Eduardo García Aguilar
En 2001, cuando participó en el popularísimo programa de telerrealidad Star Academy, Olivia Ruiz se destacó ya entre las estrellas de pacotilla que inventaba el programa al vapor, por sus ojos negros españoles, la mirada pícara de brujita del sur y la gracia de los gestos y movimientos de su fragilísimo cuerpo, siempre enfundado en jeans desleídos y camisa de lanilla a cuadros, emisor de una vocecilla valiente, aguda y original.
Su participación en el circo romano de la farándula televisiva francesa fue impecable por el profesionalismo y la fuerza con que nadó entre las terribles intrigas del show bussines. Muchos telespectadores, aunque no la mayoría, estábamos ya seducidos por ella, gracias a la sensualidad a flor de piel, el leve acento de origen español y la leyenda de su origen: la muchachita forastera de las provincias del sur, en la frontera con España, que sube a triunfar a París como en las novelas y en las biografías de las divas de antaño.
Por supuesto fue eliminada por cantantes de una espectacular mediocridad y ocupó el cuarto lugar en el concurso, pero desde entonces se creó entre ella y el público francés una historia de amor que ha llegado a su clímax en esta primavera de 2009, cuando aparece fotografiada al lado de la gran Julliette Greco, la musa de los existencialistas, que a los 80 años ha expresado su admiración por esta niña a la que le lleva la enorme distancia de más de medio siglo, aunque parecen contemporáneas.Todo esto ha sido posible por la súbita mutación del gusto. En la primera década del siglo XXI se dio una peculiar revolución en el mundo de la música popular francesa dominada por tontas comedias musicales: los jóvenes de la llamada chanson française, que cantan en las tabernas juveniles y los cabarets de París y provincia experimentando y haciendo poesía se fueron adueñando de los grandes podios, desplazando por fin a esa música pop gritona y formateada que promocionaban las grandes casas disqueras para adolescentes bobas.
De repente las estrellitas creadas a fuerza de campañas de imagen fueron desplazadas por verdaderos artistas que escriben sus propias canciones, exploran con músicos e instrumentos extraños y se identifican con un arte musical cercano a la poesía y a la rebelión, distinto por su tono a la hegemonía del rock anglosajón de los años sesenta y setenta. Porque igual que en la poesía o en la novela, el verdadero reto es abrir nuevas ventanas y cambiar el canon. En el último lustro volvieron con fuerza la palabra y la música a través de una pléyade de artistas creadores auténticos nacidos en los años ochenta, que generan un extraño onirismo de circo o retornan a una intimidad urbana de hijos desolados de un mundo implacable. La canción volvió a decir algo de verdad, a rescatar olores y sabores, la ternura de los viejos, la soledad de la urbe y no esas letras convencionales de amor patético y gritón para fanáticos sin cerebro.
Fue un proceso lento pero triunfal el que rescató a la canción francesa de décadas de frivolidad y mediocridad exasperantes encabezadas por Claude François y sus claudettes y las starlettes olorosas a naftalina lanzadas por Universal y Emi. Y en ese campo se dio el éxito imparable de la bella franco-española, que escribe sus propias canciones y recurre por su propia voluntad a músicos que la llenan y con quienes convive desde sus inicios a los 15 años en los bares del sur al lado de un acordeonista.
Con "La mujer chocolate" Olivia obtuvo una Victoria de la música en 2005 y el disco de diamante por superar el millón de ejemplares vendidos, algo excepcional en tiempos de crisis. Se instaló entonces en las alturas de Montmartre, donde reina sobre París y Francia como en su tiempo ocurrió con su mentora la legendaria Juliette Greco. Enormes fotos suyas, donde figura en un columpio con una bata circense cuelgan ahora de las grandes paredes de los almacenes cercanos a la estación Saint Lazare con motivo de su nuevo disco "Miss Meteores" y anoche la recibió con honores el animador Nagui en su importante programa Taratatá, ventana donde desde hace más de una década difunde las nuevas expresiones musicales del mundo y a artistas nacientes de Estados Unidos, Islandia, Alemania, Canadá, Suiza, Inglaterra, Dinamarca, Suecia o Noruega y otros lugares.
Su primer disco se llamó "J’aime pas l’amour" y sólo vendió 50.000 ejemplares. Yo fui a verla por supuesto cuando cantó aquí cerca en una librería ante unas 50 personas una tarde de promoción. No era nadie y se entregaba completa a nosotros creyendo en su arte. Pero ahora, lejos de la Star Academy, la historia es distinta: ¿en qué consiste el extraño encanto de Olivia Ruiz, nacida en la medieval ciudad amurallada de Carcassonne el primero de enero de 1980? Sin duda su fidelidad al arte y a los dictados de la creación.
Ha trabajado antes con The Cramberries, Lenny Kravitz, la compositora Juliette, Chet, Weeper Circus y ahora con Coming soon, The Noissettes, Lonely Drifter y Karen, entre otros. Sus músicos sacan de raros instrumentos sonidos inéditos y su gramática musical se desvía por caminos inusitados como pesadillas de niños perdidos en bosques encantados de Freddy Kruger o sótanos terríficos gobernados por el mundo de Tim Burton y Johhny Deep, al lado de Eduardo Manos de Tijera y Charly and the chocolat factory. Es el inevitable cambio de rumbo de las generaciones, la ley de la renovación inevitable que ya hace ver muy viejos a los Beatles y a los Rolling Stones, tan viejos como abuelos de un acelerado siglo ido, lejano, color sepia, mustio.