sábado, 26 de noviembre de 2016

LOS FUNERALES DEL PAPÁ GRANDE

Por Eduardo García Aguilar
Fidel Castro fue un personaje de ficción que supera con creces todas las novelas hispanoamericanas de caudillos, tiranos y dictadores escritas en América Latina y España. Supera a Tirano Banderas, el personaje del barbudo español Valle Inclán, que resume en un símbolo típico a todas las variantes de tiranuelos tropicales; supera al longevo matusalén de El Otoño del Patriarca de García Márquez, que vivía en un mundo caribeño modernista lleno de metáforas y adjetivos, entre lianas y vegetaciones exuberantes pobladas de cacatúas, papagayos y loros; supera al delirante Doctor Francia, relatado por el paraguayo Augusto Roa Bastos con una largo tejido de palabras, monólogos e imprecaciones pocas veces visto, asfixiante y explosivo; supera a todos los líderes máximos, héroes infalibles, omnipotentes, omniscientes, omnívoros y omnipresentes que inspiraron a tantos autores magistrales y causaron pena o suscitaron esperanzas a lo largo de los siglos.
Llegó al poder muy joven como los grandes héroes clásicos, desde Alejandro Magno a Napoleón, y lo disfrutó a lo largo de las décadas interminables que pasaban una tras otra, acumulando en la agenda centenares de tentativas de asesinato, crisis, bloqueos, amenazas, enfermedades, hambrunas, éxodos, fusilamientos, giras internacionales, cumbres mundiales, proclamas, discursos, fiestas y traiciones. Dotado de una elocuencia letrada sin par, el abogado podía pronunciar discursos que duraban muchas horas y hasta días y eran escuchados atentamente por sus admiradores o por todos aquellos que eran obligados a permanecer de pie transidos de admiración por el héroe, la encarnación contemporánea de todos los héroes posibles, un David isleño que se enfrentaba al Goliat del Imperio.
Uno tras otro sus peores enemigos, presidentes de Estados Unidos, generales, disidentes, directores de la CIA y el FBI, escritores, intelectuales, papas, espías, agentes secretos, fueron cayendo agarrados de súbito por la parca, mientras él se acercaba al siglo como las leyendas, enhiesto, aureolado por una lengüeta de fuego histórica, con el extraño halo que cubre a los héroes de todos los tiempos que por donde pasan, como los centuriones romanos, generan un extraña energía de poder, magnética, volcánica, huracanada, tenebrosa, lumínica.
Gran atleta en su juventud, alto, corpulento, barbado, emblema de la virilidad como máximo macho latino que era, macho alfa, falo de todos los falos, gorila de los gorilas, rey de la tribu, gallo quiquiriquí del gallinero repleto, mono bonobó insaciable de las selvas africanas, todas las mujeres se le rindieron a sus pies y esperaban en el harém isleño suspirando por su visita inesperada a una hora imprevista que podía ser a comienzos de la tarde o al final de la madrugada y tras la proeza genésica, el gran reproductor partía a inaugurar fábricas, supervisar cosechas de azúcar, controlar la producción de tabaco y fumarse unos tantos, revisar las decisiones de ministros de economía o generales o líderes del benemérito y glorioso, infalible Partido Comunista, líderes agrarios, o a entrevistarse con papas, jefes de Estado amigos o enemigos, guerrilleros heróicos de aquí y de allá, poetas, escritores amigos, estrellas de cine, primeras damas, futbolistas, nadadores, boxeadores y muchos más.
