domingo, 1 de abril de 2018

MODERNIDAD DE RABELAIS

Por Eduardo García Aguilar 
Leer Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais en el siglo XXI confirma que la literatura reina por encima del tiempo y que a veces la más lucida modernidad, la más desatada irreverencia estuvo más viva en otros siglos, mientras lo anacrónico, convencional y retardatario parece reinar en la actualidad, cuando una tras otras las obras contemporáneas que figuran y son celebradas en los catálogos editoriales solo parecen mansas y aburridas tareas rutinarias para estar en el candelero de las vanidades, donde siempre se vende gato por liebre.  
Rabelais y Cervantes son ahora tan actuales y vivos porque contaron sus historias con una pasión desbordada por la libertad y la crítica de la estupidez humana y en esa tarea arriesgaron su pellejo. Si hoy ambos despertaran en sus tumbas y vieran a los payasos que ostentan el poder político en el mundo, estallarían en una sonora carcajada porque la ridiculez de nuestra época superaría con creces a la de su tiempo.     
Rabelais (1484-1553) es una de las más notables figuras del Renacimiento europeo y a través de su obra se comprende la ebullición de ideas y temas que caracterizó a su siglo, cuando gracias al auge de la imprenta inventada por Gutenberg comenzaron a proliferar y a circular los libros liberando los espíritus. En varias ciudades abiertas y cosmopolitas como Amsterdam, París, Lyon, Estrasburgo, Frankfurt, Venecia, Florencia y tantas otras, los hombres de letras se reunían en tabernas, librerías, mercados, lejos de universidades, iglesias y conventos donde se formaron, pero de donde huyeron para tocar tierra y captar la energía del tiempo con sus impurezas, obscenidades y vulgaridades. 
El inventor de esos personajes absurdos y geniales sacaba su materia de su contacto con pícaros, aventureros, estafadores, eruditos, libertinos, juristas, teólogos, filósofos, banqueros, comerciantes, médicos, payasos y gente de toda laya que intercambiaban ideas y noticias en esa época de descubrimientos e invenciones entre el bullicio agitado de mercados, ferias, burdeles, hospedajes de paso o carnavales donde se disfrazaban y se burlaban del incauto haciendo gala de su erudición o su agudeza, alejados ya de los sombríos tiempos góticos asfixiados por catedrales, inquisidores y sermones.  
A esos lugares llegaban ya las noticias fabulosas del reciente descubrimiento de América y en los puertos los espías asediaban la llegada de las naves para conocer de primera mano el relato de esos viajeros que provenientes de México o Perú relataban mundos inimaginables caracterizados por riquezas incontables, barcos cargados de oro y esmeraldas, reinos enormes coronados por pirámides situadas en ciudades aún más grandes que las europeas, ríos y mares inabarcables, selvas sin fin pobladas de vegetaciones y criaturas nunca vistas. 
En la literatura de la época y por supuesto, en Rabelais, se registraron las noticias de ese Nuevo Mundo descubierto y conquistado y de manera simultánea lo maravilloso (pirámides, puentes, carreteras andinas, papas, tabaco, chocolate, maíz, dantas, llamas, flores gigantes) entraba en la ficción de la mano del relato de las injusticias, despojos y crueldades cometidos por los invasores españoles contra los nativos despojados. Los testimonios de frailes humanistas como Bartolomé de las Casas levantaban en las mentes ilustradas críticas acerbas como las de Montaigne y otros humanistas.   
Contemporáneo de Erasmo o Montaigne, el humanista Rabelais, como todos los de su estirpe en aquel tiempo, tuvo primero una excelente formación clásica y luego se convirtió en médico de renombre. Erudito, de inteligencia descomunal, el hombre supo crear un mundo imaginario que rompió todas las convenciones y ejerció como pocos el espíritu del libre pensador, burlándose de los conservadores canónigos de la Universidad de la Sorbona, por lo que tuvo huir hacia otras lugares más libres, como la vieja ciudad de Lyon, centro editorial activo como Fránkfort, Amsterdam o Estrasburgo.    
Las inolvidables escenas de Gargantúa orinando a raudales sobre los habitantes de París desde las torres de Notre Dame, de donde roba las campanas para ponérselas como cascabeles a sus desmesurados jumentos, la historia completa de su génesis, crecimiento y educación, el carácter escatológico permanente y el relato vivo de las vísceras y sus efectos olfativos, las aventuras y viajes de Pantagruel y las ocurrencias de múltiples personajes secundarios hacen de la saga novelística del médico francés, contenida en cinco volúmenes, una de la obras más modernas y actuales. La divertida disertación de Gargantúa sobre los diversos métodos para limpiarse el trasero, es uno de los episodios más libres y subversivos de la literatura universal.  
Leer a Rabelais muestra a los escritores contemporáneos la necesidad de desafiar las inercias para adoptar el carácter libertario de la prosa y la literatura, porque lo que él pudo hacer con tanta pasión y gusto, primero usando sus seudónimos Alcofibras Nasier o Seraphin Calobarsy y luego bajo su propio nombre, causándole tantas prohibiciones y persecuciones, es un ejemplo a seguir para todos. La risa y la desmesura dominan su obra al mismo tiempo que la juguetona erudición que se burla de sí misma.  
La literatura puede ser el espacio de la burla, la injuria, la obscenidad, la herejía, la blasfemia y debe denunciar todas las incongruencias de los poderes políticos, religiosos, ideológicos, culturales, editoriales y económicos y sus redes actuales de falsas verdades mediáticas y cánones comercializados. 
La literatura no debe ser el manso oficio de quienes escriben por encargo aunque ni siquiera haya encargo, sino de los que como Rabelais dicen lo que no se puede decir, o sea lo prohibido, lo que va contra la corriente de la época. A desempolvar pues los anaqueles y leer esas obras de leyenda donde nada es solemnidad y donde todo es carcajada libre, carnaval y grotesca humanidad.   
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* Publicado en Expresiones, de Excélsior. México. 1 de abril de 2018

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