Por Eduardo García Aguilar
El corazón de
las tinieblas es el título de una de las importantes novelas del polaco-inglés
Joseph Conrad y base argumental de la película Apocalipsis Now de Francis Ford
Coppola. Más allá de sus certeras cualidades narrativas y la tensión incsante
que alimenta sus páginas, este pequeño texto es una parábola significativa del
mundo moderno, de las consecuencias a donde nos lleva la locura y la soledad.
Kurtz, el personaje que figura como sombra
oculta desde el comienzo de la novela y que todos mencionan con temor y lástima,
es un brillante hombre administrativo, encargado por una empresa mercantil de recolectar
la mayor cantidad de marfil, pero que en su desenfrenada carrera de codicia en
las espesuras de la jungla, pierde la razón y decide aprovecharse de la visión
mítica que de él tienen los salvajes nativos de la selva africana, para alimentar
sus delirios.
Obcecado por el poder, por la fuerza
incontenible y desmesurada que le otorgan los ignaros selváticos, Kurtz se
envuelve en la violencia y en la sangre con saña mística, como si el poder
fuera un fin en si, cuya moral acepta y destruye la vida humana, sin medida ni
límite. La descripción de la odisea es relatada por un viejo marinero que
recuerda su misión. El relato se pierde en descripciones preciosas y profundas
de la lucha de la embarcación con los torrentes violentos del río, se interna
en la personalidad de tantos personajes disímiles ahogados por la ambición y
por el celo mutuo, contoneándose por sinuosos presagios de muerte y misterio.
Parábola de la vida y la muerte, El corazón
de las tinieblas es sin duda algo más que un río sinuosos y las flechas que los
salvajes lanzan desde la ribera. Es en cierta forma la descripción del
transcurso de la humanidad hacia la locura de la sangre, encarnada en ese
hombre de calvicie pronunciada que es Kurtz y quien ya al borde de la muerte,
carcomido por la enfermedad, se afirma en el rito sagrado de la sangre, con
apoyo de la bestia calibanesca de la plebe. “Vivimos solos, como soñamos”, dice
uno de sus personajes. Solos, en el transcurso, como las rutas del sueño, como
las rutas del delirio.
Es también El corazón de las tinieblas la
magistal descripción del colonialismo decimonónico en las junglas de África, el
cuadro pincelado con detalles miniaturizados de ese conflicto entre dos razas,
una de las cuales apenas merece el título de seres vivientes. El negro del
Africa, torturado hasta la saciedad, el negro que muere dejando una triste
mirada vidriosa mientras se aferra a la flecha larga que le atraviesa el tronco
y sale de él como el tallo fogoso de una planta joven.
Ford Coppola intentó adaptar la historia a
un tema que marcó a su generación, la guerra de Vietnam, uno de los grandes
horrores de la segunda mitad del siglo XX. El Kurtz de la película sería uno de
los militares estadounidenses que seducidos por el horror terminan saliéndose
del redil e instalan en medio de la selva su propio reino de las tinieblas,
implacable, solitario, animado por una moral propia, suya, negra, oscura como
su vocación y las huellas malditas de su propia estirpe originaria.
El corazón de las tinieblas está aquí
presente a nuestro lado y transcurre repitiéndose como el común denominador del
succeder humano. Inatajable, prolífico, rojo, negro, blanco, toma los carices
camaleónicos del tiempo moderno y se viste de presidentes, secretarios de
estado, magantes, bandidos de jungla o asaltantes de caminos. Conrad, que vivió
durante años inmerso en la soledad que lleva el marinero a cuestas, comprendió
muy bien al género humano como para poder describirlo con el óleo de su pluma
magistal.
Conrad tuvo tiempo para meditar en medio de
la inmensidad salitrosa del mar, en el camarote, en la soledad del mando, en la
lucha contra tifones y huracanes sobre todos los motivos del lobo humano, como
diría Rubén Darío en su poema Los motivos del lobo. Esa sabiduría colocada por
encima de los intereses banales de una política efímera e ilusoria, podía
vestirse de conservadurismo, pero atinaba a develar sombras y pulsiones íntimas
de la humanidad.
La lectura renovada de este pequeño libro,
obra maestra de la novelística mundial, nos sirve para tomar distancia de los
aconteceres contemporáneos y entender que la repetición de la tragedia es
continua, siempre sedienta de triturar y devorar vidas en un vacío de sombras.
Allí donde reina la muerte, reina el sopor
de los tifones, la soledad de los
silencios del bosque, el misterioso ajetreo de las fuerzas naturales. El mundo
es y será el corazón de una extraña tiniebla y es necesario por lo tanto aprender
a distinguir las formas de su transcurso entre la tenebrosa oscuridad de la
historia.
Conrad escribió muchas obras maestras y su
vida de viaje le sirvió para recolectar todo tipo de caracteres humanos,
personajes, paisajes, tramas, situaciones, dramas, desenlaces, que plasmó como
si fuera el aeda ciego de las batallas homéricas.
Su prosa impecable, seca, desprovista de
inútiles adornos, va directo al grano, al corazón, a la pulpa de la existencia
y de la humanidad. Con su obra rompió fronteras y nos demostró que el horror causado
por el hombre es el mismo en todos los confines donde atracaron sus barcos. El
escritor dio muchas veces la vuelta al globo por el mar y de sus vivencias de
marinero y capitán extrajo el más fascinante retrato del hombre y sus
tragedias. Conrad debe ser nuestro autor de cabecera y su lectura permanente
nos despierta siempre de la enajenación a la que conduce la antropolatría, la
fe ciega en la superiedad del homo sapiens sapiens, que de sapiens tiene poco y
mucho más de hiena.
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* De la serie Textos nómadas.