sábado, 26 de agosto de 2017

EL MATUSALÉN CHILENO DE LA POESÍA

Por Eduardo García Aguilar
El poeta chileno Nicanor Parra (1914) siempre ha vivido contra la corriente y se da inclusive ahora el lujo de llegar este 5 de septiembre de 2017 a los 103 años de edad, lo que ya de por si es una proeza para cualquier ser humano y mucho más para un escritor de versos, bardo, vate o como quiera llamársele, cuando no un acto más de su extraordinario sentido del humor y su irreverencia a toda prueba.
Solo a él podría ocurrírsele llegar lúcido y caminando a estas alturas de la senectud, cuando por lo regular sus congéneres mueren jóvenes por los excesos de la vida, como los malditos herederos de Edgar Allan Poe, Rimbaud, Baudelaire y Verlaine, el sufrimiento, la pobreza y los fusilamientos, cuando no por la locura y las pulsiones suicidas. La lista de los mártires poetas del mundo sería interminable: recordemos al alemán Hölderlin, a los colombianos José Asución Silva y Raúl Gómez Jatin, los españoles Federico García Lorca, Miguel Hernández  y Leopoldo Maria Panero, a los rusos Vladimir Maiakovsky y Maria Tsvetáieva o a la argentina Alejandra Pizarnik, entre otros miles que yacen hoy en el olvido o en la gloria.     
Retirado en su casa frente al mar Pacífico, el hermano de la cantante popular Violeta Parra, el mayor de una familia de artistas y bohemios, ha recibido allí a lo largo de tiempo las visitas de sus admiradores de todo el continente, jóvenes seguidores que se han muerto antes que él, como el famoso narrador Roberto Bolaño, para quien era su maestro máximo y su inspiración. Por su casa han pasado todos los poetas latinoamericanos que han peregrinado hasta Chile en busca de conocerlo y han relatado desde hace décadas en artículos, entrevistas o reportajes la forma en que recibe con sencillez que desarma y agudeza que sacude, cubierto por una ruana para enfrentar al frío austral y moviendo las pobladas cejas que lo caracterizan.
Otros lo han visto recitar sus poemas desde palcos o escenarios haciendo desternillar de risa a sus oyentes con sus ocurrencias o lo vieron inmutable al lado de la presidente Michelle Bachellet cuando Chile celebró con todas las pompas y entusiasmos su centenario en vida hace tres años, cosa que muy pocos grandes escritores han podido experimentar, salvo el caso de Ernest Jünger, militar y escritor alemán autor de Los acantilados de mármol.
En el centenario se reeditó en libro y se hizo una exposición de sus Artefactos, imágenes u objetos irreverentes que siguen la corriente lúdica inaugurada por Marcel Duchamp, quien convirtió en su momento a un orinal en una obra de arte. Parra en esas imágenes y objetos se burla de los dioses, la izquierda, la derecha, la mujer, el hombre, los poetas y todas las instituciones civiles, eclesiásticas y militares, incluso la propia poesía.    
Matemático y físico de profesión y profesor durante décadas, Nicanor Parra se hizo conocido muy pronto al final de la primera mitad del siglo XX por sus Poemas y antipoemas (1954), una serie de textos escritos con una naturalidad asombrosa, coloquiales, sorpresivos, llenos de ocurrencias y recursos nuevos, donde cambió los rumbos de la poesía continental ante la incredulidad de la mayoría de poetas de su época, aun presos en las redes del modernismo, la solemnidad, la retórica o la poesía comprometida, cuyo máximo exponente era Pablo Neruda (1904-1973), glorificado desde los años 20 por sus Veinte poemas de amor, Residencia en la tierra y en especial por el monumental Canto General, que lo llevaría directo a obtener el Premio Nobel en 1971, segundo chileno en lograrlo después de Gabriela Mistral (1889-1957).
Chile, por su insularidad y geografía abrupta de país extendido en estrecha franja de tierra entre las alturas de la cordillera y el mar, con regiones a veces áridas, desérticas y otras húmedas, frías e inhóspitas, ha generado escrituras y artes muy excéntricas acordes con su situación excepcional. Ya antes el escritor vanguardista Vicente Huidobro (1893-1948) había quebrado con sus delirios y sonidos especiales la tradición poética recién liberada del modernismo. 
Más adelante Pablo de Rokha (1895-1968), el autor del Canto del macho anciano, ejerció también una poesía rebelde que se enfrentaba al tododeroso y proteico Neruda, militante del Partido Comunista y amante de la Unión Soviética que fue diplomático, político e incluso llegó a ser candidato presidencial. En esa línea han seguido Gonzalo Rojas (1917-2011), un poeta también en extremo original y longevo, ganador del Premio Cervantes cuyos poemas son obras maestras que hacen viajar por laberintos, escapándose siempre por las tangentes, y el contemporáneo Raúl Zurita (1950), quien escribe poemas en el aire y en los desiertos, como lo hicieron antes de él los prehispánicos con las líneas de Nazca.
Parra ha logrado gracias a su longevidad reconocimientos que le fueron ajenos antes como el Premio Cervantes, en 2011, y el Pablo Neruda en 2012. Antes obtuvo en 1991 el I Premio Juan Rulfo y como discurso pronunció un escandaloso poemario que desmonta las solemnidades de la escritura, la poesía y la gloria, inspirándose en la vida sencilla y a veces difícil del autor de Pedro Páramo. Algunos quisieran que a esas consagraciones centenarias se agregara el Premio Nobel.  En su poemario Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1971), otra de sus grandes obras, están todas las invocaciones para que tal suceso improbable ocurra como punto final a una vida consagrada a tomarle el pelo a los humanos.
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* En Francia, la editorial Seuil y la Maison de l'Amérique acaban de publicar una monumental selección bilingüe de las obras de Parra, bajo la coordinación y con postfacio del escritor chileno Felipe Tupper. Poèmes et antipoèmes et Anthologie de Nicanor Parra. (1937-2014). Traduit par Bernard Pautrat. http://www.seuil.com/ouvrage/poemes-et-antipoemes-et-anthologie-nicanor-parra/9782021237450
  