Lezama Lima, Cabrera Infante, Reynaldo Arenas, Severo Sarduy, Eliseo Diego, los poetas de Orígenes, Dulce María Loynaz, Cintio Vitier, el padre Gastélum, Virgilio Piñeira, ex compañeros de armas exiliados, luchadores por los derechos humanos, militantes homosexuales, bailarines, cantantes, estrellas del mambo y la salsa, Dámaso Pérez Prado, Celia Cruz, ancianos rumberos, Wilfredo Lam, amigos fusilados por traición, balseros, todos unos tras otro fueron vencidos y enterrados desde lejos por el portentoso anciano que un día se jubiló y se retiró a su vivienda, desde donde vio gobernar a su hermano menor Raúl, nombrado por él a dedo, y donde recibió a una romería de visitantes vestido ya con traje deportivo Adidas, tenis Nike y en silla de ruedas.
En la iconografía de casi un siglo se le ve con los Premio Nobel Ernest Hemingway, Jean Paul Sartre y Gabriel García Márquez, con sus discípulos Hugo Chávez y Evo Morales, en barcos de pesca o en alta mar, junto a un enorme pez espada tan grande como el que figura en El viejo y el mar, también se le ve con estrellas de cine, divas, cantantes de rock y de Opera, magnates occidentales, periodistas internacionales, convertido siempre en un ídolo, ícono pop mundial de tanto rango como Frank Sinatra o Elvis Presley, John Lennon, Mick Jagger, Maria Callas, Pavarotti, Charles Chaplin, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Cantinflas y tantos más cuya lista sería interminable. Ícono como Mao Tse Tung, Ho Chi Mihn, Mandela, Arafat, De Gaulle, Indira Gandhi y líderes de los países llamados No Alineados.  
Crecimos bajo la férula ideológica de Castro en una América Latina encendida que requería a mediados del siglo pasado héroes crísticos como el Che Guevara, el mártir máximo tras el cual se inmolaron en las montañas varias generaciones de jóvenes latinoamericanos tratando de hacer la Revolución y traer el paraíso en la tierra que propugnaban los catecismos barbados publicados y enviados desde la isla, entonces enfeudada a la Unión Soviética en el contexto de la guerra fría.  
Todo aquello fue la reacción a siglos de tiranía de un Imperio que siempre tomó al continente como su patio trasero y colocó a su guisa decenas de dictadores y caudillos sangrientos en Centroamérica y Suramérica, nombres nefastos que torturaron, mataron, se apoderaron de todas las tierras y empresas, esclavizaron, hambrearon, apalearon a la población sin piedad. Porfirio Díaz, Pérez Jiménez, Rafael Leonidas Trujillo, Juan Vicente Gómez, Juan Domingo Perón, Gustavo Rojas Pinilla, Anastasio Somoza, François Duvalier, Alfredo Stroessner, Marcos Pérez Jiménez, Fulgencio Batista, Rafael Videla, Hugo Banzer y Augusto Pinochet, son apenas algunos de esos nombres nefastos.
Pero el paraíso en la tierra nunca llegó y Fidel Castro se fue con él para compartir en el más allá con todos aquellos iluminados que sometieron a sus pueblos durante décadas a nombre un ideario que nunca se aplicó y con los adversarios que sembraron el terror a nombre la plutocracia, el oro y el nepotismo compartido. El último patriarca latinoamericano se ha ido de muerte natural. No murió en la trinchera, sino de viejo en la cama. Ahora vienen los funerales del Papá Grande, que ojalá sean los de todos los patriarcas y Líderes máximos del mundo, de los cuales la humanidad está hastiada.                 

