Carlos Fuentes dedicó toda su vida infatigable a abrir caminos y ventanas a traves de su ágil prosa moderna, una de las más innovadoras, curiosas y rebeldes del boom al lado de la de Julio Cortázar, cerca del cual reposará en el cementerio parisino de Montparnasse.
Su obra es vastísima: novela, relato, cuento, ensayo, teatro, panfleto político, aforismos, reflexiones. Vivió intensamente la literatura y fue un humanista de izquierdas, sensible a lo que ocurría en América Latina y siempre alerta ante las derivas de un capitalismo a ultranza egoísta y autoritario.
Merecía de sobra el Nobel de literatura, pero las intrigas políticas de sus adversarios lograron que la Academia Sueca lo ignorara. Apenas ahora empezaremos a enteder su importancia y a experimentar la falta que nos hará por su insaciable modernidad y curiosidad, su cosmopolitismo, generosidad y batallas quijotescas.
Lo leí por primera vez siendo un adolescente, cuando cayó en mis manos una edición de Cambio de piel, publicada por Mortiz, cuyo olor y textura de papel no olvido. Sus reflexiones sobre la literatura latinoamericana en los años 60 y 70 lo mostraron también en ese momento como un excelente crítico y observador de los cambios que se experimentaban en la narrativa continental, cuando conquistaba a Europa y al mundo.
Después me maravillé ya viviendo en México con el ambiente de Aura y sus exploraciones varias sobre la capital mexicana, donde viví tres lustros, y que reconocí y palpé en muchos de sus textos. Luego siguieron tantas obras suyas, unas notables, otras menos, en las que no temía experimentar hasta el delirio y derivar por los laberintos temibles y las olas desbocadas de la prosa. Un narrador también tiene derecho a esquivocarse y él no temía fallar.
Vivía de ciudad en ciudad, fue un diplomático elegante y notable de su generación y además de novelista y cronista, como abogado y estudioso de las ciencias políticas, fue atinado conocedor de los problemas geopolíticos. Con él se dialogaba siempre sobre las peripecias del mundo y por fortuna fue de una sola pieza en sus convicciones sociales, aunque algunos adversarios lo calificaran injustamente de "dandy guerrillero".
Amaba París y sus callejuelas y decidió quedarse para siempre allí en el Cementerio Montparnasse, donde como algunas criaturas del reino animal construyó su propia tumba con anticipación, al lado de Tristan Tzara, Topor, Cortázar, Sartre y Beauvoir.
Nunca olvidaremos su sonrisa, ese aire tan mexicano, tan veracruzano, tan chilango, tan trotamundos, tan judío errante. Es uno de los grandes autores latinoamericanos del siglo XX, en la tradición de la poligrafía y el humanismo y su valor como escritor crecerá poco a poco porque su obra estaba llena de vida, no era una construccion artificial de cartón piedra ni estaba atada por retóricas apolilladas a los cánones usuales.
Es un ejemplo para todos los escritores latinoamericanos: su ambición literaria no tenía límites, cada día acrecentaba su obra, llenaba páginas y en sus archivos siempre había proyectos imaginarios.
Abierto, tolerante, siempre atento a los otros, estuvo del lado de la sociedad y combatió a las derechas abusivas e intolerantes que dividen y discriminan. Y en la prosa vivió en la nave del relámpago eligiendo los caminos más escabrosos e impredecibles.
Nunca tendremos los latinoamericanos palabras para agradecerle su presencia en nuestras vidas y como alguien dijo, lo veíamos tan activo, tan invencible, que pensábamos que era inmortal y siempre estaría allí seduciéndonos con su palabra y su presencia. Hacía poco estuvo en Cartagena de Indias bronceado y activo hablando con el público del Hay Festival y una semana antes de su súbita muerte discutía y reflexionaba en Buenos Aires como sabio que espera el ineluctable fin, pero siendo fiel a ese joven que ya era conocido en el mundo al albor de los años 60 por La region más transparente y La muerte de Artemio Cruz.
Una amiga periodista lo vio hace poco en el restaurante Lipp de París en Saint Germain de Prés y me dijo que bromeó mucho cuando algunas de las jóvenes presentes le decían que seguía siendo muy apuesto y hubieran querido tener un affaire con él. El erotismo fue uno de sus temas y en su obra el sexo, el cuerpo y el amor estuvieron siempre presentes, como en Diana o la cazadora solitaria, donde el Don Juan o el Casanova inveterado que había en él relata su affaire con la bellísima y malograda Jean Seberg, la que vende el Herald Tribune por las calles de París y ama a un inolvidable malevo llamado Belmondo.
Fuentes fue un personaje de nouveau roman y del cine de la nouvelle vague. Un héroe de esa gran
década revolucionaria de los 60, donde todo cambió y que aún dicta paradigmas culturales en pleno siglo XXI. Una estrella de rock. Fue también uno de los mejores amigos y cómplice de Gabriel García Márquez, con quien trabajó en su juventud haciendo guiones de cine. En cierta forma fueron hermanos y vecinos durante 50 años. También estuvo cerca de Milan Kundera, con quien tiene analogías literarias.
Era de la estirpe de los modernos. Supo del dolor más atroz al perder a dos de sus hijos y enfrentó las tragedias como un grande casi bíblico, hasta que la parca se lo llevó en México D.F. La innombrable lo hubiera podido fulminar en cualquier otra ciudad del mundo, pero escogió a la que fue "región más transparente del aire" como lugar para darle la última estocada.
Lo extrañaremos siempre y en el futuro será leído por los modernos de otras épocas por venir. Literatura en carne viva, fuerza proteica de la prosa, espíritu abierto y tolerante como los grandes humanistas desde Erasmo y Voltaire hasta los de hoy y del mañana.