sábado, 15 de mayo de 2021

NAPOLEÓN BONAPARTE Y LAS ESTATUAS

Por Eduardo García Aguilar


En toda la historia de la humanidad, que es una sucesión de invasiones y guerras encabezadas por tiranos y aspirantes a serlo, las estatuas viven sus ciclos y caen como mueren todos los seres vivientes tarde o temprano y como morirán igual el planeta Tierra y la galaxia Vía Láctea donde vive oculto entre miríadas de estrellas. Así le ocurrió a Napoleón Bonaparte, quien el 5 de mayo de 1821, hace dos siglos, murió preso en la isla de Santa Elena, lejos del esplendor de sus precoces glorias y la dinastía que pretendió inventar.

Cuando se derrumbó la Unión Soviética y con ella décadas de Guerra fría, los habitantes de los países invadidos por el Ejército Rojo que permanecieron bajo su dominio tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota de la Alemania nazi, decidieron tumbar todas las estatuas de Marx, Engels, Lenin y Stalin que inundaban avenidas, plazas, parques, escuelas y lugares públicos de toda índole y éstas se encuentran ahora en museos o en bucólicos cementerios de chatarra, a donde pueden ir a visitarlas los nostálgicos de aquel imaginario ideológico y político que tanta ilusión generó en los humanos del siglo XX.

Marx y Engels pocas velas tenían en ese entierro, pues fueron filósofos brillantes y personas honestas y estudiosas, luchadores contra las injusticias provocadas por el auge del capitalismo salvaje del siglo XIX y autores de obras notables que ahora vuelven a circular en el mundo e inspiran nuevos movimientos de rebelión contra los gigantescos e insaciables oligopolios contemporáneos que reinan sobre el hambre de medio planeta.

Desde el esclavo Espartaco y otros héroes ignorados y olvidados de la historia, la humanidad ha vivido cíclicamente oleadas de revoluciones y movimientos utópicos que logran derrumbar a los poderosos del momento para llevar al poder a otros pillos que con el tiempo vuelven a repetir la historia, devorados por la codicia. Los grandes monarcas de hace milenios fueron bandidos asesinos que ganaron batallas y se apoderaron de imperios, implantando dinastías que después aparecían pulidas en magníficas estatuas ecuestres, frescos, bajorrelieves, tapices o cuadros. Durante siglos la nobleza europea conservaba así el poder encerrada en sus lujosos castillos y aupada en la miseria de los hambrientos campesinos y los siervos de gleba y en los esclavos de las colonias lejanas de ultramar.

Pero tarde o temprano aquellas dinastías asiáticas, eslavas, mediorentales, europeas, africanas que ahogaban de tributos a los súbditos, terminaban por ser vencidas y arrasadas por la furia implacable de la plebe desesperada que ya nada tenía que perder. Hartos del despojo, la violación de sus mujeres e hijas, los abusos de las fuerzas del orden y de los capataces de toda índole, terminaban por tomar las armas e invadir e incendiar las magníficas capitales donde transcurría la francachela de las aristocracias y sus cortes perfumadas en los palacios que imitaban a Versalles, el delirio del Rey Sol, Luis XIV.

La historia es el relato de los auges y las caídas de imperios y de reyes y emperadores enceguecidos que todo lo convertían en oro para beneficio suyo y de la nobleza. Toda las literaturas milenarias cuentan las maravillas de los dulces tiempos radiantes y las oscuras y sangrientas caídas de todos esos esplendores. La plebe francesa de la Revolución cortó la cabeza a uno de los últimos borbones, Luis XVI, y su cabeza fue mostrada a la muchedumbre. Pero poco después los revolucionarios tomaron el poder y se dedicaron a guillotinarse y matarse entre ellos, hasta que un advenedizo forastero corso terminó por tomarse el poder a los 30 años, beneficiándose del caos y poco después se coronó como el nuevo Emperador de los Emperadores.

Idolo de los jóvenes románticos, Napoleón Bonaparte (1769-1821) se paseó triunfante durante tres lustros tumbando monarquías e imponiendo las suyas, hasta que él también cayó y luego fue enviado a una isla perdida del Atlántico, Santa Elena, donde lo cogió la muerte tras una lenta agonía. Y como él, todos los héroes que fueron representados en miles y millones de estatuas terminaron por ser bajados de sus pedestales para ingresar al cementerio del bronce y del mármol, el camposanto, el bulevar interminable de los héroes. Bolívar, que se inspiró para sus gestas en el ídolo corso, también agonizó derrotado en Santa Marta, como lo cuentan las memorias de quienes lo vieron cuando se hundía en la nada. No hay que llorar pues el destino de las gélidas estatuas.

