La vida y la
ficción coinciden con mucha frecuencia y lo que parece imposible se concreta
con el paso del tiempo gracias a los laberintos de la palabra, rindiendo a
veces justicia a los iluminados que calcinan sus vidas en pos de un sueño
rebelde y literario, como fue el caso de Rimbaud y otros autores que murieron
en la pobreza y el olvido, carcomidos por enfermedades o vicios destructores.
Esto ocurrió con la existencia de Mario
Santiago (1953-1998), poeta maldito mexicano que murió atropellado bajo los
efectos del alcohol en las avenidas de la Ciudad de México, antes de que
apareciera la novela Los Detectives Salvajes de Roberto Bolaño (1953-2003) que
lo haría famoso con carácter póstumo bajo el nombre de Ulises Lima.
El joven Mario Santiago fue el mejor amigo
del autor chileno cuando éste vivió en México y juntos fundaron en los años 70
el movimiento infrarrealista, que pretendía transformar a la muy formalista
poesía mexicana y cuestionar el reinado intelectual de Octavio Paz y sus
discípulos. Ligados con los movimientos de vanguardia de los jóvenes peruanos
de su tiempo, admiradores de los beatniks
norteamericanos, los infrarrealistas querían inyectar vanguardia y malditismo
al género y en su objetivo animaron agrios debates, sabotearon ceremonias
oficiales y se ganaron la antipatía de sus contemporáneos.
A fines de los 70 Bolaño se trasladó a
Barcelona y allí emprendió su ambiciosa carrera literaria hasta cuando lo
descubrió el poderoso editor Jorge Herralde, quien lo publicó y lo lanzó a la
fama mundial. Antes de que saliera Los
detectives salvajes, que ganó luego el Premio Rómulo Gallegos y fue
traducida a muchas lenguas, Mario Santiago era el poeta más maldito y repudiado
de México, ignorado por críticos y contemporáneos.
De ese limbo lo sacó su gran amigo Roberto
Bolaño, quien lo convirtió en protagonista de su novela más famosa bajo el
nombre de Ulises Lima. El chileno cuenta en ese libro las aventuras de ese
grupo de jóvenes poetas malditos y destaca la figura de Mario Santiago, con
quien siguió escribiéndose y a quien recordó con gran afecto y admiración hasta
su muerte.
Mario Santiago sabía que su amigo estaba
escribiendo esa novela, pero murió antes de conocerla. Luego del éxito colosal
de Los Detectives salvajes y de la
muerte prematura del chileno, convirtiéndose en leyenda y en la figura más
importante de la literatura latinoamericana contemporánea, la polémica vida y
obra de Santiago salió del olvido, las editoriales que lo rechazaron en vida
publican antologías suyas, en las universidades es tema de tesis de grado y en
coloquios se rastrea su leyenda. Si hoy resucitara, Mario Santiago se
sorprendería de las ironías del destino y soltaría una larga y sonora
carcajada.
No viví los tiempos iniciales del
infrarrealismo. Conocí a Mario recién llegado a México a fines de 1980, cuando
ya en cierta forma se había disuelto el grupo y sus principales momentos con la
presencia de Roberto Bolaño en México habían quedado atrás. En diciembre de ese
año gané el premio de cuento Los Otros editores, convocado por la editorial El
tucán de Virginia y así desde la entrega del mismo en la Glorieta de
Insurgentes me relacioné con varios escritores de mi generación o mayores que
estaban allí presentes esa noche.
No sé si fue ahí que lo vi por primera
vez, pero sí tengo un primer recuerdo muy nítido, siendo ya amigos, cuando nos
invitó a su buhardilla en algún lugar de la Roma o la Condesa donde vivía y ahí
nos tomamos una botella de mezcal que tenía en el interior un peyote que me
impresionó mucho. Nos cruzábamos en presentaciones de libros, reuniones en casa
de amigos franceses que frecuentábamos con Pieldivina, otro amigo de esa época
y personaje mencionado con su propio nombre en la novela de Bolaño y con quien
trabajé en un periódico en 1982, cuando fui enviado como corresponsal de guerra
a Centroamérica.
