Por Eduardo García Aguilar
No lejos del castillo donde estuvo preso el Marqués de Sade, existió durante tres lustros en el bosque del mismo nombre la Universidad de Vincennes, experimento cultural subversivo surgido del movimiento de mayo de 1968, que fue un hito para la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XX y reunió en su seno, bajo la orientación de Michel Foucault, Gilles Deleuze y François Châtelet, entre otros, a la pléyade de la contracultura francesa de su tiempo.
Fue tal el éxito autogestionario y popular que se dio en sus aulas situadas en medio del bosque de Vincennes, junto a un zoológico, que las autoridades, presas de pánico, la mandaron demoler para que no quedara piedra sobre piedra y las futuras generaciones no supieran nunca que había existido una Sodoma y Gomorra del pensamiento y el saber alternativos, pese a que las ideas y actitudes generadas allí se volvieron moneda corriente en las grandes y pequeñas universidades del mundo desde Berkeley a Sydney y desde la Patagonia al estrecho de Behring.
Todas las calumnias abundaban en la prensa retardataria del momento, que acusaba al lugar de ser antro sexual donde los profesores daban clase a estudiantes desnudos que hacían el amor en las aulas, ser un centro de tráfico de drogas y paraíso del hachís magrebí, protector de adolescentes fugados, además de cueva de Alí Babá receptora de negros, asiáticos, « terroristas » italianos y alemanes, sudamericanos, rusos y árabes depravados, melenudos y sucios.
Escuchar durante horas a Châtelet, Deleuze y Guattari, ver a Jacques Lacan con su maletín negro deambulando esporádicamente por los corredores, participar en las más descabelladas discusiones después del cous-cous para salvar a los países de la periferia, observar el agite de los estudiantes de cine cuando anunciaban la llegada de Pier Paolo Pasolini, discutir sin trabas sobre los horrores de los totalitarismos soviético, camboyano, cubano y chino y tener ecos de todas las ideas posibles, me fortaleció en la convicción de que se debe defender a toda costa la laicidad, la libertad y la tolerancia.
Todo eso ocurría ahí entre el mercado persa que los estudiantes franceses, europeos y tercermundistas instalaron en los corredores y patios de la Universidad. Entre el olor de chorizos magrebíes y el tamborileo de las músicas africanas, unos 30.000 estudiantes acudíamos entusiastas a pasar el día en ese universo donde se discutía sin cesar hasta altas horas de la noche sobre la guerra de Vietnam, el surrealismo, el feminismo, el hombre unidimensional, el Antiedipo, el judaísmo y el islamismo, el psicoanálisis, la belleza del mestizaje y el desarrollo desigual.
No lejos del castillo donde estuvo preso el Marqués de Sade, existió durante tres lustros en el bosque del mismo nombre la Universidad de Vincennes, experimento cultural subversivo surgido del movimiento de mayo de 1968, que fue un hito para la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XX y reunió en su seno, bajo la orientación de Michel Foucault, Gilles Deleuze y François Châtelet, entre otros, a la pléyade de la contracultura francesa de su tiempo.
Fue tal el éxito autogestionario y popular que se dio en sus aulas situadas en medio del bosque de Vincennes, junto a un zoológico, que las autoridades, presas de pánico, la mandaron demoler para que no quedara piedra sobre piedra y las futuras generaciones no supieran nunca que había existido una Sodoma y Gomorra del pensamiento y el saber alternativos, pese a que las ideas y actitudes generadas allí se volvieron moneda corriente en las grandes y pequeñas universidades del mundo desde Berkeley a Sydney y desde la Patagonia al estrecho de Behring.
Todas las calumnias abundaban en la prensa retardataria del momento, que acusaba al lugar de ser antro sexual donde los profesores daban clase a estudiantes desnudos que hacían el amor en las aulas, ser un centro de tráfico de drogas y paraíso del hachís magrebí, protector de adolescentes fugados, además de cueva de Alí Babá receptora de negros, asiáticos, « terroristas » italianos y alemanes, sudamericanos, rusos y árabes depravados, melenudos y sucios.