"Polvo de Pericles, polvo de Simón", decía el lúcido poeta colombiano Porfirio Barba Jacob para referirse a ese espejismo experimentado de los héroes y los incautos humanos que creyeron en ellos en momentos de efervescencia y calor. Polvo de Alejandro Magno, polvo de Darío, polvo de Nabucodonosor, polvo de Julio César, polvo de Augusto, polvo de Carlos V y Felipe II, polvo de Hitler, polvo de Stalin, podríamos decir hoy cuando se celebra el bicentenario de la muerte de uno de los íconos más emblemáticos de la locura del poder.   
---
Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 16 de mayo de 2021.  

domingo, 9 de mayo de 2021

LA OBRA DE VICENTE QUIRARTE

Por Eduardo García Aguilar

 Vicente Quirarte (1954) ama las ballenas y la caligrafía y desde sus años de infancia pasados en la vieja colonia Roma de la Ciudad de México, donde creció al lado de los libros empastados que su padre historiador acumulaba y amaba, se ha aplicado a sus pasiones mayores, que son la poesía, la historia, la amistad, el amor y el ensayo, campo en el que ha asediado con profundidad las obras de Luis Cernuda y Gilberto Owen o el mundo de los vampiros.
     Cada uno de sus libros, poco a poco, a lo largo de los años, han caído gota a gota a mis manos y me han acompañado siempre. Se trata de bellas ediciones, a veces confidenciales, como las salidas en los Cuadernos del Caballo Verde de la Universidad Veracruzana, Los Libros del Bicho de Premiá, la Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán, Cuarto Menguante, Ediciones Toledo o Cuadernos de Malinalco, entre otras muchas pequeñas ediciones que se presentaban siempre con entusiasmo y eran argumento propicio para salir a sitios inolvidables del Centro Histórico, donde los escritores de una generación compartían el transcurso del tiempo.
     Muchas cosas terribles y maravillosas ocurrieron en México en esos tiempos, como terremotos, incendios, explosiones, disturbios, atardeceres, granizadas, ventiscas, fiestas, manifestaciones, asesinatos políticos, masacres, revoluciones, decesos y nacimientos, pero pareciera que los poetas nacidos en los 50, todos ellos tímidos y discretos, se colaran oblicuos y en silencio por las hendijas geológicas del altiplano, junto a los cerros y bajo la mirada de los volcanes, para escribir el testimonio de esos vegetales, lágrimas, piedras, ecos o entusiasmos y que a veces abrieran con fuerza las puertas de inamovibles cavernas llenas de fuego, mares, sorpresas y mundos inimaginables que conducen al otro lado de la tierra, a otras civilizaciones y a otras poesías extraídas de milenios y crisoles ardientes de palabras.
      Pertenece Quirarte a una amplia generación de escritores mexicanos nacidos a los años 50, que a finales de los 70 ya despertaban a la idea de hacer una obra o ejercer para siempre un oficio tan peligroso como la poesía. Hay en todos ellos desde sus inicios una profunda pasión por explorar las enseñanzas de los maestros mexicanos vivos o muertos. A veces se detenían en los modernistas, hasta saber de memoria la obra de Salvador Díaz Mirón, José Juan Tablada, Porfirio Barba Jacob o Ramón López Velarde.
     Otras veces se dejaban llevar por la generación mexicana de Los Contemporáneos, en bloque, desde Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia hasta Salvador Novo, José Gorostiza, Gilberto Owen y Carlos Pellicer. Y de repente se detenían en los maestros vivos, esos viejos amigos que como Rubén Bonifaz Nuño, Alí Chumacero, Francisco Cervantes, Guillermo Fernández u Octavio Paz, entre otros, les animaban a seguir en la locura de hacer poesía y les decían que no era en vano el esfuerzo, porque la poesía, como dice Quirarte, es «superior a la feria de vanidades» y se «encuentra por encima de los combates de nuestro pequeño género humano». 
      Y así los de su generación, a la que yo pertenezco, pero con la marca indeleble de Los Andes, siempre caíamos y volvíamos a levantarnos desde las cenizas, como cuando el terremoto terrible del 19 de septiembre de 1985 estuvo a punto aniquilarnos y nos expulsó de la famosa Casa de las Brujas de la Plaza de Río de Janeiro, uno de los edificios más bellos de la ciudad, donde vivíamos felices pintores, poetas, pianistas, cantantes, bibliómanos, actrices, danzarinas.
     En el bello volumen Razones del Samurái están esos libros que yo vi y leí en originales como Teatro sobre el viento armado, Calle Nuestra, Vencer a la blancura, Fra Filippo Lippi: cancionero de Lucrecia Buti, Puerta del verano, Bahía Magdalena, En ausencia de Aníbal Egea, El ángel es Vampiro, El peatón es asunto de la lluvia.
    Al recorrer esas páginas a medida que se acerca el nuevo solsticio de verano, me encuentro con esa poesía impecable diáfana, sabia, de Quirarte, que ha sido cincelada con las armas y las artes de la rigurosa tradición mexicana. La lluvia y el viento de la ciudad vuelven entonces con sus fantasmas y delirios, griterío de niños, llanto de mujeres, libros viejos, objetos perdidos y oxidados, ruidos, aromas florales, o sea el testimonio humano e intelectual de una generación discreta, tímida y profunda que sigue buscando lo imposible.

 ----

Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 9 de mayo de 2021.