En ese entonces estaban vivas todas las
grandes figuras de la literatura mexicana y Mario y yo nos hicimos amigos por
muchas razones. Era un mexicano habituado a conocer escritores sudamericanos
jóvenes, además era un cosmopolita que había vivido en Europa y se encontraba
con otro muchacho que acababa de llegar de allá. El haber coincidido en París
al mismo tiempo, aunque no nos vimos allí, nos acercó mucho más. Con Mario
podíamos hablar de poesía francesa, norteamericana y latinoamericana. Yo le
contaba de mi paso por la librería de los beatniks
City Ligths de Ferlinghetti, situada en el barrio italiano de San Francisco y
él me hablaba del Perú, Barcelona, México, y de su viaje a Israel, que está muy
bien relatado por Bolaño en la novela.
Nos vimos por última vez en la diciembre
de 1997 poco antes de su muerte. Yo me fui de México en mayo de 1998, días
después del fallecimiento de Octavio Paz. La última vez que nos vimos y yo le
conté que me iba, nos despedimos y él lloró. Vi sus lágrimas encharcar sus ojos
y rodar por sus mejillas. Era un hombre muy sensible. Fue muy conmovedor para
mí. Era como si supiera que nunca más nos volveríamos a ver. Me dio un papel
con la dirección y el teléfono de Bolaño en Cataluña para que lo buscara, pero
nunca lo hice. Me habló de esa novela que su amigo estaba escribiendo, que publicaría
poco después de la muerte de Mario y que él nunca leyó. Y fue muy curioso que
Paz muriera poco después de él. Fue el fin de una época, porque de todas
maneras Paz era muy importante para él, como lo fue para todos nosotros. Es
magistral la descripción que hace Bolaño de un encuentro imaginario entre Mario
Santiago y Octavio Paz en el Parque Hundido de la Ciudad de México.
Después, en la primera antología de su
obra poética publicada por El Fondo de Cultura Económica bajo el nombre de Jeta de santo, apareció un poema que él
me dédicó y que yo no conocía. Me conmovió mucho la dedicatoria, pero ya no
puedo buscarlo para brindar y agradecérsela al calor de unos vinos. Él siempre
me visitaba con frecuencia en la oficina de la Agence France Presse, situada en
el piso 28 de la Torre Latinoamericana y de ahí salíamos a comer o cenar los
dos solos. Caminábamos y visitábamos las cantinas del centro. Hacia el
mediodía, cuando él llegaba a AFP y nos veíamos, ya había pasado la resaca de
sus tragos y nuestras charlas no eran etílicas, por el contrario se daban con
plena lucidez.
Era un Mario Santiago lúcido, sobrio, agudo
en sus comentarios, una persona muy educada, cortés y lúcida, o sea un Mario
que en cierta forma era un "chico bien" de clase media que se habia
perdido en la poesía y el alcohol. Para nada el Mario del mito y la leyenda
negra que, sin embargo, hay que reconocerlo, se apegaba a su cruda realidad.
Cuando publicó Aullido de cisne me invitó a presentar el libro el 13 de septiembre de 1996 en el Ex Teresa, situado
en el centro histórico de la Ciudad de México, y yo preparé un texto muy
elaborado que Juan Villoro publicó en el suplemento de La Jornada Semanal de la
capital mexicana. Como espectador exterior yo tenía una visión más amplia y menos
turbia de la literatura mexicana, alejada de intrigas, grillas y ninguneos. Y
como había ejercido en esos tres lustros una intensa actividad crítica en
Sábado, Excélsior y varios suplementos y revistas, supongo que él confiaba en
que mi visión sobre su obra sería más objetiva e independiente y menos
desprejuiciada. En Sueño sin fin, largo
poema de Mario publicado en Barcelona con prólogo de Bruno Montané Krebs por
Ediciones sin fin en 2012, aparece al final una entrevista que le hace Leo
Eduardo Mendoza el 10 de septiembre de 1996 en El Universal, donde se anuncia
la presentación de Aullido de cisne
tres días después.
Ni Mario Santiago ni Roberto Bolaño, que
murieron de manera prematura, saben como se han convertido en verdaderas
leyendas y objetos de culto oficial. Los malditos en vida terminaron
convertidos en santos literarios y sus detractores más tenaces de ayer presumen
hoy de haberlos conocido y elogian sus obras. Son las crueles ironías de la
vida y la muerte que siempre nos sorprenden.
París, sábado 10-II-2018