sábado, 14 de julio de 2018

LA PERVIVENCIA DE ALVARO MUTIS

Por Eduardo García Aguilar


La casa de Alvaro Mutis en San Jerónimo en la Ciudad de México siempre estaba abierta a los jóvenes escritores o a los viejos y nuevos amigos que lo visitaban y compartían con él la pasión por la lectura como una actividad fascinante. Ahí vivió durante varias décadas y tenía un estudio amplio y bien organizado que era su guarida secreta, una de cuyas puertas daba hacia un antejardín donde deambulaban sus gatos. La increíble vida aventurera del creador de Maqroll el Gaviero, sus ires y venires por Europa y el mundo desde su infancia y los acontecimientos dramáticos que vivió, como la orfandad prematura o la cárcel, hacían de él un ser humano de tiempo completo cuya principal divisa era no juzgar a los humanos y tratarlos como lo que son, con sus sombras y luminosidades, mentiras y secretos alternados con actos de coraje, cobardía, mezquindad y valentía. 

Trabajó desde muy joven como locutor o empleado de relaciones públicas de diversas empresas multinacionales petroleras, aéreas o cinematográficas y en esas lides viajó primero por todo el país y después por América Latina y Estados Unidos, lugares que conocía al dedillo y donde tenía amigos en todos los rincones, capitales o pueblos. Esos viajes como agente viajero, relacionista público, publicista, hacedor de revistas, vendedor de películas u otras actividades, lo llevaron por muchas ciudades y lo hicieron frecuentar hoteles donde después de sus actividades laborales podía dedicarse al gran placer solitario de la lectura.

Como el propio personaje Maqroll, que llevaba en su pequeño equipaje algunos libros básicos como las biografías de San Francisco, las novelas de Balzac, las Memorias de Casanova o del Cardenal de Retz, entre otros libros, Mutis fraguaba en esas soledades los poemas que poco a poco fueron convirtiéndose en una Summa poética que exploraba los arcanos de la muerte, la enfermedad, al soledad y las fuerzas desbordantes e insondables de la naturaleza. En sus viajes laborales por el continente americano cruzó los caracteres femeninos o masculinos que pueblan la saga narrativa que empezó a escribir poco antes de jubilarse para sorpresa de sus amigos. Algunos de ellos, como el poeta argentino Enrique Molina, compartían con él esa atracción por barcos y mares, el encuentro y diálogo con mujeres independientes y aguerridas empresarias de sus propios desastres, la sapiencia frente a los azares del destino y sus trampas y en especial la certeza de que toda ambición es inútil. 

Por eso Mutis era un gran amigo y un excelente anfitrión, aunque en otros escenarios podía ser cortante e implacable con aquellos a quienes él denominaba los listos, los vivos, todos aquellos seres infames que creen que nadie se da cuenta de sus mentiras, engaños y patrañas para sacar pequeñas ventajas desleales. Como anfitrión abría las puertas de su estudio a los visitantes y horas después los despedía ya entonados tras degustar las variedades de whiskies por él preferidos, o vinos rojos, cognacs, gins, vodkas, camparis o amarettos, entre otros muchos espirituosos. En los bares del camino degustaba cócteles cuyas recetas diversas conocía como en su tiempo Ernest Hemingway, asiduo como él del famoso Harry's Bar de París, donde según la leyenda se toman los mejores del mundo.

Hasta el fin de su vida, ya casi nonagenario, Mutis degustaba sus whiskies y cócteles y enumeraba siempre su decálogo del buen bebedor, entre cuyos mandamientos figuraba el no beber con desconocidos, no libar para ahogar las penas o no aceptar bebidas de baja calidad, lo que en términos coloquiales significa no tomar mal trago. Debo decir que muchas veces, antes y después de fabricar con él en largas conversaciones el libro Celebraciones y otros fantasmas, salí de San Jerónimo no solo ebrio de aquellas bebidas espirituosas que él extraía de su bar secreto, sino siempre cargado con algunos de los libros en francés u otras lenguas de los que él se separaba porque había hallado nuevas ediciones o quería aligerar su biblioteca. De allí que guarde con cuidado la biografía de San Francisco del danés Jörgensen, lectura especial de su personaje Maqroll, los tres volúmenes de las Memorias de Casanova editadas por la Pléiade, El cuaderno gris del catalán Josep Plá y varias historias del Imperio Bizantino por Schlumberguer y muchos otros que devoré y devoro con placer indescriptible. 

Amigos suyos como los polígrafos Adolfo Castanón y Alejandro Rossi compartieron con él también aquella  pasión por los libros, los intercambios de volúmenes y los hallazgos en las librerías de viejo del centro histórico de la Ciudad de México, en especial, las de la calle Donceles. Mutis descubría a sus interlocutores algunos escritores raros como Paul-Jean Toulet, Valery Larbaud, Paul Morand o Joë Bousquet o compartía los libros de su amigos contemporáneos como el gran poeta martiniqués Edoaurd Glissant, cuyo tema central fueron los mares y las naves y los seres humanos que los frecuentan.  

Alguna vez, cuando lo visitamos juntos el poeta colombiano Jorge Bustamante García y yo, pude descubrir su afición por lo ruso y eslavo, sus músicas, poetas y personajes históricos y lo escuché cantar y tararear en alta voz los coros del ejército ruso que tenía en viejos long play y que ponía en su tocadiscos, animado ya por varios whiskies. Como yo había vivido en París, compartíamos el amor por esa ciudad y sus lugares y autores secretos y con Jorge, que había estudiado en Moscú, el secreto de la lengua y la vieja historia del imperio ruso con sus zares y zarinas, sus popes ortodoxos y el destino de aventureros como Rasputín, que bien podían ser emanaciones ficticias de las obras de Tolstói, Gogol, Turguéniev o Bulgakov.

En la inolvidable abadía de Fontevraud, donde se encuentran las tumbas de Eleonor de Aquitania y Ricardo Corazón de León y sede del primer coloquio en su honor después de su partida, varios de sus interlocutores franceses como André Velter o Dominique Rabourdin, coincidieron en relatar la experiencia de esa amistad y sus secretos. Organizado por el novelista Patrick Deville y por el ensayista Philippe Ollé Laprune, el coloquio reunió a un grupo multinacional que convivió en esa abadía el cuarto fin de semana de junio de 2017 y parecía por la gran exaltación de las conversaciones al calor de vinos, almuerzos y cenas entre las arcadas y pasillos del milenario sitio, que Mutis estaba presente flotando allí entre todos nosotros, animándonos a celebrar la vida y sus fantasmas.

Sin duda él estaba ahí celebrando con nosotros en Fontevraud porque la literatura, los libros, las palabras, las voces, tienen la peculiar cualidad de la pervivencia, igual que las rocas, los escasos minerales y los monolitos tallados y grabados como la Piedra de Rosetta o el Código de Hamurabi. Los vinos que bebimos en aquellas jornadas en su honor y nos incitaron a mirar las estrellas en las noches despejadas de junio debieron circular por las venas de su obra y su presencia inalterables. La pervivencia de la vida y la obra de Alvaro Mutis excita en los lejanos camarotes de las naves del tiempo a los lectores y a los vitalistas que se estremecen con la existencia.     
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 15 de julio de 2018.    

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