Escuchar durante horas a Châtelet, Deleuze y Guattari, ver a Jacques Lacan con su maletín negro deambulando esporádicamente por los corredores, participar en las más descabelladas discusiones después del cous-cous para salvar a los países de la periferia, observar el agite de los estudiantes de cine cuando anunciaban la llegada de Pier Paolo Pasolini, discutir sin trabas sobre los horrores de los totalitarismos soviético, camboyano, cubano y chino y tener ecos de todas las ideas posibles, me fortaleció en la convicción de que se debe defender a toda costa la laicidad, la libertad y la tolerancia.
Todo eso ocurría ahí entre el mercado persa que los estudiantes franceses, europeos y tercermundistas instalaron en los corredores y patios de la Universidad. Entre el olor de chorizos magrebíes y el tamborileo de las músicas africanas, unos 30.000 estudiantes acudíamos entusiastas a pasar el día en ese universo donde se discutía sin cesar hasta altas horas de la noche sobre la guerra de Vietnam, el surrealismo, el feminismo, el hombre unidimensional, el Antiedipo, el judaísmo y el islamismo, el psicoanálisis, la belleza del mestizaje y el desarrollo desigual.
En el Centro de Información para América Latina (CIAL, vi llegar a exiliados brasileños y del Cono Sur, que hallaron refugio en Vincennes sin imaginar que un día habría un presidente negro en Estados Unidos y que Evo Morales, Lula da Silva, Pepe Mojica, Hugo Chávez y Rafael Correa, personajes muy distintos a los líderes de las oligarquías tradicionales latinoamericanas, gobernarían en Bolivia, Brasil, Uruguay, Venezuela y Ecuador. Ahí en el CIAL publicábamos libros y revistas y dábamos ánimo al espíritu latinoamericano al lado de nuestros amigos árabes, asiáticos, franceses y africanos. Fueron años extraordinarios de vida y formación humana, intelectual y literaria para varias generaciones cargadas de un especial erotismo intelectual bajo la música de los Rolling Stones.
Muchos franceses de provincia u originarios de las clases desfavorecidas o proletarias subrayan la facilidad que les dio Vincennes para abrirse al pensamiento y a los estudios universitarios, desmitificando en las aulas y en el llamado zouk árabe el muro jerárquico del saber. Para muchos de ellos su vida cambió gracias a esa libertad delirante en tiempos de exclusión. Otros provenientes de Estados Unidos, América Latina, Europa, Africa o Asia celebran con afecto esos instantes inolvidables en que se concentró el deseo de saber en un bosque real y encantado, sucio y prístino a la vez.
El experimento contó con el apoyo, entre otros muchos, de Noam Chomsky, Mario Soares, Jean François Lyotard, Herbert Marcuse, Roland Barthes, Michel Butor, Maria Antonieta Macciocchi, Hélène Cixous. Todos estos nombres de profesores generosos deben ser mencionados al lado de miles de alumnos que no olvidan esos años locos que los marcaron para siempre y generaron una actitud libertaria ante la vida, que sobrevivió a los funestos y tenebrosos tiempos de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y los Georges Bush.
Luchaban todos ellos contra el racismo, la intolerancia y la exclusión, por el pensar libre y contra las jerarquías absurdas y excluyentes, contra el capitalismo desigual y salvaje que todo lo devasta; y su lucha por la libertad no fue en vano. Esos nombres utópicos están vivos. Y la Universidad de Vincennes, la del bosque, la de la era del rock y el pacifismo, sigue viva aunque sea sólo en los sueños de su vecino el Marqués de Sade.
El experimento contó con el apoyo, entre otros muchos, de Noam Chomsky, Mario Soares, Jean François Lyotard, Herbert Marcuse, Roland Barthes, Michel Butor, Maria Antonieta Macciocchi, Hélène Cixous. Todos estos nombres de profesores generosos deben ser mencionados al lado de miles de alumnos que no olvidan esos años locos que los marcaron para siempre y generaron una actitud libertaria ante la vida, que sobrevivió a los funestos y tenebrosos tiempos de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y los Georges Bush.
Luchaban todos ellos contra el racismo, la intolerancia y la exclusión, por el pensar libre y contra las jerarquías absurdas y excluyentes, contra el capitalismo desigual y salvaje que todo lo devasta; y su lucha por la libertad no fue en vano. Esos nombres utópicos están vivos. Y la Universidad de Vincennes, la del bosque, la de la era del rock y el pacifismo, sigue viva aunque sea sólo en los sueños de su vecino el Marqués de Sade.