domingo, 26 de noviembre de 2017

ÚLTIMO JAZZ EN SAN FRANCISCO



Por Eduardo García Aguilar
Negros, hispanos, blancos, drogadictos, traficantes, mendigos. Ellos componían el ambiente de la calle Leavenworth. La calle daba hacia Market, en una zona llena de hoteles y de vecindarios baratos, de restaurantes chinos e italianos y de hamburgueserías donde se podía comer por unos centavos de dólar. A poca distancia de allí había barrios mejores que daban hacia la bahía o hacia el clásico centro poblado de tranvías y comercios modernos. San Francisco es una ciudad de contrastes. El área de la bahía un conjunto de sorpresas.
Allí vivía el bostoniano Phil Glendenen. Pero no en Sausalito o en Berkeley, sino en un hotelucho de la calle Market por el que pagaba una suma irrisoria. Era un hombre de 38 años, pero aparentaba mucho más. Había sido uno de los más furibundos hippies de San Francisco y sonriente lo llevaba a uno a conocer los sitios donde se tatuaba Janis Joplin, o donde una estrella de rock había muerto de overdose. Calvo, de ojos grises, algo robusto, siempre llevaba tenis y un negro gabán para protegerse de los ventarrones que bajaban por las calles y entraban hasta los huesos.
Hacía tiempo estaba escribiendo una novela. En su cuarto, además de una máquina de escribir portátil se podía observar bultos de plástico que contenían las versiones interminables de su obra. Como miles de escritores norteamericanos, aún más solitarios y olvidados que los latinoamericanos, escribía con una fe ciega en el arte, pero sin esperanzas de convencer a un editor y mucho menos de lograr el éxito de Norman Mailer o de Gore Vidal. Su obra hablaba de los andantes de Estados Unidos, de aquellos viejos, tristes hippies que habían visto el derrumbe de sus ilusiones cuando ya era imposible volverse hacia atrás y rehacer su vida. Los personajes eran seres inteligentes, demasiado lúcidos tal vez, caracterizados por la incapacidad de adaptarse al mundo de su tiempo y que tarde o temprano terminaban viviendo en viejos y sucios hoteles del delirio, donde masticaban sin amargura el fracaso de sus vidas. Glendenen pertenecía a esa estirpe de filósofos marginados: no sabía manejar un automóvil, se había divorciado hacía varios años y de su mujer recibía algún regalo de fin de año, envuelto en tiernas cintas rosadas. No tenía hijos, jamás usó corbata, era pésimo para los negocios y solo sabía fumar hachís, leer y escribir capítulos en serie que iban a parar a sus bolsas de plástico.
Lo empecé a apreciar un día que me trajo a la oficina donde trabajábamos una bolsa con cacahuates, un huevo cocido y una naranja. Había escuchado el rumor de que la paga no me llegaba y que no tenía ni un solo centavo de dólar. Aquella tarde caminamos por la calle Market completamente pasados. En esa oficina todos vivían dopados de algo y cuando el jefe daba la vuelta o se ausentaba, los empleados se escondían tras los muros de formularios estadísticos para inhalar el humo que los hiciera soportar una hora más de sus vidas. En esas condiciones revisaban los formularios del Censo de los Estados Unidos o preguntaban por teléfono a quienes no habían llenado bien las casillas con los datos necesarios. Le comenté a Glendenen que esa tarde había sido infernal. A eso de las tres me había contestado en vez de Ludwig Svoboda, residente en la calle Franklin, un extraño aparato que hablaba por él con una escalofriante voz metálica, arrastrada, como de un ser extraterrestre. A las preguntas que le hacía me respondía lentamente dejando una huella de óxido y entre frase y frase sonaba el agudo flash de un obturador, el angustiante chillido de una máquina. Me había puesto pálido y mi compañera de enfrente, Marin Bai, una mujer de unos 35 años que se vestía como Búfalo Bill y me hacía caricias por debajo de la mesa, tuvo que ofrecerme un café para que me calmara. Más tarde fue peor. Al teléfono estaba una anciana que en vez de responder a mis preguntas (¿Cuántos viven en su casa? ¿Cuál es su ingreso mensual? sexo, color, etcétera) decidió contarme que en su juventud se había acostado con el general McArthur en una isla asiática, poco antes de que se casara con su famosa cónyuge. “Era un verdadero hombre, sabe usted” -decía- “después de cuarenta años no puedo olvidarlo... Nos acostamos junto a una palmera y lo hicimos nueve veces seguidas. Usaba una colonia militar y sus besos ardían más que el sol de Polinesia...”. Duró casi media hora y no podía deshacerme de ella.
Glendenen reía sobre la calle mojada, mientras al fondo salía la luna sobre la bahía de San Francisco. Negros drogados, travestis, latinos, blancos inyectados salían y entraban de las hamburgueserías y se perdían por los callejones. En unos enormes tubos de una plaza dormían los fatigados mendigos que bebían alcohol natural o vino y fumaban colillas de cigarro. De algunos bailaderos de rock salía la música de Ocean Express y de otro los estridentistas sonidos de The Dead Kennedys o de Sigmund Freud's Band, o de Charanga Flórez y junto a una escalera la voz de una bella y delgada chinita semidesnuda que ofrecía sus servicios por unos dólares. La puntiaguda torre del centro iluminaba el cielo grisáseo con luces intermitentes de un color fosforescentes. Las patrullas de policía cruzaban raudas y se alejaban hacia Mission Street. El novelista sacaba otro carrujo de yerba, lo envolvía suavemente y lo inhalaba con un placer extraterrestre. Se reía cuando yo decía well, pues según él lo que estaba diciendo era ballena, whale... ¡Moby Dick, Moby Dick!”. Luego estallaba en risa sin saber que era uno de sus personajes, sin entender que no era un tipo real sino una ficción en medio de las calles de la misteriosa ciudad. Un día desapareció como por encanto y nadie supo de él. Phil Glendenen existe, sin duda, pero es difícil saber si lo devoró su propia novela, como le ocurre con frecuencia a los escritores, o si lo salvó de la vida el Dios de ficción, cuya labor es tan ficticia como la vida misma o como una triste tonada de jazz.
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* De Urbes luminosas.

