Por Eduardo García Aguilar
Por esas cosas de la vida, pese a las muchas visitas que realicé a Barcelona nunca había ido al bar Pastís, una de esas reliquias del pasado que aún sobreviven a la modernidad desaforada de la ciudad condal. Había visitado y recorrido con amigos el bar Tales, el Marsella, el Opera, las tabernas del Borne y el bar gótico sin nunca cruzarme con este peculiar y diminuto antro de la calle Santa Mónica, fundado en 1947, y que durante décadas fue centro de cierta nostalgia francesa encabezada por las voces decadentes de Frehel, Damia y Edith Piaf, patrocinadas por una propietaria que los sobrevivientes recuerdan con cariño.
El pastís es una bebida fresca de anís para los días soleados de verano y libarla con su color amarillento desleído es una delicia. Es el suave y traicionero elíxir que poco a poco se adueña del bebedor, quien sin darse cuenta, fresco e hidratado, se ve sobrecogido por una ebriedad que desciende de las peligrosas sendas de la ya prohibida absenta. Trago de obreros y proletarios de overol, el pastís anima todo tipo de maldiciones y conversaciones triviales sobre fútbol, mujeres, el costo de la vida, política y esperanzas y temores de los de abajo, cuyas vidas pasan al margen en las periferas y los suburbios del desencanto.
Servido en su tradicional vaso cónico, se nutre con agua y hielo, por lo que es posible dosificarlo y alargarlo mientras afuera de la taberna cruzan los travestis y las prostitutas ávidas o los maleantes que medran detrás de los turistas y sus carteras llenas de joyas y euros. Y es bebida de barra y bullicio, acompañada de las exhalaciones sudorales de camioneros, carniceros y alabañiles, junto al mercado donde cuelgan perdices, conejos y jabalís. Es la fresca gota alegre que adormece las penas de la mujer enamorada, la viuda, la esposa abandonada, la cantante fracasada o la hetaira crepuscular. Por eso el pastís es un nombre perfecto para un bar y mucho más si desde su fundación sus paredes nunca fueron pintadas y guardan el viejo salitre que corroe la pintura ocre y las telarañas tejidas desde el más profundo franquismo parroquial, pasando por las vicisitudes de la democracia y la monarquía constitucional hasta los inquietantes albores del siglo XXI, lleno de riqueza y virtualidad posmoderna.
Llegue ahí de sorpresa una noche sabatina de abril tras cruzar la esquina más agitada de la prostitución reinante en Las Ramblas, con todo tipo de mujeres africanas jovencísimas atadas a las leyes de la padrotería criminal y entre el florilegio añejo del travestismo multicolor que tanto detestaba en sus tiempos mi amigo Miguel de Francisco. Los hombres escogen, arreglan el precio y suben de inmediato con su travesti o su mujer de ébano a alguno de esos hoteles donde mana el sudor de la incesante gimnasia prostitucional. Bajo los andamiajes que cubren viejísimos edificios en restauración que anuncian el fin de una época y tal vez la del propio Bar Pastís, amenazado por los pubs y los bares musicales para turistas ingleses y nórdicos que desembarcan en manada, se encuentra la puerta secreta y batiente, al interior de la cual el vaho del tiempo recibe con todos sus olores al nostálgico explorador del pasado de Darío y Verlaine.
Las paredes del antro están cubiertas por horrendos cuadros que el humo del cigarrillo, el polvo y la grasa han opacado durante 60 años hasta convertirlos en rectángulos de mugre indefinible. Y entre esos cuadros, pequeñas fotos de Piaf, figurillas de mal gusto, recuerdos del tiempo, recortes de periódico enmarcados y, colgando del techo, pequeñas palomas de papel que vibran con la música incesante de la bohemia parisina pasada de moda : Serge Gainsbourg y Jane Birkin con su Je t’aime moi non plus , Boris Vian, Yves Montand, Claude François, Charles Aznavour, Jacques Brel y toda la imaginería musical de la Francia pobre de posguerra, que parece representar hoy este bar insólito que ni en Paris ya se puede hallar.
El patrón tiene la voz gruesa del fumador, es gordo, ha tomado las formas de la barra y el bar y con rapidez trabaja como rara deidad india de seis manos para servir vino, pastís, cerveza, ron, whizky, champán que saca de estanterías cubiertas de polvo y cortinajes colgantes que esconden el brillo sabio de las botellas. El hombre lleva ahí detrás de la barra décadas y parece detestar profundamente ese trabajo que finalmente le hace vivir o hasta lo debe hacer rico. Pero su escenografía de cascarrabias intolerante e impredecible le sirve para no ser olvidado y cambiar de repente de la diatriba batracia a la generosidad de una o varias copas gratis.