sábado, 19 de noviembre de 2016

EL PUÑETAZO DE BILLY BUDD


Por Eduardo García Aguilar
Hace mucho tiempo hice estas reflexiones en mi cuaderno de apuntes de los Textos nómadas, y su actualidad al contejarlas con los hechos del mundo hoy me parece total, por lo que vuelvo a ellas como si el tiempo no hubiera pasado. Decía allí que así como es fácil corregir los errores de una acción luego de que ha sucedido, es fácil también en la vejez o después de la muerte descubrir los errores de una existencia.
     En la actualidad, debido al caos en que parece solazarse el mundo, es imposible saber hacia donde vamos y si lo que hacemos es lo correcto en estas circunstancias. En algunos países, la mancha cancerígena de la violencia parece convertirse en una inofensiva enfermedad que no aniquila al paciente y no impide tampoco a sus hijos tener cierta lucidez sobre los motivos del desangre. No solo se trata allí de una lucha entre poseedores y desposeídos, que ocurre sin cuartel en las ciudades y los campos. Hay sin duda algo más oculto, una extraña naturaleza que hace culpables por parejo a quienes dominan y a los dominados. A los primeros, por aferrarse ciegamente a sus privilegios, y a los segundos, por no haber sido capaces de derrocar a un sistema centenario que apoyan con sus votos cuando de elecciones se trata. No se quien decía que los países merecen los gobernantes que poseen. La ficción de las “amplias mayorías” se enfrenta muchas veces a la razón, al sentido común y a la justicia. La “mayoría” puede inclinarse por el error, hacer legal el ejercicio de un poder maloliente, dar espaldarazo a la torva ambición de los malevos.
     Los que hacen y venden las armas son precisamente quienes incitan a la violencia y alimentan la hogera de la guerra. Si no fuera por esa insidiosa interminable batalla entre hermanos enemigos, muchas serían las industrias que se hundirían a falta de clientes bélicos. Basta echar un vistazo al pasado del mundo para entender lo poco que ha evolucionado el hombre en materia de respeto a la vida. Las masacres que a diario vemos en las pantallas y en los diarios, las desoladas fotografías de pueblos arrasados por armas químicas, los cuerpos putrefactos madres que se aferran en un rictus mortal a sus hijos sangrantes, el dantesco cuadro de los campesinos acribillados y la prepotencia de Londres, Washington, Moscú y París ante el amago independentista de sus colonias de facto, son apenas algunos aspectos de esta impresionante similitud entre los viejos tiempos y los nuevos, como si estuviéramos condenados a un círculo concéntrico de infamias.
    Quienes hoy andamos por las calles no alcanzamos a saber que pasa. Tampoco entendemos el designio que nos gobierna. Entre la indiferencia, que es tan inútil y tonta como la acción y la arrogancia, los humanos de hoy hemos perdido la posibilidad de dar sentido a nuestras palabras. Pareciera que estas se han vuelto una masa pálida e insípida, un magma sin dulzor ni amargura, una materia invisible que se nos escapa por la boca de idéntica manera como la vida nos corroe con su trance hacia la nada. Hoy más que nunca sería necesaria una gran huelga de silencio mundial, durante la cual todos nos aplicáramos a olvidar ese tejido que nos impide ver las olas, el bosque, las calles o para ser más utópicos, al otro.
