Por Eduardo García Aguilar
Hay quienes endulzan hasta el delirio la historia de sus familias y mucho más en Colombia, país de arribistas marcado por las oligarquías nacionales del siglo XX que siempre tuvieron y tienen ínfulas aristocráticas, a imagen y semejanza de la familia real británica, aunque desciendan de pillos aventureros gachupines, mercenarios asesinos y de regentadoras europeas de burdeles.
Para explorar las razones de la tragedia nacional hay que abordar esta parte de la manía colombiana, obsesiva, patética, de sentirse siempre de « buena familia ». Cada fraja de la sociedad se siente de « mejor familia » que la otra, y uno tras otro cada estrato se siente superior al de abajo, generando el Apartheid sudafricano en que vivimos sin saberlo. Y si no, que lo digan los infrahumanos colombianos que viven en los tugurios y los peones que van de finca en finca levantando cosechas por un salario de miseria.
Hasta en los barrios más modestos de la clase media colombiana la familia vecina se sentirá de « mejor familia » o se imaginará que tal ancestro era muy rico, poseía tierras o grandes negocios, y que después poco a poco la saga llegó a la ruina en que está por culpa de los comunistas. Y aunque no tegan para comer, siempre tendrán una pobre « sirvienta » a quien mandar y humillar y si es posible con cofia y uniforme.
En todas partes habrá una pobre viejecita a quien visita como fantasma el ancestro de alcurnia que la limpia de su actual miseria y con el estómago vacío y sin nadita que comer de todas maneras se sentirá superior a los otros por la supuesta « nobleza » perdida. Siempre he pensado en esos tristes casos de colombianos que a toda hora, sin falta, donde estén, en cualquier fiesta o cena, en la buhardilla del exilio o el cafetín de la penuria, no cesan de sugerir que son de « muy buena familia» y hasta la saciedad lo restregarán al comensal de al lado sin saber que hacen francamente el ridículo y caen en el llamado « mal gusto ».
Esos personajes cómicos son el arquetipo del fenómeno nacional patológico y pululan en todas partes, en especial en embajadas y consulados colombianos del mundo. Es una pulsión, una manía, una sicopatía, pero es. Colombia es un país muy reciente y además con rango medio entre las naciones latinoamericanas, menor que Perú o México que sí fueron en tiempos de la Colonia grandes virreinatos con aristocracias reales indígenas y españolas que pueden rastrear sus orígenes cinco siglos sin entrar en delirios. En Colombia se da el caso de los López, quienes serían el emblema de las sagas « reales » colombianas, revividas ahora con la publicación de las memorias del « compañero jefe » traidor del MRL, Alfonso López Michelsen, donde éste pela el cobre de quienes son los verdaderos causantes de la desigualdad en el país que ha conducido a la guerra y a la violencia endémicas.
López deja ver claro el nepotismo de esa casta oligárquica que ha vivido y vive del erario, mantenidos siempre por los colombianos en puestos diplomáticos, pues al país que llegara en el mundo siempre había allí un cónsul o embajador de la familia para atenderlos como ahora en todo el mundo atienden al vicepresidente Santos y a su corte payasesca. López hace referencia en sus mediocres escritos a la « servidumbre » al servicio de la familia y a la plebe colombiana con una desvergüenza en que nunca incurrirían la reina Isabel, los borbones, los Orleans o el Príncipe Ernesto de Hannover.
Los López, involucrados siempre de abuelos a nietos en negociados como los de la Handel y La Libertad, y que han tenido dos presidentes, se han creído la familia real colombiana como lo muestran los escritos de este delfín en la Colombia jerárquica de los años 30 y 40 cuando recorría Europa y hacía estudios en París. Pero los López no son los únicos, pues hay otras familias como los Gómez, los Santos, los Santodomingo, los Pastrana, los Lleras, los Samper, los Holguín, y otras más que son y han sido los vampiros que han chupado del país y puesto a Colombia donde está, sembrada de odio y miseria.
Los arribistas y los áulicos del poder que merodean en las embajadas del mundo y en los mejores puestos públicos, « al servicio de la patria», tratan de moldearse a imagen y semejanza de esas familias supuestamente « nobles » del país, que con el apellido creen tener la presidencia, los ministerios y las embajadas garantizados de generación en generación hasta el fin de los días. Todos ellos descienden en su mayoría de arrieros, mineros, campesinos, comerciantes, artesanos, pillos, aventureros, estafadores, regentadoras de burdeles y maleantes que edificaron por desgracia una nacionalidad de asesinos y ladrones forjados en guerras civiles y luchas de clanes por el botín en la profunda Colombia del siglo XIX. Que esa oligarquía colombiana no venga a meternos el cuento de que tienen alcurnia, pues sólo se han autoforjado esa historia en su larga borrachera de poder y robo del presupuesto.
Esta pulsión es el síntoma del gran mal colombiano, de los verdaderos y profundos problemas de nuestra sociedad injusta, colonial, jerárquica, de castas. Todos los colombianos somos víctimas de nuestra propia historia y esa patología sigue viva a comienzos del siglo XXI en tiempo de nuevos delfines y clases emergentes. En el fondo las familias principescas colombianas son sólo unos pobres reyezuelos abusivos de un país con 20 millones de pobres, ocho millones de indigentes, cuatro millones de desplazados y miles de muertos en las fosas comunes esperando el esclarecimiento de sus desapariciones a manos de los paramilitares. Por mucho esfuerzo que hagan, los López, Santos, Gómez, Pastrana, Holguín, Samper, Lleras y demás oligarcas colombianos no llegarán nunca a ser como los Windsor, los Borbon, los Hannover o los Orleans, pues sólo son a lo máximo pillos de una banana república tercermundista.
