sábado, 6 de agosto de 2016

EL FENÓMENO EDGAR LEE MASTERS

Por Eduardo García Aguilar
El escritor estadounidense Edgar Lee Masters, nacido en Kansas en 1868, murió en un hospicio de Pensylvania un 5 de marzo de 1950 a los 81 años. Cuarenta y cinco años antes, en 1915, había publicado un libro de epitafios en forma de poema que no solo le daría fama inesperada, sino que se convertiría en su obra mayor, un libro excepcional que opacó a los otros y que a lo largo de su larga vida nunca volvió a repetirse, pese a haber publicado más de 50 volúmenes de poesía, ensayo, novela y biografía.
     Sin negar la influencia de la Antología Griega, su Spoon River Anthology es el fresco de una época, el lamento doloroso de un hombre que había logrado comprender muchos de los oscuros juegos de la vida, sus manías complejas, malas jugadas, risotadas, burlas macabras, sin perder la esperanza. Adentrándose en un cementerio humilde de un pequeño poblado, Lee Masters logra comunicarnos un mundo que trasciende los límites de lo banal, para resumir la tragedia humana. En el epitafio del inventor Robert Fulton Tanner dice que “un hombre no podrá jamás vengarse del ogro monstruoso de la vida”. Y agrega: “si solo un hombre pudiera morder la mano gigante que lo apresa y lo destruye, tal y como yo fui mordido por una rata al presentar mi trampa patentada”. 
     La vida para el genial Lee Masters vendría a ser una trampa a la que como ratas llegan los hombres engañados por las ilusiones y el deseo de cumplir un “destino”, sin saber que adentro, mientras saborea el pérfido queso, es solo objeto de las llameantes miradas de la vida, que al fatigarse de verlo correr dentro de la jaula, le lanza sus traicioneros zarpazos.
     Lee Masters visita y exige a cada uno de esos mínimos personajes decir la verdad y solo la verdad. Bajo la fría lápida del olvido ya no tiene nada que perder y solo aquella puede engrandecerlos, así como cada uno de esos personajes, jueces, banqueros, vigías, prostitutas, cantineros, poetas, violinistas o ingenuos, tal vez imaginarios, ficticios, acorralados, arrepentidos, envidiosos o justos, se vuelven gigantes en el polvo, colosos en el silencio. El mérito y la maravilla de cada uno de los epitafios es que logran comunicarnos en renglones simples y rápidos, la profunda verdad de una vida.
     Para la señora Ollie McGee, “ese hombre de mirada baja y cara huraña”, es el “marido, que por una ensañada crueldad, vergonzosa de decir, me robó la juventud y la belleza (...) Muerta, yo me vengo”. Pero para Fletcher, su esposo “ella tomó mi fuerza minuto a minuto, poseyó mi vida hora tras hora. Me agotó como una luna afiebrada toma la savia de la tierra que gira (...) Yo golpée las vidrieras, sacudí las herraduras, terminé por esconderme en un rincón. Después ella murió y me ha espantado hasta el fin como una quimera”.
     La ironía manejada por Masters es implacable y certera. Unos a otros se acusan, pero con una  tranquilidad que sube del fondo de sus huesos roídos por el tiempo, huesos que ya no pueden temer ni pretenden esconderse tras su lápida-máscara. El borracho del pueblo, a quien el cura le negó sepultura en tierra consagrada, es finalmente sepultado junto a dos eminentes protestantes, el banquero Nicholas y su querida esposa Priscilla Chase Henry y el borracho se ríe y dice: “Almas prudentes y piadosas, mirad como el juego del azar puede traer gloria y honra a muertos que, vivos, ¡solo conocieron la vergüenza!”. Benjamin Pantier, notario, que “conoció la ambición” y pretendió la gloria, es sepultado con su fiel compañero, el perro Nig, con quien vivió sus últimos días, encerrado en un siniestro cuarto: “Bajo mi mandíbula yace el osificado hocico de Nig. Nuestra historia se pierde en el silencio. ¡Pasa, mundo demente!”.
     Hay algunos felices como William y Emily que vivieron juntos hasta la muerte, para decir después que “hay algo en la muerte que se parece al amor”, o como el avieso Frank Drummer, a quien todos creían pobre de espíritu, pero dice que “a pesar de todo, al comienzo había en mi alma una clara visión, una vocación alta e irresistible que me condujo a querer aprender de memoria ¡La Enciclopedia Británica!”.
     Spoon River Antohology tuvo muchas ediciones y el éxito fue arrollador. Los estadounidenses se identificaron así con cada uno de esos personajes lanzados a la deriva, anónimos. Sandro Cohen, que tradujo y prologó una pequeña selección de los poemas de Lee Masters publicada en México, anota que este se “empeñó, más que nada, en descubrir todo elemento de hipocresía que pudiera encerrar la sociedad estadounidense. Es fácil imaginarse el escándalo que causó en 1915” (Edgar Lee Masters. Antología de la antología de Spoon River, Material de lectura, N° 79, UNAM).
     En 1924 el autor intentó sin éxito redoblar el éxito del primer Spoon River, con una obra llamada The New Spoon River, publicada por Boni and Liverigth Publishers, New York, en 1924, que no obtuvo el éxito esperado. En las librerías de viejo de Estados Unidos yacen por cantidades otras ediciones de libros de Lee Masters que no tuvieron la fortuna de ese volumen exitoso donde se nos muestra lo vano de patalear y protestar, cuando el gusano orondo espera.
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 * De la serie Textos nómadas.