    Una  de las metáforas más impresionantes de esa naturaleza circular de la muerte está en el pequeño libro de Melville, Billy Bud, marinero. El mundo es allí un inmenso barco de guerra cuyo paso colosal lo hace moverse con una desesperante lentitud en los mares que domina y codicia Inglaterra. Allí, un sabio capitán silencioso cumple con inteligencia el sagrado designio de mandar en nombre del rey a unos hombres que en cualquier momento pueden amotinarse. En la cubierta, en los trinquetes, en los recodos más oscuros de la embarcación, todos aquellos hombres se miran con desconfianza, tratando de ocultar tras sus máscaras sus verdaderas pulsiones. El maestro de armas Claggart representaría a la mayoría de los hombres: es un ser golpeado, envidioso, en esa edad que fluctúa entre una vejez ineluctable y una juventud irrecuperable. El bello marinero Budd, deidad druida, ocuparía aquí el lugar de la inocencia silvestre que no podrá jamás entender las intrigas del mundo real, con sus retorcidos vericuetos.
      Pequeñas señales se cruzarán entre ambos como tentaciones del mal a secas, como ciegas bacterias dispuestas a ensañarse sobre los hilos de la incomunicación. Claggart se siente atraído por esa extraña belleza y esa atracción lo conduce al odio. No podrá soportar la superioridad de este subordinado que fluye sin luchar contra el destino. Buscará, pues, acusarlo, para buscar su propia condena. Frente al sabio capitán que conoce las sucias artimañas de los acusadores se encontrarán cara a cara el bien y el mal: a falta de palabras, por inútiles, Billy golpeará mortalmente al miserable Claggart. Pero a cambio deberá morir también. Ambos cuerpos serán depositados en el mar, donde solo quedarán como destellos en el recuerdo del narrador, condenado a vivir para contar sin saber que su vida es de por si un cuento.
    Hoy por hoy todos somos culpables e inocentes y como tales debemos pagar, con una variedad de la muerte, el tormento de ser. Así como las aves se lanzaron sobre el cuerpo de Billy Budd, mientras el barco Bellepoint se alejaba como el tiempo, nuestros países y nosotros mismos somos envoltijos secretos lanzados al océano. Es un milagro poder sentir el ruido del mundo, poder observar la injusticia, poder palpar la ruina de nuestra época.
     Como en otros siglos, los viejos sabios y los malos profesionales están condenados a representar el inútil papel que les corresponde, como en el Paraíso perdido de Milton o en Billy Budd, marinero, de Melville. El puñetazo de este joven inocente es el puñetazo diario de quienes luchan por un mundo imposible, condenándose así a subir a la horca y ser cubiertos por la luz sonrosada del amanecer oceánico. Todo es inútil: el acusado y el acusador serán devorados por el mar o algo peor, perecerán como representaciones acoplables de un mismo destino. Su castigo mutuo solo augura el triste rito del eterno comienzo.
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* De la serie Textos nómadas.

