sus riquezas y secretos adentro.
      Afuera en Sevilla sigue la vida bajo la canícula. En el Alcázar la banda municipal toca pasodobles y en los tablaos auténticos del barrio de las Juderías cantan sin cesar los andaluces aquellas saetas y canciones que los han hecho famosos.
     En la Plaza de toros suenan los oles y en los barrios adictos al extraño animismo mariano siguen las multitudinarias procesiones de las vírgenes de los Dolores o la Soledad, cubiertas ellas de coronas áureas y mantos brillantes iluminados con un festín de cirios y veladoras encendidas, que llevan en andas desde hace siglos al son de los compases de alguna orquesta sacada de Tirano Banderas de Valle Inclán. Esa es la Sevilla de Cervantes, Bécquer, Lorca y Machado y Paco de Lucía sin la cual el mundo fuera mucho más aburrido.