domingo, 26 de agosto de 2018

JORGE LUIS BORGES EN AGOSTO

Por Eduardo García Aguilar

El 24 de agosto de 1899 es la fecha de natalicio de Jorge Luis Borges y por eso cada año los admiradores del polígrafo lo recuerdan sin falta como una figura inolvidable de la literatura universal y latinoamericana. Rebelde por naturaleza, su obra está compuesta de poemas, cuentos cortos, ensayos y también por su lúcida y ocurrente conversación, que era una de sus mejores recursos.
El argentino fue un raro en la literatura hispanoamericana de su tiempo y desde muy temprano abrió otras compuertas al sueño, desligándose del realismo, el costumbrismo, el modernismo y el naturalismo telúrico en boga durante su juventud, dominada por figuras como Amado Nervo, José María Vargas ViIa, Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones o José Eustasio Rivera.
Nunca escribió novelas, género que no le atraía, para dedicarse a escribir esas pequeñas joyas que lo inmortalizaron, como El aleph y otros cuentos de carácter fantástico, así como poemas que tenían poco que ver con el modernismo, el naturalismo, las vanguardias o el surrealismo. Cerebral e inmerso en los laberintos de la cultura universal, Borges bebía en las fuentes universales y luego transmitía a los contemporáneos los asombros que lo agitaban en las noches interminables de lectura o en el silencio del pensamiento que inunda la mente de los ciegos.
Escribió cuentos de cuchilleros y exploró la poesía gauchesca que le fascinaba en amplios volúmenes donde estudiaba los ritmos e historias del género desde antes y después de Martín Fierro. Aunque viajero por las estepas de las literaturas exóticas nórdicas o asiáticas, nunca olvidó sus orígenes criollos ni las barriadas de Buenos Aires que transcurrían en otros pagos distintos a los suyos, bien relatados por figuras como el gran Roberto Artl, el de las Aguafuertes porteñas.
Elegante, impecable, esgrimiendo el bastón, Borges estuvo siempre cerca de su madre y fue en el fondo un gran niño mimado hasta el final de sus días, un gran bebé monstruoso lleno de melodías y preocupaciones insaciables. Como todo infante, Borges vivía en el delirio, porque como todos sabemos por experiencia propia, la niñez es una de las más fascinantes formas y expresiones de la demencia. 
La madre lo cuidó con mucho cuidado e incluso lo guió en la elección de mujeres, amigas o esposas, algunas de las cuales resultaron verdaderos fiascos, por lo que siempre volvió al seno materno hasta el día en que encontró a una muy joven hija de un amigo suyo, la misteriosa e inteligente María Kodama, quien fue la compañera de sus años de gloria y lo acompañó hasta su muerte en Ginebra en 1986 y mucho después, pues es la heredera y albacea, fiel cancerbera de sus derechos y su gloria.
Tuvo un gran amigo, casi hermano, el aristocrático Adolfo Bioy Casares (1914-1999), a quien conoció en 1932 y con quien escribía novelas policíacas bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq, además de compartir una vida social en las altas esferas bonaerenses regentadas por Victoria Ocampo (1890-1979), directora de la revista Sur, y su hermana Silvina (1903-1993), esposa del apuesto autor de La invención de Morel.
En los diarios de Boy están consignados todos los instantes de esa larga amistad, donde ambos se burlan y critican con ironía y sarcasmo a sus contemporáneos y miran a la sociedad desde las alturas aristocráticas, tan ajenas a las barriadas donde reinaba el tango, la milonga y el lunfardo de los proletarios y los inmigrantes pobres.
La mecenas Victoria Ocampo era la reina, viajera mundial, amiga de Drieu la Rochelle y Rabindranath Tagore, promotora cultural. Su hermana Silvina, aun más excéntrica, vivió bajo la sombra de su joven esposo en un gran apartamento lleno de libros al que alguna vez llegó la decadencia, la enfermedad, la tragedia y la muerte, dejando atrás los lejanos años de esplendor y de lo que solo quedan cenizas.
Kodama sacó a tiempo a Borges de Argentina y lo llevó de regreso a Ginebra, donde reposa para siempre y que tal vez es el sitio que le correspondía a ese cosmopolita que nunca tuvo hijos y vivió a contravía de las ideologías de su tiempo en el mundo y en América Latina. Para él la "democracia es un abuso de la estadística" y nunca participó de los sueños revolucionarios que agitaban a sus conciudadanos.
En lo máximo de su gloria Borges era casi como un Dios, pese a que en la conversación y el encuentro con sus admiradores y lectores ejercía una sencillez y modestia sorprendentes. Nada en él era solemne o impostado y tenía un gran sentido del humor. 
En uno de sus viajes a México lo vi una noche de agosto de 1981 al salir de la sala Ollin Yolittzti de la Universidad Nacional Autónoma de México, y observé como jóvenes admiradores se arrodillaban ante él y entraban en trances histéricos con exclamaciones delirantes, como si estuvieran en presencia de una deidad, un gurú, un ser del más allá, a lo que el maestro, que no veía nada o muy poco, reaccionaba con una sonrisa, mientras era llevado del brazo por Kodama. 
Todos los que lo vieron o lo leyeron saben que Borges es un clásico, rango que pocos autores adquieren en vida y en su tiempo y menos en la posteridad. Los clásicos se vuelven clásicos sin saberlo y sin buscarlo y el don le es otorgado por la lealtad que durante sus vidas tuvieron con la palabra, la vida y los libros. Ellos viajan siempre en el tapiz volante del tiempo y aunque no salgan de su cuarto o su casa, les ocurren cosas maravillosas como a Simbad el Marino o a Ulises. En cada clásico hay un Ulises y un ciego que ve todo lo posible y hasta lo imposible hacia su interior. Los clásicos son la encarnación de los gatos. Silenciosos y con la mirada penetrante que ve en la oscuridad.  
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 25 de agosto de 2018.