 

lunes, 21 de agosto de 2017

BARCELONA A LA VUELTA DE LA ESQUINA

Por Eduardo García Aguilar
Desde la fuente de Canaletas, donde deudos y paseantes colocan ahora flores, hasta el Liceo, frente al Café La Ópera, se ha escrito gran parte de la historia de La Rambla principal de Barcelona, larga vía en declive que va hacia el mar y se detiene ante la estatua de Colón, que señala desde ahí la lejanía americana.
Junto a las flores de siempre, en un tiempo hubo griterío de los pájaros que eran vendidos en sus jaulas para gusto de infantes y abuelitas. Y desde el largo siglo XIX, que amaba tanto el papel y las ideas, los kioscos de periódicos y revistas han hecho las delicias de los habitantes y viajeros llenos de ideas, sueños e ilusiones, esos que cruzan la calle y toman un café con leche y un croissant para desplegar el diario y enterarse de los chismes políticos o de las lejanas revoluciones o desastres.
Todas las generaciones de transeúntes y peatones, especialmente los parlanchines letrados, estudiantes y poetas, han ido de un extremo a otro conversando animadamente para arreglar el mundo o confesar las cuitas y las ilusiones y fracasos de la vida. Ninguna vía como esta apta entonces para aparecer en novelas o poemas o en crónicas y relatos orales o en las imágenes de los fotógrafos aficionados o los amantes de postales. Todo eso está en los libros de Josep Plá, Manuel Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza y Juan Marsé.
La Rambla es familiar. La abuela va con la hija o la nieta rumbo al mercado de Boquería con su ambiente colorido y ruidoso en busca del pescado o la carne fresca, frutas, legumbres o delicias de todo tipo, cuando no se desvía a buscar del pan en alguna de las legendarias pastelerías art nouveau de la zona o de algún medicamento, vino, vajilla, copa, joya, telas o prenda veraniega o de invierno.
El tío va con el sobrino, el padre con el hijo, los novios tomados de la mano y así todo allí se impregna de historias familiares, tanto de los oriundos catalanes que esgrimen sus apellidos de pureza en un largo algoritmo de ficciones nacionalistas, como de los inmigrantes que son la mayoría y vienen de Andalucía, Extremadura, Valencia, Murcia, Asturias, Navarra, Galicia, Canarias, Cuba o de América Latina toda.
La primera vez que la visité en 1975, cuando agonizaba el dictador Franco, fui testigo allí de la cabalgata violenta de los policías montados que perseguían a quienes protestaban por los ajusticiamientos crepusculares del tirano o manifestaban a favor de la democracia y la apertura. Los jóvenes corrían y se dispersaban en las callejuelas mientras los jinetes del apocalipsis franquista esgrimían sus armas y a veces lograban atrapar a algún desafortunado.
Ahora esta semana terrible fueron los jinetes del apocalipsis mahometano los que cruzaron raudos en una furgoneta aplastando a centenares de personas a su paso, sembrando el terror, el caos y la muerte y dejando lisiados para siempre a decenas de inocentes paseantes, locales y extranjeros. De repente la hospitalaria Barcelona se convirtió en un infierno al grito de Alá. He ido tantas veces que Barcelona es como mi casa y cada milímetro de La Rambla lo he recorrido miles de veces poseído por la alegría de volver al lugar de donde uno nunca se ha ido ni se irá.
En ese 1975 había sido invitado por mis amigos barceloneses Mari José López Touron, de la calle Duque de la Victoria, Antonio, del barrio San Rafael y Antoni Farreni i Pociello, el de la calle Sepúlveda, quienes se desvivieron todo ese verano para atendernos como reyes y comer como gigantes las más deliciosas exquisiteces gastronómicas. Cómo no enamorarse de Barcelona y de los barceloneses después de tanta hospitalidad en esos tiempos en que reinaba el boom latinoamericano en sus calles y todo era poesía y canción bajo el mando de Joan Manuel Serrat, cuyos conciertos multitudinarios nos convocaban con frecuencia.
Barcelona es y ha sido un polo cultural invaluable, centro de editoriales y librerías y con el tiempo se ha convertido en el balneario de los millones de turistas europeos que huyen del frío y buscan el sol mediterráneo, que nunca se va de la ciudad condal en ninguna temporada del año. La mayoría de los transeúntes son viajeros que llenan hoteles, bares y restaurantes y hacen bulla y se emborrachan, provocando la furia de muchos lugareños asfixiados por la ola de visitantes.
También Barcelona es y sigue siendo la capital cosmopolita, pese a que dos o tres generaciones de catalanes puros, no necesariamente mayoritarios, han sido poseídos lamentablemente por el delirio identitario y quieren separarse a toda costa de España y crear un diminuto país cerrado a una sola raza pura y a una lengua sola y única. Son los peligros absurdos del regionalismo ciego, el patriotismo y el nacionalismo obtusos que carcomen a la humanidad. En ese contexto, ya con las alas golpeadas por la división, la bella Barcelona ha recibido un golpe de magnitud extrema al grito de Alá, un golpe asestado por los sanguinarios soldados del Ejército Islámico.
Al día siguiente se vio una imagen impensable en la Plaza Cataluña. El rey Felipe VI, el presidente Mariano Rajoy, la alcaldesa Ada Colau, el ideólogo radical de Esquerra Republicana Oriol Junqueras y el presidente de la Generalitat local Carles Puigdemont juntos en un minuto de silencio urgente ante la tragedia y el dolor bajo un vuelo de aves blancas.
Quienes amamos a Barcelona y a Cataluña quisiéramos que ese momento de concordia entre el Estado español y los acalorados líderes del nacionalismo catalán se repita una y muchas veces. Y que el delirio independentista y absurdamente antiespañol de los nacionalistas catalanes se calme, porque ante la magnitud de la amenaza y lo sorpresivo del golpe asestado, deben saber ahora que el verdadero enemigo de Cataluña no es la España democrática y multinacional, sino el ejército del incendiario califato islámico infiltrado ya es sus pueblos profundos, barrios y callejuelas de ensueño.