sábado, 12 de noviembre de 2016

CRITERIOS AMPLIOS DE NARRATIVA

Por Eduardo García Aguilar
En la última década en casi todo el mundo se ha afirmado un criterio más amplio de narrativa, hasta hace poco circunscrita solo a los géneros de novela y cuento. En la medida que la novela como tal se ha plegado casi en su totalidad a los criterios comerciales y ha sido desplazada por la series y los folletines televisivos que inundan el mercado, volviéndola rutinaria, monótona, artificial y venal, la autobiografía, el testimonio y la crónica periodística han adquirido cartas credenciales en el género. 
El Premio Nobel 2015 a la periodista Svetlana Aleksiévich fue el más alto y reciente espaldarazo a esa actividad escritural hasta hace poco menospreciada en universidades, círculos intelectuales, jurados de premios o cenáculos de poder literarios como un género menor y a veces hasta despreciable. Y tras la sorpresa máxima de la bielorrusa Nobel, los autores de largas historias testimoniales tomadas directamente de la realidad como Elena Poniatowska en México, Alfredo Molano en Colombia o Leila Guerriero en Argentina, entre otros muchos autores, acumulan reconocimientos y aplausos en los departamentos de letras en las universidades y son recibidos ya al mismo nivel que los novelistas o cuentistas de antes.  
Aunque casi todos los grandes escritores de la humanidad fueron algún día periodistas, inclusive Marcel Proust, quien era cronista  de mundanidades y frivolidades parisinas en Le Figaro, siempre se estableció un muro entre la ficción y las narrativas basadas en la realidad. Víctor Hugo, Alejando Dumas, Balzac, Dickens, Mark Twain, Leon Tolstoi, Joseph Roth, Ernest Hemingway, Gabriel García Márquez y otros centenares de novelistas escribieron en los periódicos crónicas y grandes historias basadas en hechos reales, pero siempre la crítica consideró únicamente a sus obras de ficción como las legítimas.  
Si los novelistas utilizaban hechos reales de sus vidas o de sus países, se concebía que de ellos había que hacer una "transposicion poética" o estilística de la realidad, como afirmaba el Premio Nobel colombiano, quien fue un gran lector, pero nunca jamás se consideró un intelectual con mayúsculas o un teórico de la literatura. Aunque sus libros estrictamente periodísticos se vendieron mucho y fueron muy leídos y celebrados, nunca se consideraron del mismo rango que sus ficciones mágico-realísticas. Lo mismo ocurrió con Ernest Hemingway y otros muchos autores estadounidenses, hasta que Truman Capote dio credenciales al género con su exitoso libro A sangre fría.    
Después, poco a poco la escritura periodística o testimonial fue tomando más fuerza en el campo de la narrativa, con autores tan notables como el polaco Rudyard Kapuscinski o la italiana Oriana Fallacci, que durante décadas inundaron las estanterías con sus largas crónicas sobre acontecimientos mundiales, a lo que se agregó luego la canibalización de las literaturas europeas, en especial la francesa, con la irrupción de la literatura confesional que impuso el yo real como única posible vía legítima para contar.
La novela tradicional, que había llegado a su máximo esplendor con obras geniales y voluminosas tales como En busca del tiempo perdido de Proust o La montaña mágica de Thomas Mann o con las grandes sagas de miles de páginas de escritores de Europa del Este como Roth, Broch y Musil y tantos otros, siguió de manera paralela su camino convencional ya degenerándose en la pompa, cargada de adjetivos, atrapada en inverosímiles y alambicadas tramas artificiales o reconstrucciones históricas infladas y abstrusas, hasta agotarse y hundirse a falta de lectores en estos primeros lustros del siglo XXI. 
La gran novela de ideas fue aplastada poco a poco por la ficción utilitaria y guionística apta para el cine o la telenovela y que ahora es editada en los gabinetes por los profesionales de las multinacionales bajo el criterio esctricto de la trama cronológica, el plot y la facilidad insípida de un lenguaje sanforizado y descremado para uso de lectores poco exigentes. La novela fue a su vez devorada por los géneros policiaco y negro que ahora dominan y propician los grandes best sellers del mundo.
Las memorias, los testimonios de vida, las crónicas temáticas sobre la realidad de los campos o las ciudades, los relatos de guerra, las confesiones sexuales, los arreglos de cuentas familiares, las recapitulaciones de las vidas políticas o profesionales, las biografías no académicas, conquistan y seducen a los lectores cansados ya sea de la literatura fácil de mercado o de su contraparte pomposa y alambicada, y necesitados con urgencia de verdad y emociones auténticas.
Al mismo tiempo los grandes clásicos de memorias y confesiones como Rousseau, Chateaubriand o Casanova vuelven a surgir de sus cenizas para mostrar la maravilla de sus laberintos vitales y con ellos algunos grandes memorialistas contemporáneos han arrasado con sus obras escritas por ellos y no creadas en gabinetes de editores para nutrir las estrategias de temporada.
Podría decirse que la convencionalidad agotada de la novela decimonónica como género es equiparable al anacronismo en que cayeron en el ejercicio poético el soneto y los poemas rimados en alejandrinos, endecasílabos u octosílabos, que desde la irrupción de la poesía moderna en el siglo XX ya son impracticables.
La verdad del testimonio, la luminosidad de la crónica citadina o agraria, el riesgo de la memoria, el peligro de la confesión, el relato de las catástrofes naturales o nucleares, terminaron por ocupar el espacio dejado por la novela y el cuento, que son escenografías de cartón piedra construidas por autores faltos de imaginación y demasiado juiciosos o avaros. Este cambio de paradigma es sin duda saludable para la literatura y abre nuevas ventanas a la escritura y al ejercicio de la crítica.

