lunes, 22 de enero de 2018

EL VIAJE FINAL DE DOS ESCRITORES AMIGOS

Por Eduardo García Aguilar
En fechas recientes fallecieron dos escritores amigos, uno mexicano y otro colombiano, cuya característica humana fue siempre la caballerosidad y la elegante modestia. Nada en Alonso Aristizábal (1945-2018) y en Miguel Ángel Flores (1948-2018) se relacionaba con esa carrera desbocada por el reconocimiento en la que caen tantos autores que padecen de un déficit de atención y son capaces de derribar a codazos o a patadas a sus semejantes con tal de aparecer en los primeros planos, obtener premios y buscar los efímeros y vanos aplausos del público infiel. 
Antes que todo ambos fueron lectores, amantes de los libros y de las historias y mundos que hay dentro de ellos y su pasión era la conversación en torno a un café sobre la vida y los autores preferidos. Aunque no figuraban en los podios principales y vivían con una serenidad maravillosa el hecho de no ser estrellas, había en ambos una sabia distancia frente a los ajetreos en que incurren sus contemporáneos, por lo que se dedicaban en silencio a tejer una obra polígrafa, donde la creación era acompañada con la crítica, la docencia, y la reflexión literaria. 
Con Alonso Aristizábal tenía una relación especial, pues nació en Pensilvania, ciudad del oriente de Caldas de donde provenían mi abuela materna y mi madre y al leer Un pueblo de niebla o Una y muchas guerras trataba de acercarme a esa historia desconocida de esa localidad que vivió hasta hace poco como tantas en Colombia episodios innombrables de violencia.
Tanto en Aristizábal como en mi abuela Mercedes Ramírez Cardona se percibía la melancolía, la secreta carga emocional de aquellos episodios oscuros que hacen parte del imaginario colectivo local, como la balacera de 1936 sobre la que escribe el novelista y los posteriores episodios de La Violencia anterior y posterior a la muerte de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, así como las nuevas oleadas de guerras sangrientas, que llegan hasta los recientes y tenebrosos tiempos del paramilitarismo. Aristizábal escribió además de sus novelas, el libro de cuentos Escritos en los muros, así como un volumen de poesía y varios libros sobre autores colombianos tales como Vida y obra de Pedro Gómez Valderrama y Mito y trascendencia en Maqroll el Gaviero. También ejerció la docencia y en varias oportunidades guió en sus primeros pasos a grupos de escritores que se refieren a él con agradecimiento por la forma en que analizaba sus textos y les prestaba libros que él consideraba necesarios para su formación. Será necesario ahora rastrear y publicar en un volumen los centenares de ensayos de crítica en los que se refirió con generosidad a los autores de sus generación y posteriores. 
Como ocurre siempre cuando los amigos o los seres queridos se van, la noticia de su desaparición nos confronta con todos los diálogos y encuentros posibles que no se dieron por los ajetreos de la vida, viajes, ausencias, así como los temas y preguntas que uno no abordó ni hizo en su momento, dejándonos de repente frente al hielo ineluctable de un silencio que ya es irreversible. Lo vi por ultima vez en la pasada Feria del libro de Bogotá en abril de 2017. El momento más álgido de mi relacion con él fue en 1991 cuando lo llamé desesperado a contarle la muerte de mi padre, que él conocía, y me recomendó con sabiduría "la resignación". Palabra que no olvido. Ahora toca resignarnos a su partida.