lunes, 14 de agosto de 2017

EL FANTASMA DE JUAN RULFO
Por Eduardo García Aguilar *
La leyenda de Juan Rulfo entre los escritores de hoy y de mañana quedará fija como la de quien se rebeló con todas sus fuerzas ante la esclavitud de la imagen propia y la vanidad. Tal vez al lado de Samuel Beckett y Julien Gracq y de otros pocos, el autor mexicano se negó a subir a la carroza de la « carrera literaria », mezquino vehículo que en estos tiempos de pragmatismo comercial devora a los escritores de todo el planeta. (1)

Que este hombre, con una enorme celebridad ganada contra viento y marea y tal vez a pesar suyo, hubiera resistido a la tentación de hacer dinero ofreciendo libros a destajo, muestra que las voces de su delirio provenían de un yacimiento muy peculiar, cuyo material sólo se revela a los más sabios, a los más auténticos escritores.

Recién llegado a México, tuve la oportunidad de encontrarlo en varias ocasiones en la cafetería y librería El Agora, solo o conversando con los meseros, y tuve también la maravillosa idea de no abordarlo para decirle cuanto su gesto marcó y marca a los escritores de mi país natal, empezando por Gabriel García Márquez, a quien Alvaro Mutis le dio a leer como ejemplo el legendario libro Perdro Páramo.

Rulfo vestía modestos trajes oscuros, el cabello cano peinado hacia atrás dejaba ver su frente blanca y a veces se le veía con unos enormes lentes oscuros de carey. Alguna vez en la mañana fuimos ambos a lo largo de varias horas los únicos clientes de esa cafetería situada en los altos de la librería de la Avenida Insurgentes y para mi aquella comunión con su presencia fue otro de esos momentos epifánicos de la vida, cuando uno sabe que la fuerza de la verdad y la autenticidad está ahí al lado.

No se trataba en mi caso de esa idolatría que ahora se impone en el mundo frente a los escritores que más venden y ganan premios, más se arrastran ante el poder y los ricos, sino la veneración hacia quien era una especie de San Francisco de la literatura latinoamericana.

Me podrán decir que estoy loco al comparar a Rulfo con San Francisco de Asís, pero no hallo otra figura con quien parangonarlo. Si el nombre de San Francisco aparece aquí para acercarnos a Rulfo es porque el verdadero escritor es siempre alguien muy cercano a la santidad y su ejercicio equiparable a la religión.

El Rulfo que yo vi aquella larga hora sin un libro ni un periódico en la mano y que sólo intercambiaba calurosas palabras con el mesero, acababa de regresar de un viaje a China y tenía la mirada perdida en una extraña placidez irónica de santo. Mientras sus contemporáneos intrigaban aquí y allá, o se lanzaban piedras o miradas de odio, o se pavoneaban buscando el poder, él no temía bajar a la realidad de esa mesa y esa cafetería, ajeno a eso que llaman « gloria ».

Rulfo se me apareció también en los sueños y lo veo nítido en una de aquellas excursiones oníricas. Estaba en una calurosa población de Brasil, tal vez Paraty, con casonas coloniales y calles empedradas y de pronto me hallaba en un cementerio. De repente se aparecía Rulfo, se sentaba a mi lado y me ponía conversación sobre algo absurdo como el color ocre de las hojas de otoño. Tenía la mirada acuosa, lejana, de quien se sabe sueño, fantasma, irrealidad, concreción mítica, imagen fantástica, cuerpo de aire o poesía. Ese encuentro es para mi tan real como si hubiera sido cierto, igual al verdadero de años antes en la cafetería El Agora, una mañana sin fecha.