domingo, 19 de noviembre de 2017

VISITA A UN CASTILLO MEDIEVAL


Por Eduardo García Aguilar
La ciudad de Laval, en el noreste de Francia, ha sido durante un milenio una próspera encrucijada de viajeros, guerreros y comerciantes codiciada por ducados, baronías, reinos y potencias regionales. Gracias a las riquezas de la región, al río Mayenne por donde pasan las embarcaciones cargadas de soldados o mercancías, y a la poderosa industria textil medieval, sus gobernantes tuvieron recursos para construir y reconstruir en la colina rocosa principal un castillo que cuenta con una bella torre y edificios sucesivos de diversos estilos, desde góticos hasta renacentistas y neoclásicos.
Las primeras fotos que se hicieron de la ciudad en 1950, muestran como las casas de sueño, dotadas de vigas aparentes y techos parecidos a las habitaciones de los cuentos románticos alemanes, se descuelgan desde la colina hasta las riberas del río, apeñuscadas en callejuelas estrechas que uno puede imaginar en aquellos lejanos tiempos, húmedas y silenciosas. Puede uno evocar en esos recodos, junto a maravillosas casas del siglo XV, la actividad incesante de los comerciantes, el griterío de los vendedores de legumbres, el ruido de los cuchillos de los carniceros, la paciencia matutina de panaderos o vendedores de pescado, quesos, vinos y todo tipo de objetos necesarios para la vida cotidiana como velas, tazas, vasos, vasijas, platos, llaves, ollas, sillas, mesas, cacerolas, jaulas.
Las fotos decimonónicas en blanco y negro nos comunican con toda claridad la realidad de Laval cuando aún se concentraba en torno al castillo y nos otorgan la perspectiva para entender el conglomerado urbanístico actual, que se extendió ya en tiempos napoleónicos hacia el valle, con avenidas y construcciones neoclásicas donde vivían las nuevas generaciones de habitantes que prefiguraban ya los tiempos del progreso moderno. Las fotos muestran una arista de esa colina y el puente que conduce a la parte renacentista de la urbe, donde vivía la aristocracia y que aún conserva callejuelas y casas hermosas. Y desde ciertos ángulos todo ese conjunto es resaltado por las aguas del río Mayenne, que viajan raudas hacia los confines de Bretaña y tras desembocar en el Loira hacia las aguas del Océano Atlántico.
Laval producía todo tipo de textiles que eran exportados al mundo conocido de entonces y después del descubrimiento de América, hacia las costas africanas donde las élites se vestían con prendas confeccionadas con telas de colores intensos. También las telas eran enviadas a América, especialmente a Colombia, que se convirtió durante la Colonia y el siglo XIX en uno de sus mejores clientes. No es extraño que el famoso pintor Aduanero Rousseau sea originario de esta ciudad y que en los museos se exponga con gusto todo tipo de trabajos plásticos elaborados con tejidos.  
Como todo este año 2017, gracias a la actividad inagotable de Brigitte Maligorne, la ciudad de Laval y la región de Mayenne ha invitado y acogido a múltiples artistas colombianos a actuar, cantar, exponer, danzar y pintar en el lugar o a hablar de su país al entusiasta público local, he podido venir varias veces y poco a poco familiarizarme con los misterios de esta tierra maravillosa y este pueblo de sueño que nos conduce hacia siglos lejanos en un viaje con retorno.
Por ejemplo, un centenar de habitantes de la ciudad se congregó el miércoles a las seis de la tarde para asistir a una exposición de fotos donde se muestra la arquitectura de casas construidas con tierra en Barichara y después se ha descolgado en masa por las callejuelas para ver unos tejidos de Laval con motivos colombianos pintados por artistas de ese país, que fueron adosados a los árboles e iluminados con magia, o para ver murales de gran tamaño elaborados sobre tela o para apreciar muestras de Street art pintadas por jóvenes artistas del país de la guayaba en los antiguos muros que delimitan un empinado sendero oculto conservado desde los tiempos medievales.
Bajo la guía y las explicaciones de Brigitte Maligone, que ha construido puentes sólidos entre Francia y Colombia, los atentos habitantes de Laval han llegado a las puertas del castillo y después bajado por empinadas escalinatas hacia unos antiguos baños estilo Art Deco situados en una calle frente al río, donde se exponen cartas de familiares de desaparecidos en Colombia recopiladas por Margarita de la Hoz y fotos colombianas del escritor francés Stéphane Chaumet, quien reside en la tierra de la cumbia, el currulao, el bambuco y el vallenato.
El lugar, recién restaurado, realizaba así una primera y excepcional exposición colombiana en esta construcción que los habitantes locales aprecian y ahora podrán visitar y admirar sin límites porque fue rehecho de acuerdo a los planos originales y a los detalles de sus mosaicos y coloridos originales desfigurados a lo largo del tiempo. Stéphane Chaumet ha traído velas que se encendieron en memoria de las víctimas colombianas del conflicto y después los asistentes conversaron al calor del vino. Colombia para ellos ya es un país conocido gracias a las muchas actividades culturales que han abordado sus mejores y peores aristas a lo largo del año.
Al día siguiente he cerrado con broche de oro el periplo al realizar una visita de los cimientos y los salones y muros secretos del castillo medieval en compañía del alcalde de Laval y el director de los servicios de conservación y restauración del patrimonio. Hemos penetrado protegidos por cascos hacia un aposento gótico medieval lleno de joyas, sarcófagos, cálices, esculturas, y otros objetos litúrgicos de oro y plata.
Y aun más, a través de estrechos túneles viajamos hacia los fundamentos del siglo XI, a los que no tiene acceso el público. Pude así tocar con mis manos los muros originales de la construcción milenaria donde residieron los señores del siglo XI. Y después subimos hasta lo más alto de la torre, cuya enorme cúpula militar fue construida de forma circular con enormes vigas de madera en el siglo XIII y desde donde se ve con todo su esplendor el magnífico pueblo desde su punto más alto. Los fantasmas de guerreros, caballeros, clérigos y doncellas parecían flotar en el ambiente.  
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 19 de noviembre de 2017