domingo, 6 de noviembre de 2016

LA PACIENCIA DE LOS POETAS

Por Eduardo García Aguilar
Tarde o temprano los poetas, cuando llegan a su crepúsculo, se ven abocados a solicitud de amigos o editores a reunir en un volumen los poemas que han escrito y publicado a lo largo de sus vidas, descartando por supuesto aquellos que escribieron en su adolescencia y les parecen impublicables. Armar la Poesía Reunida es una tarea difícil para los autores más rigurosos y exigentes, que aplican una autocrítica severa a sus producciones. El rigor de estos autores es benéfico porque no solo en cada volumen publicado con anterioridad han aplicado un tamiz implacable sino que ahora, mirando con la perspectiva del fin, pasan revista a lo creado en esos extraños instantes de iluminación que constituye el ejercicio poético en las diversas etapas de la vida, en tiempos de dolor o de júbilo, enfermedad o vigor.
Por lo regular los poetas salvan algunos poemas escritos entre los 20 y los 25 años cuando ya han encontrado un atisbo de voz y practican la palabra poética con mayor conocimiento de causa. En otras ediciones posteriores se arrepienten y arrancan esos textos para colocarlos en el desván de la Juvenilia, que sería una muestra de lo escrito por el muchacho loco que rellena cientos de hojas con textos donde trata de imitar a otros autores que ha leído y fracasa de manera estruendosa en el intento, porque aun no han vivido ni han recorrido el gran tobogán errático de la existencia que nutre las obras maduras.
En general para los poetas el modelo de Arthur Rimbaud, ejemplo proverbial de precocidad y genialidad, es un peso terrible para alimentar su incertidumbre y por lo tanto todo lo que escribieron antes de los 20 les parecen textos impresentables, imitaciones, balbuceos escatológicos o románticos que observan con ternura pero no se atreven a publicar nunca en volumenes. Otros poetas estusiastas que desde muy temprano publicaron sus producciones iniciales se avergüenzan después de haberlos dado a la luz y recogen como pueden los ejemplares de esas colecciones para esconderlos. Otros que nunca entendieron el camino de la poesía producen a lo largo de sus vidas miles y miles de poemas que dan a la luz al instante, sin dar a esas palabras la posibilidad de cristalizarse ante el paso del tiempo. Los grandes poetas por lo regular son aquellos que se caracterizan por obras reducidas donde cada texto es una gota de vida marcada por el tamiz del tiempo. Su obra poética es además su propia vida lejos del instante y el bullicio de los reflectores. 
Los grandes poetas del siglo XX y los contemporáneos importantes de este siglo XXI prefieren macerar y añejar en las gavetas durante mucho tiempo los textos escritos y cada década o cada tres lustros deciden revisar y seleccionar los textos más salvables para publicar un libro. El oficio poético requiere del autor una conciencia absoluta del silencio y el olvido al que están condenados en vida, lo que les otorga una paciencia que los acerca a la sabiduría de los santos. Los grandes poetas  se han dedicado y se dedican siempre a otros oficios en sus largas vidas: son abogados, banqueros, maestros, profesores universitarios, traductores, editores, burócratas en ministerios y saben que nada pueden esperar de sus libros más que el placer de pulir gota a gota esos instantes en que la voz aparece para captar el mundo y la vida que en ella circula. 
A diferencia de los novelistas que participan en la agitada industria editorial y deben estar presentes en los medios para existir y competir por preseas y honores o lograr muchas ventas, escribiendo incluso contra su voluntad para que no los olviden, los poetas saben que están olvidados de antemano y son una anomalía en las sociedades de hoy y por eso caminan largas travesías del desierto dedicados a las pequeñas cosas de la vida, a su trabajo, la familia y la vida cotidiana. De repente los poetas sentados en un café o en una roca frente al mar o contra el río escriben esos textos que surgen del instante como estalacticas en cavernas sin tiempo. Los más afortunados logran en su vejez el reconocimiento apasionado de las nuevas generaciones y aceptan los honores con humildad y con cierta ironía.
Tal ha sido el destino de los colombianos Aurelio Arturo y Fernando Charry Lara y de tantos magistrales poetas latinoamericanos desde José Asunción Silva y Julio Herrera y Reissig hasta Enrique Molina, Pablo de Rokha, Gonzalo Rojas, Carlos Martínez Rivas o Jorge Tellier y otros muchos del mundo como Rilke y Cavafis cuyas obras son reducidas a unos cuantos puñados de poemas inolvidables. Y ese ha sido el destino de todos los poetas del mundo cuyas obras a veces solo han sido publicadas después de muertos, como fue el caso de Porfirio Barba Jacob y Fernando Pessoa y tantos otros que dejaron cientos de páginas en los baúles del olvido.      
En el prólogo a su antología poética personal, el gran poeta anglo-alemán Michel Hamburguer (1924-2007), quien además fue el mayor traductor al inglés de Goethe, Hölderlin y otros muchos autores alemanes de todos los tiempos, explica con detalle la dificultad que encontró al armar su poesía reunida y como al final decide publicarla en orden cronológico guardando poemas juveniles escritos cuando era soldado y que ahora le parecían demasiado marcados por las influencias del momento. Al final cede de nuevo y como homenaje a ese joven inexperto y aun carente de muchas experiencias vitales los rescata de la Juvenilia y los coloca al principio junto a los otros textos de madurez. 
Sus reflexiones sobre tarea de ser el propio antólogo en el crepúsculo son un ejemplo más de ese rigor ejercido desde siempre por los grandes poetas. Y la lectura de esos volúmenes son una verdadera delicia para los amantes de la poesía, porque al abrirlos parece que saliera de ellos una refrescante bocanada de aire marino o cruzaran corrientes de aire o agua cargadas de los aromas de la naturaleza y la vida. La poesía es el arte máximo de la palabra y en su contacto nos enriquecemos como los árboles de la savia que extraen de la tierra.     
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 6 de noviembre de 2016.   
   

