En literatura bien puede decirse que todo se define en la adolescencia, cuando el estudiante de bachillerato escala los últimos
grados y comienza a ser un ciudadano a carta cabal que enfrenta los
poderes o los busca y a la vez encuentra las afinidades y las fobias que
marcarán para siempre su vocación. Lo mismo puede decirse para músicos, artistas plásticos, científicos, bandidos, políticos, abogados, médicos y deportistas, entre muchas otras disciplinas.
La vida es después un largo camino de ajuste de esas inquietudes y sueños
iniciales, lo que no evita las sorpresas del camino, cuando el destino
hace girar de repente hacia a otros rumbos inesperados al protagonista
de su propia vida.
Como en las grandes novelas de iniciación o aprendizaje denominadas en alemán Bildungsroman, como Las tribulaciones del estudiante Törles, entre muchas otras, el joven precoz de 15 o 16 años
se bebe el mundo con todas sus antenas y lo entiende con sus
instrumentos frescos y recientes y en perfecto estado de funcionamiento.
Ese segmento inicial, como el del mítico Andrés Caicedo, es un nucleo protéico esencial tras el cual la vida es solo una repetición insondable del inicio. Otras novelas de iniciación que se refieren a esos temas y nos ilustran sobre el asunto son Los años de aprendizaje de Wilhem Meister de Goethe, El rojo y el negro de Stendhal, La Educación sentimental de Flaubert, Retrato de un artista adolescente de James Joyce, La montaña mágica de Thomas Mann y Demián de Herman Hesse.
El lector adolescente por lo regular se conecta en esos momentos con algunas figuras básicas
de la literatura como Walt Withman, Arthur Rimbaud, Franz Kafka o
Federico Nietzcshe. Con el primero descubre la palabra fundacional de un
país joven, con el segundo los arcanos de la rebeldía
a ultranza, con el tercero los laberintos del misterio, las modalidades
del absurdo, y con el cuarto se dispara hacia las indagaciones más osadas sobre el hecho de existir.
En
otras disciplinas ya en el colegio se definen también las tendencias,
pues el rebelde y justiciero comienza a mostrar sus impulsos redentores
que en muchos casos lo llevarán al fracaso y a la muerte, mientras otros, como el conservador autoritario, el militarista o el ávido de riquezas se perfilan ya con todos sus talentos, argucias y energías.
El colegio en abstracto es ya un ensayo del mundo futuro pues allí como
mandatarios figuran el rector y el vicerrector que pueden ser queridos u
odiados, buenos y malos profesores, detestados prefectos de disciplina,
autoridades que garantizan el orden o líderes
que organizan huelgas o actividades culturales no muy bien vistas por
quienes aman el engranaje sin resquebrajaduras, matices o delirios.
Y
digo el colegio en abstracto porque los adolescentes de una ciudad
crean vasos comunicantes entre todas las instituciones cuando se cruzan
en el ágora de la fiesta, los conciertos, los espectáculos o las manifestaciones que convocan a una generación a interesarse por los problemas y los asuntos del país, colocándose en alguna esquina del espectro político como lo han hecho en otro tiempo progenitores, abuelos o ancestros de otras épocas y en todos los continentes.
Luego
el destino dispersa a todos esos personajes conocidos en las aulas y
con el tiempo llegan las noticias de sus vidas. Cuando se hace el
balance, el poeta en ciernes seguirá siendo poeta, el dramaturgo deambulará por los escenarios, el abogado vivirá en los tribunales, el rico en los clubes y casinos, el militar en los campos de batalla y así suscesivamente se declinan los destinos en todos los tiempos verbales posibles.
Pienso todo esto ahora que desenvuelvo el rollo del tiempo con motivo de la partida reciente de Enrique Cardona Hernández, amigo de colegio con quien fundamos hace medio siglo un movimiento poético secreto que pretendía ser más revolucionario que los nadaístas y todas las vanguardias juntas. Ya a los 16 años él había leído a los vanguardistas del siglo XX y a los poetas malditos, por lo que rápido nos hicimos amigos y cómplices de la aventura literaria.
Tal y como hicieron los dadaístas en Zurich nos reunimos en un restaurante chino llamado Chop Suey, situado en la carrera central de la ciudad, y allí con los ojos cerrados exploramos entre las páginas de un diccionario al azar una palabra que definiera nuestro movimiento y encontramos el término fundar, de donde salió el Fundidismo, nombre que sugería no solo el hecho de fundar sino el de fundir los metales y las cosas. Subíamos a la azotea del Banco del Comercio situado entonces al lado de la Catedral y desde ahí lanzábamos nuestros textos despedazados.
Ambos solíamos acaparar los principales premios de los concursos literarios colegiales o intercolegiales en cuento, poesía y ensayo. Alguna vez él ganó con un cuento titulado 9.000 pasos sobre el polvo y otras fue mi caso con La cuadra de la clepsida o La vigilia de los relojes. Esos textos fueron publicados por el nadaísta Mario Escobar Ortiz en el suplemento literario dominical que dirigía en La Patria y los conservo como si fueran papiros egipcios o palimpsestos hebreos.
A los 16 años ya habíamos aparecido en letras de molde y nos sentíamos impulsados por una fuerza poderosa tan enérgica como las turbinas del cohete Saturno V que había llevado hacía poco a los hombres a la Luna. El nadaísta había ilustrado mi cuento con el famoso cuadro de Munch El grito y el de Enrique a su vez mereció una imagen expresionista como el espíritu de ese precoz amigo.
Luego pasamos a la experiencia del libro creando una pequeña editorial artesanal, las Ediciones Ecurilodaóricas, que confeccionábamos y encuadernábamos con nuestras propias manos y donde publicamos un solo libro dedicado a nuestros terribles poemas fundidistas, con respectivos prólogos explicativos, que guardo como un incunable de la arqueología
personal. Fue un juego confidencial realizado entre dos adolescentes
que representaban en la ciudad el arquetipo del personaje literario del
Bildungsroman. Creamos un movimiento secreto con dos fundadores y dos
seguidores, que éramos nosotros mismos, y luego la vida nos llevó por donde quiso llevarnos.
Enrique, amante del rock y moderno esencial, estudió después la carrera de medicina en la Universidad de Caldas y ejerció mucho tiempo como médico cirujano en Manzanares, en el oriente de Caldas, en los tiempos de otra ola de violencia, y operó y salvó cientos de vidas de heridos por arma blanca y bala que llegaban día a día a su hospital en medio de la guerra, según relató en nuestra última feliz charla en mayo de 2017.
Durante su vida fue un médico humanista y generoso y se destacó como campeón de ajedrez y experto en los arcanos de la informática moderna, otra de sus pasiones. Nos reencontramos en la cantina El punto de Serpa con nuestro amigo Antonio Leyva, que lo dirigió en una obra de teatro donde él hizo de payaso, para brindar por la vida y el arte, no lejos del centro de ajedrez donde ejercía Enrique y del Hospital Universitario que tan bien conocía. Ahora que ha emprendido una nueva aventura en el país de nunca jamás, es hora de empezar a contar por fin la Increíble y breve historia del Fundidismo.
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Publicado en La Patria. Manizales. Domingo 7 de abril de 2019.