martes, 7 de noviembre de 2017

LAS CARTAS DEL PERUANO RIBEYRO

Por Eduardo García Aguilar
Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) fue uno de los más notables escritores peruanos de la segunda mitad del siglo XX, al lado de José María ArguedasAlfredo Bryce Echenique y Mario Vargas Llosa, y como casi la mayoría de los autores latinoamericanos se ganó la vida ejerciendo el periodismo en una agencia de noticias y como agregado cultural de su país en París, donde vivió desde 1960 hasta antes de su retorno definitivo al terruño. Tales funciones de periodista o diplomático las vivió “con el mismo desapego que un buen actor educado en la escuela brechtiana”, según dice en una de las cartas que dirigió durante décadas a su agente literario alemán Wolfgang Luchting, publicadas por la Universidad Veracruzana de México en recopilación crítica realizada por Juan José Barrientos.
El peruano, fumador empedernido, muy flaco y bajo de peso, quien sufrió toda su vida de graves enfermedades estomacales como úlceras y hemorragias que lo llevaron al hospital con frecuencia, agrega que le daba lo mismo haber sido “profesor en Ayacucho o abogaducho en Lima”, pues “en buena cuenta, haga lo que haga, yo estoy siempre en otra parte. ¿En dónde? Probablemente en la literatura. Pero esa sería una respuesta demasiado jactanciosa. No me extraña que cuando escribo, esté también en otra parte”.
Ribeyro, autor de las notables Prosas apátridas, pertenece a la estirpe de autores escépticos y desganados, poco dados a buscar el éxito, que no sólo se dedican a la narrativa o a la poesía en exclusiva, sino que exploran géneros laterales como diarios, correspondencia, aforismos y autobiografía, por medio de los cuales observan con lucidez su propia vida y la de quienes les rodean en sus labores o la vida familiar y amistosa. Inclusive añade que lo que “condena mi obra a la oscuridad es su carácter antiépico, lo que es imperdonable en un escritor latinoamericano”. Y como vivió de lleno el éxito de su compatriota y benjamín Mario Vargas Llosa (1936), quien llegó como él a París en 1960 y también trabajó en la Agencia France Presse, añade que “así Mario no existiera, mi obra sería igualmente poco conocida”.
Vargas Llosa llegó a París con su tía y esposa Julia Urquidi, protagonista posterior de su novela La tía Julia y el escribidor, y trabajó en la misma agencia francesa como redactor y traductor, y luego en Radio France International como locutor, inscribiéndose en la línea de escritores agencieros o locutores de emisoras radiales, tales como Juan Carlos OnettiGabriel García MárquezÁlvaro MutisFernando del Paso y muchos más. Gracias a la correspondencia de Ribeyro con Luchting seguimos paso a paso el camino al triunfo del genial autor de La ciudad y los perros, de quien es amigo íntimo, ve casi a diario y con quien comparte cenas frecuentes al calor del vino y la literatura.