Es el patrón del Bar Pastís, última reliquia de la noche francesa en Europa, templo de 61 años exactos, sobreviviente de guerras y modernidades, modas y fracasos, en medio del más ferviente mundo barcelonés. Ahí, por unas horas, uno parece al fin a salvo del bullicio asfixiande del rugby y de las estrellas producidas desde Miami, libre al fin del fútbol y de la Formula 1 que llenan ahora todas las pantallas de los bares del mundo, uniformándolo todo con sus abalorios de inocuidad.
El pastís es una bebida fresca de anís para los días soleados de verano y libarla con su color amarillento desleído es una delicia. Es el suave y traicionero elíxir que poco a poco se adueña del bebedor, quien sin darse cuenta, fresco e hidratado, se ve sobrecogido por una ebriedad que desciende de las peligrosas sendas de la ya prohibida absenta. Trago de obreros y proletarios de overol, el pastís anima todo tipo de maldiciones y conversaciones triviales sobre fútbol, mujeres, el costo de la vida, política y esperanzas y temores de los de abajo, cuyas vidas pasan al margen en las periferas y los suburbios del desencanto.
Servido en su tradicional vaso cónico, se nutre con agua y hielo, por lo que es posible dosificarlo y alargarlo mientras afuera de la taberna cruzan los travestis y las prostitutas ávidas o los maleantes que medran detrás de los turistas y sus carteras llenas de joyas y euros. Y es bebida de barra y bullicio, acompañada de las exhalaciones sudorales de camioneros, carniceros y alabañiles, junto al mercado donde cuelgan perdices, conejos y jabalís. Es la fresca gota alegre que adormece las penas de la mujer enamorada, la viuda, la esposa abandonada, la cantante fracasada o la hetaira crepuscular. Por eso el pastís es un nombre perfecto para un bar y mucho más si desde su fundación sus paredes nunca fueron pintadas y guardan el viejo salitre que corroe la pintura ocre y las telarañas tejidas desde el más profundo franquismo parroquial, pasando por las vicisitudes de la democracia y la monarquía constitucional hasta los inquietantes albores del siglo XXI, lleno de riqueza y virtualidad posmoderna.
Llegue ahí de sorpresa una noche sabatina de abril tras cruzar la esquina más agitada de la prostitución reinante en Las Ramblas, con todo tipo de mujeres africanas jovencísimas atadas a las leyes de la padrotería criminal y entre el florilegio añejo del travestismo multicolor que tanto detestaba en sus tiempos mi amigo Miguel de Francisco. Los hombres escogen, arreglan el precio y suben de inmediato con su travesti o su mujer de ébano a alguno de esos hoteles donde mana el sudor de la incesante gimnasia prostitucional. Bajo los andamiajes que cubren viejísimos edificios en restauración que anuncian el fin de una época y tal vez la del propio Bar Pastís, amenazado por los pubs y los bares musicales para turistas ingleses y nórdicos que desembarcan en manada, se encuentra la puerta secreta y batiente, al interior de la cual el vaho del tiempo recibe con todos sus olores al nostálgico explorador del pasado de Darío y Verlaine.
Las paredes del antro están cubiertas por horrendos cuadros que el humo del cigarrillo, el polvo y la grasa han opacado durante 60 años hasta convertirlos en rectángulos de mugre indefinible. Y entre esos cuadros, pequeñas fotos de Piaf, figurillas de mal gusto, recuerdos del tiempo, recortes de periódico enmarcados y, colgando del techo, pequeñas palomas de papel que vibran con la música incesante de la bohemia parisina pasada de moda : Serge Gainsbourg y Jane Birkin con su Je t’aime moi non plus , Boris Vian, Yves Montand, Claude François, Charles Aznavour, Jacques Brel y toda la imaginería musical de la Francia pobre de posguerra, que parece representar hoy este bar insólito que ni en Paris ya se puede hallar.
El patrón tiene la voz gruesa del fumador, es gordo, ha tomado las formas de la barra y el bar y con rapidez trabaja como rara deidad india de seis manos para servir vino, pastís, cerveza, ron, whizky, champán que saca de estanterías cubiertas de polvo y cortinajes colgantes que esconden el brillo sabio de las botellas. El hombre lleva ahí detrás de la barra décadas y parece detestar profundamente ese trabajo que finalmente le hace vivir o hasta lo debe hacer rico. Pero su escenografía de cascarrabias intolerante e impredecible le sirve para no ser olvidado y cambiar de repente de la diatriba batracia a la generosidad de una o varias copas gratis.
Es el patrón del Bar Pastís, última reliquia de la noche francesa en Europa, templo de 61 años exactos, sobreviviente de guerras y modernidades, modas y fracasos, en medio del más ferviente mundo barcelonés. Ahí, por unas horas, uno parece al fin a salvo del bullicio asfixiande del rugby y de las estrellas producidas desde Miami, libre al fin del fútbol y de la Formula 1 que llenan ahora todas las pantallas de los bares del mundo, uniformándolo todo con sus abalorios de inocuidad.