Rulfo nos legó en unas cuantas páginas la gesta de esos hombres de la tierra que son y han sido los mismos desde siempre, marcados por el rezo, el miedo a la muerte, imploradores de lluvia, curadores de llagas, gimientes en la oscuridad. Ahora que he vuelto a Talpa, El llano en llamas, Diles que no me maten, Luvina, La herencia de Matilde Arcángel o Pedro Páramo, he sentido el escalofrío de saber que estuve cerca alguna vez de un escritor que se sabía ajeno a las voces que de él emergieron en las desoladas tardes de los años 50. Llanto, tierra, montaña, cordillera, tumba, herencia, padre, fusilamiento, llaga, ranas, peregrinación, oración, treno de rezanderas, enfermedad, silencio, palabras de donde nace la literatura.

Cuando murió tuve otra oportunidad de estar cerca a él. La televisión colombiana me pidió imágenes sobre el mundo del recién fallecido y entonces recorrí los sitios por donde anduvo en la capital mexicana, las librerías preferidas, las calles de barrio donde estaba su apartamento y las oficinas del Instituto Nacional Indigenista, en la Avenida Revolución, donde trabajó durante años. Entré a su oficina aún fresca de él, vi su taza de café y escuché el llanto lento de sus secretarias, que lo vieron entrar y salir de ahí, ajeno a la gloria que lo perseguía ya desde hacía décadas.

La furia del poder autocrático de un presidente que se creía Quetzaltcoatl había caído sobre Rulfo hacía unos años, por la osadía que tuvo de opinar sobre los militares.

Hoy nadie se acuerda del presidente de turno y la obra de Rulfo está cada vez más presente porque relata los sufrimientos de un pueblo que sigue y seguirá sufriendo, lejos de toda redención en la tierra. La de Rulfo es una voz que estará siempre ahí como una pirámide, una montaña, la voz que a través de un hombre del siglo XX quiso expresar la de las ánimas que poblaron esta tierra desde hace milenios y la seguirán poblando cuando ya no haya nada.



* Publicado en Expresiones de Excélsior, México. Domingo 3 de abril de 2011.