No hay duda para él que estamos frente a un caso fenomenal, pues Vargas Llosasaltó a la fama mundial desde muy joven y logró un éxito arrollador con sus primeras novelas traducidas a muchas lenguas. Pero además es un autor peculiar, alejado de la bohemia usual entre los autores latinos, que logra también convertirse en brillante, aplicado y exitoso académico y ensayista, con obras notables tales como la monumental Historia de un deicidio, sobre Gabriel García Márquez, o La orgía perpetua, sobre Flaubert. A lo que se agrega su activismo político, que lo llevó a ser candidato y casi presidente de su país, derrotado al final por Alberto Fujimori y luego a presidente del PEN Internacional. Ribeyro no duda ya desde comienzos de los años 60 de que su joven amigo será premio Nobel. Aunque reconoce el “tempo lento” de la inteligencia de Vargas Llosa si se le compara con otros contemporáneos peruanos como Lucho Loayza, considera que “el aparato mental de Mario funciona con una constancia, una continuidad, una persistencia que yo calificaría de inhumana”.
En Cartas a Luchting (1960-1993) asistimos también al triunfo de García Márquez, cuya traducción al francés de Cien años de soledad recibe en 1969 un despliegue inusual de dos páginas en el diario Le Monde, por lo que el peruano redacta un cable para la Agencia France Presse que será reproducido en todos los diarios latinoamericanos, generando esa ola imparable de la fama y el éxito del colombiano. “Esto me reafirma cada vez más en mi convicción de que la celebridad es como un juego de espejos: las dos páginas de Le Monde reflejan la novela de García Márquez, mi nota refleja las páginas de Le Monde, revistillas y periódicos reflejarán mi nota, centenares de lectores, millares mejor dicho, probablemente millones, reflejarán en sus charlas y comentarios lo que diarios y revistas dicen, etcétera. Y así hasta el infinito”, dice Ribeyro en una carta del 6 de enero de 1969. 
Pero los avasalladores éxitos tanto del joven y apuesto narrador peruano, como del exótico novelista colombiano, contrastan con la situación del autor de Crónicas de San Gabriel (1960) y Los geniecillos dominicales (1965), quien por enfermedad debe abandonar sus trabajos parciales en la AFP y en la embajada para dedicarse en exclusiva a su labor en la Unesco. Por los cambios políticos en su país, Ribeyro se muestra preocupado de perder su empleo. Afirma que desde “el punto de vista material esto sería para mí una catástrofe, pues significaría volver a fojas uno: la del hombre sin profesión, sin diplomas, sin una calificación precisa, con familia y deudas, enfermo por añadidura, librado a los 46 años a su propio desamparo”. Frase autoimprecatoria ésta última de Ribeyro que no deja de tener un aire de dandismo. Él sabe que su obra es tal vez menor, pero no duda que poco a poco la lucidez de sus textos le darán un lugar imprescindible en la literatura latinoamericana, como lo atestigua el otorgamiento del Premio Rulfo poco antes de su muerte, en diciembre de 1994, a cuya recepción, por ironías del destino, no pudo asistir debido a su enfermedad. Las cartas del peruano son el testimonio de uno de los momentos más apasionantes de las letras latinoamericanas, cuando experimentaron un largo y excepcional auge mundial.
 * Publicado en Excélsior. Expresiones. México. Domingo 5 de noviembre de 2017.