sábado, 4 de agosto de 2012

CUSCÚS ARABE EN BELLEVILLE

Por Eduardo García Aguilar

Ahora en estos tiempos de celebración de las festividades musulmanas del Ramadán, visité Belleville, uno de los barrios populares más bellos de París, donde vive una población mixta de todos los orígenes mundiales, pero predominan árabes y africanos de las excolonias que, por derecho ancestral propio, pertenecen a la nación francesa.

El bulevard Belleville es uno de los más pintorescos y maravillosos lugares de la ciudad, donde los olores y colores orientales nos hacen viajar en un instante a Marruecos, Túnez, Argelia, Egipto, Libia y otros lugares mediterráneos donde hoy reina la religión de Mahoma, pero antes dominaron los faraones, Alejandro Magno el macedonio, los romanos y posteriormente las potencias europeas.

Estigmatizados por los nostálgicos del nazismo o por los cavernarios racistas que aún creen en las razas superiores y puras, los árabes son las personas más sencillas y conviviales y sabias y basta sentarse en el café El Sol bajo el suave bochorno del verano para ver pasar ancianos y ancianas que en sus frentes y miradas expresan la sabiduría de los pueblos sufridos y milenarios.

Ahí en ese lugar típico del barrio donde viví unos años hace tiempo, se dan cita jóvenes y viejos para disfrutar de esta avenida amplia, arbolada, y tomar una cerveza o el delicioso y dulce té oriental de menta que alegra los estómagos y los espíritus.

El patrón de amplio bigote me lleva a la barra para que me tome ahí una foto como si fuese el barman de aquel sitio cuyas paredes estan cubiertas por murales coloridos y festivos de todos los colores y donde suena la deliciosa melodía de la lengua árabe.

Porque los árabes u otras etnias del sur del Mediterráneo aman la fiesta, el tamborileo, la danza de la etnia gnaua marroquí poseída hasta el delirio en homenaje al cuerpo africano de donde proviene, la música de los instrumentos de cuerda y las voces agudas que invocan las tardes interminables en los oasis al calor del dulce dátil y la pastelería meliflua que comunica al paladar con el azúcar del planeta tierra.

Al lado del típico café El Sol, mi preferido, se suceden a lo largo de la avenida uno tras otro los bares desde donde salen las músicas variadas y al frente, cruzando el bulevar, se suceden por su lado los restaurantes de cuscús y tagine, cuyo olor nos llega a la mesa y nos obliga a levantarnos como hipnotizados y cruzar la calle para escoger entre las distintas variedades de la exquisita preparación: tagines variadas, cuscús pollo, cuscús merguez, cuscús cordero, cuscús res o cuscús real que los reúne a todos.

Como durante el Ramadán los musulmanes no pueden comer durante el día, deben esperar hasta la noche para ceder a los impulsos provocados por la fatiga y el hambre rituales. Por eso esta noche los restaurantes todos están llenos de gente y hay cola afuera para merecer una mesa.

Los culinarios del norte de Africa han desplegado en estos días todas sus cualidades para satisfacer a la clientela, que a su vez es tribal y familiar. Todos son primos de alguna u otra forma y para homenajear a Alá, en cuyo nombre se ha hecho el sacrificio del ayuno, los encargados han sacado los mejores manteles y se han aplicado a realizar las mejores preparaciones con la mayor calidad posible, como lo atestiguan los aromas que inundan la calle y siembran felicidad y plenitud en transeúntes y curiosos.

Niños, abuelos, madres, hijas, primos, tíos, todos al unísono festejan la cena y toda la calle se llena de mujeres trajeadas con los largos faldones y los chadores y burkas y mantos prescritos para las hembras por la estricta tradición religiosa machista que se remonta al siglo séptimo de nuestra era y surgió en los desiertos de Arabia y Africa, en el centro de las carvanas de camellos que recorrían las ardientes arenas milenarias.

Me he sentado por fin y he pedido un cuscús merguez, que tiene como centro ese largo chorizo de cordero que reina sobre el plato típicamente magrebí, compuesto por sémola de grano y servido con salsa y verduras, como bien dice el diccionario de la Real Academia de la lengua española, una lengua que es más árabe de lo que creemos.

Después de degustarlo poco a poco y saciar el hambre, pasé a las tiendas de abarrotes del al lado que han sacado a la calle todos los dulces, pasteles, frutas y delicias azucaradas inimaginables como dátiles, uvas pasas, cremas de cacahuate o maní, y pastelillos de infinitas variedades envueltos en miel. La gente saca las sillas a la calle y conversa en la cálida madrugada al son de la música oriental.

Y al final he rematado con un té de menta en esta noche de viernes que me ha hecho sentir más árabe que nunca, porque los hispanos, los hispanoamericanos, a quienes ellos nos tratan muy bien, tenemos todos en nuestras venas la sangre que viajó en los barcos de los conquistadores y se remonta a miles de años de dominio oriental en casi toda España, cuando reinaron allí los Omeyas hasta la caída del último rey moro de Granada, Boabdil, en 1492. Un dominio que brilla aún por los altos niveles de cultura logrados por esa civilización que ahora lucha por deshacerse de los fanáticos.