LA FUERZA PROTEICA DE OCTAVIO PAZ

Por Eduardo García Aguilar
En los años que viví en México entre 1980 y 1998 me tocó presenciar la impactante influencia intelectual en todos los dominios de Octavio Paz, quizá uno de últimos escritores que han concentrado en torno a su obra y figura el espíritu histórico de una nación y en este caso una que por su riqueza, variedad, complejidad y antigüedad milenaria se encuentra al lado de Egipto, India, China y Japón en el primer rango de las civilizaciones irradiantes de imaginarios y sentidos.
En esos tres lustros de vida en México no había un solo día en que no apareciera Octavio Paz involucrado en todos los medios de comunicación en una polémica con la izquierda o con alguno de sus muchos enemigos jurados o adversarios literarios. Reinaba desde la poderosa y muy rica revista Vuelta, que tenía influencia internacional, dirigía debates y programas culturales en la cadena Televisa, escribía en diarios, organizaba encuentros internacionales de poesía o de temas mundiales, ejercía como brillante crítico de arte y publicada múltiples libros sobre política mexicana y mundial, poesía, estudios y tratados literarios como El arco y la Lira o Sor Juana Inés o las trampas de la fe, Cuadrivio, El ogro filantrópico, El mono gramático, Árbol Adentro y muchos más.
Dirigía la cultura del país con mano de hierro y estaba al tanto de todo, hasta de los más nimios chismes, y alerta y obsesivo como siempre participaba en la esgrima y en las batallas culturales y literarias no dejando títere con cabeza, como un Quijote con su adarga pugnaz. Con su magnífica prosa, erudición e inteligencia desbordantes y omnívoras, Paz fue un maestro irritante y urticario para quienes vivimos en México en esos últimos quince años de su vida. El solo fue una universidad y todos estábamos alertas a comprar la nueva revista Vuelta y a devorarla o a asistir a los debates y coloquios donde se presentaba. Sus textos nos invitaban a leer y conocer cada vez más y aunque no se estaba de acuerdo con él en muchas cosas, especialmente en sus pasiones políticas, su magisterio fue de crítica y libertad y su ausencia se nota desde su partida.     
Paz (1914-1998) era una fuerza proteica dotada de una energía fenomenal, pues fue gran poeta, crítico literario y artístico, historiador, director de revistas, diplomático y político. A lo largo de su vida fue también un ejemplo típico "escritor comprometido" latinoamericano que abogó por varias causas y fue militante alerta y lúcido a los cambios de su sociedad y del mundo en el sangriento siglo XX.
Igual que Víctor Hugo en Francia, Goethe en Alemania, Tolstoi en Rusia, Paz se inscribe dentro de la tradición de los escritores padres de la patria, orientadores de juventudes, líderes de opinión y solo le faltó ser candidato presidencial, como lo fueron en el continente José Vasconcelos, Rómulo Gallegos, Mario Vargas Llosa y Pablo Neruda, entre otros. Asimismo Paz fue cercano al poder como diplomático de alto nivel y embajador en la India, cargo al que renunció a causa de la famosa matanza de Tlatelolco antes de los Juegos Olímpicos de 1968, durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.