Me hubiera gustado explorar con Alonso la vida profunda de Pensilvania, donde vivieron parte de mis ancestros, localidad a donde nunca he ido pese a que allí transcurrió parte importante de la vida de quienes me antecedieron y cuyo mundo describe Aristizábal en su obra principal. Se trata de ese extraño mundo del oriente del departamento de Caldas, poblado en varias oleadas sucesivas por colonizadores provenientes de los vecinos pueblos del sur de Antioquia, un mundo agrario marcado como toda la región por el cultivo del café y la belleza paisajística y boscosa de la naturaleza templada. Alonso murió de manera súbita en Medellín y se fue tan discretamente como vivió. 
En lo que respecta al poeta y ensayista mexicano Miguel Ángel Flores, desaparecido como Aristizabal en el transcurso de este enero de 2018, tuve la fortuna de reunirme muchas veces con él a lo largo de los tres lustros que viví en la capital mexicana. Oriundo de la Ciudad de México, Flores estuvo ligado a la Universidad Autónoma Metropolitana, donde participó en incontables aventuras editoriales y académicas y también fue diplomático en París durante una temporada, por lo que compartíamos el amor por las letras francesas de todos los tiempos.
Obtuvo con el libro Contrasuberna el Premio Nacional de poesía de Aguascalientes en México en 1980 y publicó muchos libros de ensayos, entre ellos el reciente Horas y deshoras, donde recopila textos de periodismo cultural publicados en la revista Proceso y en otros medios, así como su antología de Poetas checos y sus evocaciones de Praga. Tradujo a los poetas portugueses Fernando Pessoa y Cesario Verde y a los checos Jaroslav Seifert y Vladimir Holan. Su poesía personal incluida en unos diez volumenes cortos es tersa, decantada y casi transparente como lo atestiguan las pinceladas de sus poemas Venecia, Nueva Amsterdam o Regreso a casa.
Con Miguel Ángel Flores, quien estudió economía como muchos poetas del mundo, entre ellos Wallace Stevens y T. S. Eliot, nos reuníamos con frecuencia en algún restaurante del centro histórico de la Ciudad de México, en esos sitios donde a lo largo del siglo XX se encontraban a charlar los funcionarios amantes de las letras de diversos ministerios o instituciones tradicionales como el Banco de México y, por supuesto, el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob en su tiempo. 
A diferencia de muchos autores de su generación, gustaba vestir de manera impecable, con trajes muy bien cortados y recién extraídos del pressing, lucía corbata, a veces corbatín y camisas muy blancas de cuello almidonado. Era un capitalino esencial como tantos de esos intelectuales que a la vez trabajan en las oficinas gubernamentales y aman el arte y las letras y las tradicionales librerías de viejo de Donceles, a donde solíamos ir juntos en busca de sorpresas e incunables baratos.
Como fue un gran viajero y curioso de las letras mundiales y latinoamericanas, en nuestras conversaciones siempre estaban presentes los autores clásicos colombianos como José Asunción Silva, Guillermo Valencia, Aurelio Arturo, Álvaro Mutis o Fernado Charry Lara y por supuesto planeaba siempre la presencia intangible del Premio Nobel Gabriel García Márquez y de su amigo Carlos Fuentes, a quien Flores admiraba y sobre quien escribió.  
Ahora que se ha ido este amigo mexicano celebro con él la alegría de compartir la mesa al calor de la literatura y el vino, con esa cortesía y generosidad de donde estaba excluida cualquier competencia, intriga o emulación literaria. La mesa y la conversación en la tarde y la despedida frente al palacio de Bellas Artes a la hora en que los ajetreos de la enorme metrópoli se hacían cada vez más irrespirables. Vivía en un barrio alejado, en una de esas colonias viejas de la capital donde compartía y tenía el cuidado de su familia. La enfermedad lo rondó mucho tiempo, pero él la encaró siempre con dignidad y entereza. Miguel Ángel Flores y Alonso Aristizábal sin duda eran santos e irán al cielo de los poetas a juntarse con Fernando Pessoa, Withman, Verlaine y Constantin Cavafis.
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 21 de enero de 2018.