Para explorar las razones de la tragedia nacional hay que abordar esta parte de la manía colombiana, obsesiva, patética, de sentirse siempre de « buena familia ». Cada fraja de la sociedad se siente de « mejor familia » que la otra, y uno tras otro cada estrato se siente superior al de abajo, generando el Apartheid sudafricano en que vivimos sin saberlo. Y si no, que lo digan los infrahumanos colombianos que viven en los tugurios y los peones que van de finca en finca levantando cosechas por un salario de miseria.
Hasta en los barrios más modestos de la clase media colombiana la familia vecina se sentirá de « mejor familia » o se imaginará que tal ancestro era muy rico, poseía tierras o grandes negocios, y que después poco a poco la saga llegó a la ruina en que está por culpa de los comunistas. Y aunque no tegan para comer, siempre tendrán una pobre « sirvienta » a quien mandar y humillar y si es posible con cofia y uniforme.
En todas partes habrá una pobre viejecita a quien visita como fantasma el ancestro de alcurnia que la limpia de su actual miseria y con el estómago vacío y sin nadita que comer de todas maneras se sentirá superior a los otros por la supuesta « nobleza » perdida. Siempre he pensado en esos tristes casos de colombianos que a toda hora, sin falta, donde estén, en cualquier fiesta o cena, en la buhardilla del exilio o el cafetín de la penuria, no cesan de sugerir que son de « muy buena familia» y hasta la saciedad lo restregarán al comensal de al lado sin saber que hacen francamente el ridículo y caen en el llamado « mal gusto ».
Esos personajes cómicos son el arquetipo del fenómeno nacional patológico y pululan en todas partes, en especial en embajadas y consulados colombianos del mundo. Es una pulsión, una manía, una sicopatía, pero es. Colombia es un país muy reciente y además con rango medio entre las naciones latinoamericanas, menor que Perú o México que sí fueron en tiempos de la Colonia grandes virreinatos con aristocracias reales indígenas y españolas que pueden rastrear sus orígenes cinco siglos sin entrar en delirios. En Colombia se da el caso de los López, quienes serían el emblema de las sagas « reales » colombianas, revividas ahora con la publicación de las memorias del « compañero jefe » traidor del MRL, Alfonso López Michelsen, donde éste pela el cobre de quienes son los verdaderos causantes de la desigualdad en el país que ha conducido a la guerra y a la violencia endémicas.
López deja ver claro el nepotismo de esa casta oligárquica que ha vivido y vive del erario, mantenidos siempre por los colombianos en puestos diplomáticos, pues al país que llegara en el mundo siempre había allí un cónsul o embajador de la familia para atenderlos como ahora en todo el mundo atienden al vicepresidente Santos y a su corte payasesca. López hace referencia en sus mediocres escritos a la « servidumbre » al servicio de la familia y a la plebe colombiana con una desvergüenza en que nunca incurrirían la reina Isabel, los borbones, los Orleans o el Príncipe Ernesto de Hannover.
Los López, involucrados siempre de abuelos a nietos en negociados como los de la Handel y La Libertad, y que han tenido dos presidentes, se han creído la familia real colombiana como lo muestran los escritos de este delfín en la Colombia jerárquica de los años 30 y 40 cuando recorría Europa y hacía estudios en París. Pero los López no son los únicos, pues hay otras familias como los Gómez, los Santos, los Santodomingo, los Pastrana, los Lleras, los Samper, los Holguín, y otras más que son y han sido los vampiros que han chupado del país y puesto a Colombia donde está, sembrada de odio y miseria.
Los arribistas y los áulicos del poder que merodean en las embajadas del mundo y en los mejores puestos públicos, « al servicio de la patria», tratan de moldearse a imagen y semejanza de esas familias supuestamente « nobles » del país, que con el apellido creen tener la presidencia, los ministerios y las embajadas garantizados de generación en generación hasta el fin de los días. Todos ellos descienden en su mayoría de arrieros, mineros, campesinos, comerciantes, artesanos, pillos, aventureros, estafadores, regentadoras de burdeles y maleantes que edificaron por desgracia una nacionalidad de asesinos y ladrones forjados en guerras civiles y luchas de clanes por el botín en la profunda Colombia del siglo XIX. Que esa oligarquía colombiana no venga a meternos el cuento de que tienen alcurnia, pues sólo se han autoforjado esa historia en su larga borrachera de poder y robo del presupuesto.
Esta pulsión es el síntoma del gran mal colombiano, de los verdaderos y profundos problemas de nuestra sociedad injusta, colonial, jerárquica, de castas. Todos los colombianos somos víctimas de nuestra propia historia y esa patología sigue viva a comienzos del siglo XXI en tiempo de nuevos delfines y clases emergentes. En el fondo las familias principescas colombianas son sólo unos pobres reyezuelos abusivos de un país con 20 millones de pobres, ocho millones de indigentes, cuatro millones de desplazados y miles de muertos en las fosas comunes esperando el esclarecimiento de sus desapariciones a manos de los paramilitares. Por mucho esfuerzo que hagan, los López, Santos, Gómez, Pastrana, Holguín, Samper, Lleras y demás oligarcas colombianos no llegarán nunca a ser como los Windsor, los Borbon, los Hannover o los Orleans, pues sólo son a lo máximo pillos de una banana república tercermundista.