miércoles, 22 de febrero de 2017

CUARENTA AÑOS DEL POMPIDOU


Eduardo García Aguilar

Se cumplen ya cuarenta años de la inauguración del Centro Pompidou o Beabourg y a pesar de que ha pasado el tiempo, sigue pareciendo tan moderno o aun más que entonces. Su estructura tubular, el carácter aparente y al aire libre de su esqueleto metálico y de las venas abiertas de la aireación, la explanada abierta a niños, saltimanquis, artesanos y payasos, la biblioteca popular accesible para locos y marginales, causaron conmoción en su momento, y ahora son un pulmón de creación en medio de una ciudad que patrullan los soldados de la Operación Centinela, poderosamente armados, cuidándola de posibles atentados en nombre de Alá.
Es el
único museo que ha aumentado la tasa de frecuentación anual, pese a la reducción del turismo causado por los atentados de Charlie Hebdo, Bataclan y Niza y la sucesión de actos terroristas puntuales que han puesto al país en amenaza permanente. Con 3, 3 millones de visitantes en 2016 y la rica actividad en diversos campos como música contemporánea, teatro, actividades infantiles, conferencias y debates.
Era estudiante en aquel entonces de Vincennes cuando Alice Morgaine, directora de la secci
ón Madame Express de la prestigiosa revista LExpress, donde desempeñaba un trabajo de carácter estudiantil en medio de fotógrafos y modelos, me cedió una invitación para asistir al acto. Entonces como ahora la xenofobia, el racismo y el nacionalismo primario estaban en carne viva.
Aunque el presidente Valéry Giscard dEstaing invitó a siete presidentes africanos, entre ellos al poeta senegalés Leopold Sedar Sengor, en la entrada los guardias y policías maltrataban a jóvenes y extranjeros. Como mi acompañante era una bella multa y éramos muchachos de veinte años y yo llevaba el pelo largo, los brutos guardias trataron de impedirnos el ingreso pese a llevar la invitación. 
Aunque una década antes la revuelta de mayo del 68 hizo irrumpir la cultura y la vida de los jóvenes en un mundo de viejos amargados por guerras y ocupaciones, la remanencia de esa intolerancia ante la juventud y más aun a los extranjeros seguía como hoy viva y ardiente. Por esa razón mi primer ingreso al histórico monumento estuvo marcado por un pleito inolvidable.



Tras la partida del general De Gaulle, como daño colateral de mayo del 68, el profesor, hombre de letras y amante de las artes Georges Pompidou llegó a la presidencia y con él un deseo de renovación en todas las esferas. Su esposa, la excéntrica y longilínea Madame Pompidou, experta en arte moderno, fue también clave en ese deseo de dar protagonismo a la modernidad artística y en la creación de un centro que diera vida a la explanada de Beaubourg en pleno centro de París.



Dos jóvenes arquitectos de treinta años ganaron sorpresivamente el concurso ante la incredulidad general y la obra se construyó rápidamente y fue inaugurada en ese invierno de 1977, sin la presencia de su patrocinador, quien falleció a causa de una enfermedad devastadora en abril de 1974.  Estuvieron presentes esa noche el presidente Giscard, los mandatarios africanos y la viuda Pompidou, que a lo largo de su vida estuvo al tanto de lo que sucedía en ese lugar loco donde se presentaban ricas exposiciones de arte moderno, primero con la serie París-Berlin, París-Moscú, París-Nueva York y luego con exposiciones dedicadas a Magritte, Paul Klee, Dali, Kandinsky, Dadá, Marcel Duchamp, David Hockney, Balthus, Francis Bacon,  Lucien Freud, Wilfredo Lam, Amsel Kiefer, los Beatniks, y tantos otros. Sus exposiciones también viajan a ciudades del mundo entero.


Renzo Piano, uno de los jóvenes arquitectos del museo, se sorprende hoy ya crepuscular del éxito sólido de su obra. Cuando presentaron el proyecto nunca imaginaron ganar y por eso dieron rienda suelta a su irresponsable y juvenil utopía. Hoy el Centro es visitado por muchos habitantes locales de la región Ile de France y afuera los niños y adolescentes gozan deambulando por esa explanada donde vuelan las gigantescas pompas de jabón lanzadas por algún saltimbanqui. Al inicio las protestas de los intolerantes fueron muchas, pero luego el lugar adquirió su carta de nobleza.
Pero cuatro décadas después, el auge en Francia y Europa de la extrema derecha, la xenofobia, el racismo y las intolerancias religiosas que provocan guerras y atentados y persecuciones y amenazan a las minorías, planean como buitres sobre el Centro Pompidou, verdadero umbral de las artes y la creatividad. Su presencia en medio de la ciudad es necesaria para conjurar los fantasmas de los crecientes neo-fascismos, herederos del régimen nazi que persiguió entonces a lo que ellos denominaban las artes degeneradas. Obras artísticas y libros fueron destruidos y confiscados por los nazis; artistas y pensadores fueron exterminados en los campos de concentración.

Cuando el Pompidou cambió drásticamente el panorama del centro de la ciudad en 1977, el país y el mundo parecían avanzar hacia una era de tolerancia, libertad, creatividad, intercambio cosmopoilita de ideas, irrupción de la mujer hasta entonces oprimida y respeto a las diferencias sexuales. Es difícil ahora constatar que los fantasmas de la caverna vuelven con fuerza y amenazan. Las viejas religiones sacan sus garras y pretenden tomar el poder a nombre de sus dioses en todo el mundo.
Sentado al frente de la hermosa mole colorida, viendo moverse en el parque aledaño las instalaciones permanentes de Niki de Saint Phale, volar las pompas de jabon que persiguen los niños, escuchando a los músicos del mundo que interpretan sus instrumentos, visitando las esculturas de Brancusi -cuyo museo taller está al lado-, y percibiendo la felicidad de los visitantes, uno piensa que el arte antiguo y moderno puede aun salvarnos de este reino de locos que ahora gobiernan en el imperio y quisieran volver a dominar en Europa con sus muecas de odio, racismo e intolerencia contra los umbrales de la memoria.  
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