Por Eduardo García Aguilar
Alfonso Reyes fue uno de los más
notables escritores y humanistas latinoamericanos (1889-1959), que
dedicó su vida a crear puentes y vasos comunicantes permanentes entre
las letras latinoamericanas y europeas al calor de la maravillosa lengua
castellana, de la que fue un gran defensor y difusor.
El
autor de "Visión de Anáhuac", "Simpatías y diferencias", "El deslinde" e
"ifigenia cruel" fue un hombre dedicado al ejercicio de la literatura
en todas sus facetas, como una forma de conjurar los fantasmas de su
época, marcada por dictaduras y revoluciones sucesivas que vivió desde
muy temprano, pues su padre, el general Bernardo Reyes, fue protagonista
de esos acontecimientos y murió acribillado al intentar tomar el
Palacio Nacional, en 1913, en medio de turbias intrigas políticas.
Antes
de la Revolución ya había conocido a ese otro gran humanista, el
dominicano Pedro Henriquez Ureña, junto al cual inició en el Ateneo de
la Juventud intensas actividades académicas y creativas que se difundían
en revistas de comienzos de siglo XX, como la recordada Savia Moderna.
A
raíz de la catástrofe política de su país y afectado por la muerte de
su padre, Reyes fue enviado en un velado destierro a París, donde inició
su larga carrera diplomática. Allí tomó contacto con las letras
francesas en medio del auge artístico que ardía en ese entonces en
barrios como Montparnasse, donde conoció a la legendaria Kiki de
Montparnasse, quien le hizo una divertida caricatura que se muestra en
el catálogo. Y desde entonces tejió lazos con los hispanistas franceses
encabezados por Valéry Larbaud, el autor de Fermina Márquez.
Pero luego Reyes fue cesado junto a todo el cuerpo diplomático mexicano y por fortuna recaló en la Madrid de la época, ciudad que buscaba conquistar con el talento de su escritura. Allí traba relaciones múltiples con escritores como Enrique Díaz Canedo, Juan Ramón Jiménez, Amado Alonso, Jorge Guillén, Américo Castro y se dedica a publicar, traducir y escribir artículos para la prensa y las revistas literarias.
Pero luego Reyes fue cesado junto a todo el cuerpo diplomático mexicano y por fortuna recaló en la Madrid de la época, ciudad que buscaba conquistar con el talento de su escritura. Allí traba relaciones múltiples con escritores como Enrique Díaz Canedo, Juan Ramón Jiménez, Amado Alonso, Jorge Guillén, Américo Castro y se dedica a publicar, traducir y escribir artículos para la prensa y las revistas literarias.
A
partir de 1920 reanuda su carrera y desde entonces, a lo largo de su
vida, fue embajador de México en Francia, Brasil y Argentina, países
donde se dedicó a difundir y hacer vibrar el español y a establecer
puentes con todos los hombres de pensamiento de un lado y otro del mar.
En Buenos Aires conoció a Victoria Ocampo, quien dijo que "algo muy
especial en Alfonso Reyes era su sonrisa; sonrisa como de inteligencia.
Alguna vez escribió que había sido coleccionista de sonrisas y que dejó
de serlo porque un día se sorprendió dando un pésame con una sonrisa
(...). Entonces empezó a desconfiar de la sonrisa y se hizo
coleccionista de miradas".
En Brasil tuvo la difícil tarea de acercar en los años 30 a ese enorme país con la cultura latinoamericana hispanófona, ya que en ese entonces ambos mundos carecían de puentes sólidos y casi se daban la espalda, como lo indica Regina Crespo en un ensayo del catálogo sobre la vida diplomática del mexicano.
En Brasil tuvo la difícil tarea de acercar en los años 30 a ese enorme país con la cultura latinoamericana hispanófona, ya que en ese entonces ambos mundos carecían de puentes sólidos y casi se daban la espalda, como lo indica Regina Crespo en un ensayo del catálogo sobre la vida diplomática del mexicano.
Fue un modesto y generoso que abogó por una escritura diáfana y transparente
capaz de comunicar las ideas con serenidad y hondura. Más que brillar
deseaba comunicar y abrir puertas a libros ignorados o autores
olvidados. Con Reyes el artículo, el ensayo, el fragmento, el poema,
parencen flotar de tan livianos y esenciales, por lo que alguien dijo,
sin ironía, que fue tan modesto y generoso en su ejercicio gozoso de
escritor que no quiso escribir ninguna obra genial.
Al regresar a su país en 1938 fue clave en la fundación de nuevas
instituciones como el Colegio de México, fundado con la participación de
importantes autores y pensadores del exilio español, y reinó luego
desde la llamada "Capilla Alfonsina", su residencia situada en el barrio
de la Condesa, enorme lugar casi sagrado donde tenía una biblioteca,
cientos de objetos coleccionados en sus viajes, miles de cartas y donde
escribió sin cesar y recibió a toda la intelectualidad de la época y a
los jóvenes que lo admiraban mientras se iba extinguiendo o era asediado
por los ataques cardíacos.
Reyes era
un hombre redondo, bajito, de bigote, de buenas maneras, tolerante,
nunca tentado por los excesos ni por los extremos, algo que hoy no es
muy común entre sus congéneres latinoamericanos o españoles.
Estaba
atento a la creación de sus colegas, listo a traducir clásicos o autores
contemporáneos, ejercía la poesía, el teatro y en múltiples textos
abordó temas que iban hasta la culinaria. Fue un tejedor de palabras y su ejemplo puede ser útil ahora cuando
la aceleración mercantilista y utilitaria de la literatura impide
reflexionar a fondo o gozar de los fragmentos y los destellos de la
lengua en movimiento.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 22 de mayo de 2022.