martes, 1 de noviembre de 2016

RESCATEMOS A ZALAMEA



Por Eduardo García Aguilar

El maestro Jorge Zalamea (1905-1969) es uno de los faros más importantes en la literatura colombiana. Además de sus dos obras más conocidas, El gran burundún burundá ha muerto y El sueño de las escalinatas debemos a él la traducción de la poesía de Saint John Perse y una antología secreta para iniciados, publicada bajo el título Poesía ignorada y olvidada.

Sin su vibrante presencia en el continente muchas obras que hoy nos deleitan no hubieran existido o fueran diferentes. Su recia personalidad pública, aunada a su inteligencia, cambió el estilo dominante en esa república almidonada y abrió el paso a una nueva pasión literaria. A caballo entre una cierta “retórica” política y una exquisitez de lenguaje, Zalamea escribió en El gran burundú burundá, una de las sátiras más deliciosas a la tradición política continental, acendrada en el caciquismo y el gorilato castrense. Con una diferencia respecto a otras obras que le sucedieron: más que una obra útil políticamente, es sobre todo una obra comprometida con la palabra y su poder ilimitado.

Barroca, churrigueresca o como quiera llamársele, El gran burundú burundá fue una biblia de palabras y de efectos para los jóvenes estudiantes colombianos, a quienes los maestros obligaban a leerla para extraer de ella las palabras más exóticas y áureas. Obra escrita desde una tarima de mármol, tiene el tono de los textos que no quieren quedarse aferrados al piso, sino que desean volar por los aires del mundo y de las horas.

Otra de sus obras, el poema en prosa que lleva por título El sueño de las escalinatas, desarrolla hasta el delirio el gusto por la convocación planetaria. Un profeta llama a los desposeídos del mundo desde unas escalinatas vacías y ve llegar poco a poco a la masa de leprosos y parias, el mundo cojo de los ilotas, el treno vacío de los hambrientos, hasta producir un murmullo de fronda comparable a las exhortaciones nietzscheanas.

