sábado, 12 de noviembre de 2016

CRITERIOS AMPLIOS DE NARRATIVA

Por Eduardo García Aguilar
En la última década en casi todo el mundo se ha afirmado un criterio más amplio de narrativa, hasta hace poco circunscrita solo a los géneros de novela y cuento. En la medida que la novela como tal se ha plegado casi en su totalidad a los criterios comerciales y ha sido desplazada por la series y los folletines televisivos que inundan el mercado, volviéndola rutinaria, monótona, artificial y venal, la autobiografía, el testimonio y la crónica periodística han adquirido cartas credenciales en el género. 
El Premio Nobel 2015 a la periodista Svetlana Aleksiévich fue el más alto y reciente espaldarazo a esa actividad escritural hasta hace poco menospreciada en universidades, círculos intelectuales, jurados de premios o cenáculos de poder literarios como un género menor y a veces hasta despreciable. Y tras la sorpresa máxima de la bielorrusa Nobel, los autores de largas historias testimoniales tomadas directamente de la realidad como Elena Poniatowska en México, Alfredo Molano en Colombia o Leila Guerriero en Argentina, entre otros muchos autores, acumulan reconocimientos y aplausos en los departamentos de letras en las universidades y son recibidos ya al mismo nivel que los novelistas o cuentistas de antes.  
Aunque casi todos los grandes escritores de la humanidad fueron algún día periodistas, inclusive Marcel Proust, quien era cronista  de mundanidades y frivolidades parisinas en Le Figaro, siempre se estableció un muro entre la ficción y las narrativas basadas en la realidad. Víctor Hugo, Alejando Dumas, Balzac, Dickens, Mark Twain, Leon Tolstoi, Joseph Roth, Ernest Hemingway, Gabriel García Márquez y otros centenares de novelistas escribieron en los periódicos crónicas y grandes historias basadas en hechos reales, pero siempre la crítica consideró únicamente a sus obras de ficción como las legítimas.  
Si los novelistas utilizaban hechos reales de sus vidas o de sus países, se concebía que de ellos había que hacer una "transposicion poética" o estilística de la realidad, como afirmaba el Premio Nobel colombiano, quien fue un gran lector, pero nunca jamás se consideró un intelectual con mayúsculas o un teórico de la literatura. Aunque sus libros estrictamente periodísticos se vendieron mucho y fueron muy leídos y celebrados, nunca se consideraron del mismo rango que sus ficciones mágico-realísticas. Lo mismo ocurrió con Ernest Hemingway y otros muchos autores estadounidenses, hasta que Truman Capote dio credenciales al género con su exitoso libro A sangre fría.    
Después, poco a poco la escritura periodística o testimonial fue tomando más fuerza en el campo de la narrativa, con autores tan notables como el polaco Rudyard Kapuscinski o la italiana Oriana Fallacci, que durante décadas inundaron las estanterías con sus largas crónicas sobre acontecimientos mundiales, a lo que se agregó luego la canibalización de las literaturas europeas, en especial la francesa, con la irrupción de la literatura confesional que impuso el yo real como única posible vía legítima para contar.
La novela tradicional, que había llegado a su máximo esplendor con obras geniales y voluminosas tales como En busca del tiempo perdido de Proust o La montaña mágica de Thomas Mann o con las grandes sagas de miles de páginas de escritores de Europa del Este como Roth, Broch y Musil y tantos otros, siguió de manera paralela su camino convencional ya degenerándose en la pompa, cargada de adjetivos, atrapada en inverosímiles y alambicadas tramas artificiales o reconstrucciones históricas infladas y abstrusas, hasta agotarse y hundirse a falta de lectores en estos primeros lustros del siglo XXI. 
La gran novela de ideas fue aplastada poco a poco por la ficción utilitaria y guionística apta para el cine o la telenovela y que ahora es editada en los gabinetes por los profesionales de las multinacionales bajo el criterio esctricto de la trama cronológica, el plot y la facilidad insípida de un lenguaje sanforizado y descremado para uso de lectores poco exigentes. La novela fue a su vez devorada por los géneros policiaco y negro que ahora dominan y propician los grandes best sellers del mundo.
Las memorias, los testimonios de vida, las crónicas temáticas sobre la realidad de los campos o las ciudades, los relatos de guerra, las confesiones sexuales, los arreglos de cuentas familiares, las recapitulaciones de las vidas políticas o profesionales, las biografías no académicas, conquistan y seducen a los lectores cansados ya sea de la literatura fácil de mercado o de su contraparte pomposa y alambicada, y necesitados con urgencia de verdad y emociones auténticas.
Al mismo tiempo los grandes clásicos de memorias y confesiones como Rousseau, Chateaubriand o Casanova vuelven a surgir de sus cenizas para mostrar la maravilla de sus laberintos vitales y con ellos algunos grandes memorialistas contemporáneos han arrasado con sus obras escritas por ellos y no creadas en gabinetes de editores para nutrir las estrategias de temporada.
Podría decirse que la convencionalidad agotada de la novela decimonónica como género es equiparable al anacronismo en que cayeron en el ejercicio poético el soneto y los poemas rimados en alejandrinos, endecasílabos u octosílabos, que desde la irrupción de la poesía moderna en el siglo XX ya son impracticables.
La verdad del testimonio, la luminosidad de la crónica citadina o agraria, el riesgo de la memoria, el peligro de la confesión, el relato de las catástrofes naturales o nucleares, terminaron por ocupar el espacio dejado por la novela y el cuento, que son escenografías de cartón piedra construidas por autores faltos de imaginación y demasiado juiciosos o avaros. Este cambio de paradigma es sin duda saludable para la literatura y abre nuevas ventanas a la escritura y al ejercicio de la crítica.