En los años de diplomático en Francia, India, Japón y Ginebra ante organismos de Naciones Unidas, elaboró muchos informes sobre la situación geopolítica mundial y en la capital francesa, donde fue cercano al surrealismo y amigo de André Breton, reflexionó sobre los tiempos de la posguerra, la guerra fría y la crítica de los totalitarismos de inspiración marxista-leninista que ya comenzaban a ser analizados desde los años 40 por sus amigos Cornelius Castoriadis, Jean François Revel  y Claude Lefort, en los que se inspiró para avanzar por ese camino antitotalitario y evolucionar de las ideas marxistas, agraristas y socialistas de su primera juventud hacia un pensamiento de corte social-demócrata primero y luego finalmente liberal y de derecha. 
El autor de "El laberinto de la soledad" era el nieto de un liberal porfiriano, Irineo Paz, e hijo de un abogado zapatista, asesor intelectual de Emiliano Zapata, hombre de vida compleja cuyos artículos políticos zapatistas pasaba en máquina el joven y precoz Octavio Paz en su casa de Mixcoac. Desde sus años de estudiante de bachillerato y universidad Paz militó en movimientos de izquierda y viajó a Yucatán a trabajar con los campesinos, antes de ser invitado a los 23 años de edad como representante de la izquierda mexicana al congreso de la Alianza de intelectuales antifascistas para la defensa de la cultura en Madrid y Valencia en 1937, donde se codeó con las grandes figuras progresistas de la poesía y la literatura de entonces como André Malraux, César Vallejo, Pablo Neruda, Antonio Machado y Rafael Alberti, entre otros muchos.
Leer su obra nos ayuda a comprender la rica complejidad de un México sincrético, anclado en el milenario pasado de sus múltiples civilizaciones prehispánicas, luego enriquecido por los largos siglos barrocos de la colonia, agitado por las batallas entre conservadores y liberales del siglo XIX y marcado para siempre con trazos de sangre por la Revolución mexicana de 1910 y la posterior solidificación de la misma encarnada en el todopoderoso Partido Revolucionario Institucional (PRI), para él un verdadero "ogro filántrópico" al que fue cada vez más fiel hacia el final. El ogro lo protegió en sus últimos meses de enfermedad, después del incendio de su casa, en una casona colonial de Coyoacán, escoltado como un mandatario por el mismísimo Estado mayor presidencial y cuya propia silla de ruedas de enfermo terminal fue impulsada varias veces por el propio presidente de la República, el joven Ernesto Zedillo Ponce de León, el Tlatoani protector.
A casi 20 años de su muerte podemos volver con más serenidad a leer su obra múltiple y rescatar de él al intelectual que quiso hablar de igual a igual con las ideas y las literaturas mundiales, encarnarse en las tradiciones milenarias de Occidente y Oriente sin desechar lo prehispánico y contribuir a que la poesía y la literatura sean espacios de libertad, modernidad y reflexión lúcida sobre la existencia, en un mundo agitado donde las guerras religiosas vuelven a ensombrecer el panorama y las fuerzas del dinero y el mal acechan y abogan por nuevas guerras y conflictos que tocará a otros conjurar y analizar.