Publicada en disco, la recia voz de Zalamea era escuchada por los borrachos al final de sus fiestas, cuando no quedaba otra esperanza que burlarse de un país cuya esencia es la desesperanza y la falta de fe. Zalamea, esperanzado en un mundo mejor, partícipe de las mejores causas, fue uno de los últimos exponentes, con Neruda, de esa estirpe de burgueses que luchaban por un mundo en donde no les hubiese gustado vivir.

En muchos de los textos contemporáneos la voz de Zalamea, como la de León de Greiff -con todas sus cornetas y chirimías- , está muy presente. Cada región, cada país, parece adoptar un tono que subyace tras la mayoría de los textos en él producidos. Hijos de José Asunción Silva y los tules perversos de su modernista novela De sobremesa, hermanos del delirio selvático de José Eustacio Rivera, el de La vorágine, y sus fieras, sobrinos del tono ancestral de Aurelio Arturo y su Morada al sur, así como del descarnado Osorio Lizarazo con sus sórdidas pensiones bogotanas, los escritores colombianos son fieles a esa “retórica” churrigueresca cuya mayor jungla se dio en el mundo macondiano.

Caníbales de sus rictos, de sus tramoyas y bambalinas perfumadas, Zalamea y los suyos, si bien usaron la literatura para comunicar algo útil, no pudieron evitar los florilegios y las guirnaldas esparcidas por el Amazonas. Asesino de los viejos gramáticos-presidentes, Zalamea, en El sueño de las escalinatas no olvida que todo allí funciona entre podios, tarimas, púlpitos y curules de cedro.

Ni las más sangrientas revoluciones ni los discursos más escépticos o glorificadores podrán ahorrarse la dosis senatorial y doctoral que desde siempre disfrazó la pobreza, el atraso y la falta de tradición con un tinglado de falsos colores. El sueño de las escalinatas y El gran burundún-Burundá ha muerto, al lado de El señor presidente de Asturias, Canto general de Neruda y los universos de Carpentier y Lezama Lima, hacen parte de una época clausurada, pero no por ello menos maravillosa y nutricia.

Los más grades sabios han vivido en las escalinatas de los templos o de los capitolios. Es allí -como en la película de Einseinstein- donde se fraguan las asonadas y se sofocan las revoluciones. Caen los dignatarios, suben los nuevos caudillos sobre su frío mármol y, en la soledad, ciertos soñadores escriben con la mente a la espera del alba. Nunca es más brillante el sol rojo que sobre las escalinatas de las plazas públicas.

De ese ámbito Zalamea extrajo sus serpientes encantadas y sus artificios verbales para engatusar a un pueblo imaginario, a una turba soñada. Desde el ágora añorada por los políticos, que en ese entonces se confundían con gramáticos y polígrafos, Zalamea saca esta biblia pequeña y mundial para uso de los que tienen esperanza.

Creadores de masas y revoluciones imaginarias, los escritores latinoamericanos, por tradición, se ven comprometidos tarde o temprano con causas que pronto se difuminan. Las ideas pasan y los hombres quedan. Las ilusiones cambian de tono, pero las obras que incitan se quedan para siempre entre nosotros. He ahí la maravillael poder de la palabra, capaz de crear y destruir mundos, de producir zonas cóncavas, selvas tras espejos, bosques artificiales, tapices voladores y cielos e infiernos novedosos.

Jorge Zalamea, que vivió en contacto con la obra de Perse y de tantos otros sabios, no es la excepción y su sueño y su Gran Burundún son voces que flotan y nos nutren para siempre. Rescatemos a Zalamea en estos tiempos sombríos.
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Jorge Zalamea. El sueño de las escalintas. Editorial Fontamara. Barcelona. 1974. 58 pp. La poesía ignorada y olvidada, Premio Casa de las Américas 1965, Ediciones La Nueva Prensa. Bogotá. Colombia. Octubre de 1965. 318 páginas.