domingo, 7 de enero de 2018

EL ESCÁNDALO CÉLINE

Por Eduardo García Aguilar
De nuevo, como ocurre de manera cíclica, se desata el escándalo en torno a los escritos antisemitas del novelista Louis-Ferdinand Céline, cuando la editorial Gallimard prepara la edición de tres largos panfletos infames por los cuales el autor colaboracionista fue condenado y tras la Liberación tuvo que huir a Sigmaringen en Alemania y luego a Dinamarca, y a su regreso vivir el resto de su vida marcado por la indignidad bajo la protección de su última mujer, la bailarina Lucette, quien aún está viva y tiene 105 años.
Nadie niega la maestría de su famosa novela Viaje al fondo de la noche (1932), una de las grandes del siglo XX al lado de la monumental En busca del tiempo perdidode Marcel Proust, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, La montaña mágica de Thomas Mann, las obras de Kafka, Roth, Svevo, entre otras muchas, según el gusto de los lectores.
Con una prosa febril, incansable, Céline (1894-1961) logra adentrarse en la vida de la gente y el turbio corazón humano a través de los viajes por varios países y las exploraciones y descripciones de los pacientes que atendió como médico en el barrio popular de París donde tenía su gabinete. Como esa obra, Muerte a créditoy otras posteriores confirmaron su maestría, lo que lo llevó a obtener premios y el reconocimiento de la crítica.
Pero como otros escritores franceses notables de la época, tales como Drieu la Rochelle, Robert Brasillach y Ramon Fernandez, Céline adhirió con júbilo a la invasión nazi de su país con total convicción no sólo antisemita sino ideológica y participó en giras, reuniones y colaboró denunciando y azuzando a la persecución de los judíos, miles de los cuales, entre ellos niños y ancianos, fueron detenidos, sacados de escuelas y casas y deportados en los famosos trenes de la muerte hacia los campos de concentración, de donde nunca volvieron.
El antisemitismo es una tradición ancestral anclada en el imaginario de la cultura francesa y europea, y sólo en algunos momentos como en los tiempos de la Revolución y cuando las repúblicas laicas fueron aceptadas en el país con plenos derechos, aunque partidos políticos de extrema derecha, borrachines de cantina e ideólogos seguían y siguen justificando o negando de manera larvada el Holocausto.
Basta revisar las obras de algunos novelistas y ensayistas franceses de todos los tiempos para encontrar rastros de ese absurdo y pertinaz odio por los individuos pertenecientes a un pueblo perseguido en todas partes y provenientes desde las zonas más profundas del Este europeo unos o de las capitales mediorientales, donde se refugiaron los sefardíes y donde convivieron a veces en paz y otras llevados al éxodo de país en país o fueron víctimas de genocidios. Como los judíos, otros pueblos de diversos orígenes han corrido también con la misma suerte y lanzados al éxodo.
La competencia entre algunos autores de renombre y hasta clásicos es en el nivel de la infamia, la fuerza de las palabras discriminatorias y el ardor de la inquina y la imprecación. Por ejemplo, en un libro sobre catedrales góticas, museos y obras de arte escrito por el decadente autor de fin de siglo XIX Joris Karl Huysmans uno descubre de repente con estupor cómo esa inteligencia se enciende en insultos y epítetos atroces, en improperios e injurias devastadoras contra los judíos que no son necesarios ni pertinentes dado el tema tratado y se riegan como veneno de manera absurda sobre páginas magistrales.
Lo mismo ocurre con Céline y toda una serie de autores que incluso en la actualidad siguen practicando el arte de la injuria contra ese pueblo, acusándolo de todos los males y defectos y describiendo a sus individuos basados en prejuicios que no tienen ningún asidero y llegaron a su culmen con Mi lucha de Adolfo Hitler —cuya edición crítica reciente en Alemania causó igual polémica—, y con la organización del exterminio industrial de ese pueblo ordenado por el Estado nazi.
Céline y los autores colaboracionistas han vivido después en un limbo azufroso. Cuando uno se encuentra en alguna librería de viejo con esos títulos, muchos de los cuales no han sido editados hace tiempo, uno se pregunta cómo personas ilustradas y de talento pueden hundirse en reacciones tan primarias y dejarse llevar por el odio hasta niveles tan repugnantes e inhumanos.
Porque los defectos humanos son universales por encima de orígenes étnicos o colores de piel. La codicia por el dinero, la envidia, el deseo de acumulación, la avaricia, la usura, el belicismo y todos los pecados habidos y por haber son practicados por individuos de todos los pueblos y son inherentes al hombre en general, árabes, judíos, indios, latinoamericanos, africanos, rusos, europeos, estadunidenses por igual y sin distingo. ¿Por qué entonces imputárselos sólo a un pueblo estigmatizado desde hace milenios como el judío?
Todos esos temas saltan a la palestra ante la probable edición conjunta de esos panfletos atroces con base en una publicación canadiense reciente de los mismos y que, según los críticos, deben ser publicados con un aparato crítico riguroso que explique el contexto.
La viuda de Céline, que hasta ahora fue firme por deseo de su marido en no dejar reeditar esos libros que les causaron tanta desgracia, al parecer aceptó, por fin, su salida, pero otros dicen que mejor valdría la pena esperar a 2032 cuando ya entran en Francia a la esfera pública para preparar una edición impecable.
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* Publicado en Excélsior. Expresiones. México. 7 de diciembre de 2018.