Por Eduardo García Aguilar
Acabo de releer La piel condena los cuerpos del nadaísta manizaleño Mario Escobar Ortiz, fallecido en un accidente en 1991 a los 55 años después de haber ejercido el periodismo, el teatro y la literatura a fondo durante décadas y dirigido durante un moment o el suplemento literario de este diario, denominado Paradiso, en homenaje a su admirado barroco cubano José Lezama Lima.
Lucía una larga melena, gafas negras y enormes, camisas floridas y pantalones de bota campana e iba de un lado para otro con sus inconfundibles carcajadas, agitado, nervioso, risueño, cumpliendo con todas la tareas que exige el diario, por lo cual fue imprescindible durante años en el periódico y tolerado con simpatía pese a ser todo lo contrario en actitud y moda a los hombres de aquella época, engominados, fumadores de pipa, enfundados siempre en trajes oscuros, chalecos y camisas blancas almidonadas atadas con sombrías corbatas.
En tiempos que parecen ahora más abiertos que los actuales y cuando llegaban de todo el mundo las corrientes más modernas de la música, el arte, el pensamiento y la literatura, Escobar Ortiz abría ventanas a las literaturas del mundo y del continente y además daba espacio a los escritores adolescentes que éramos entonces y lo buscábamos en busca de ser publicados en el diario, cuando estaban allí Beatriz Zuluaga, Héctor Moreno y Oscar Jurado en la redacción y una pléyade de escritores de talento en las páginas de opinión, como Jorge Santander Arias.
El nadaísta Eduardo Escobar, que tiene excelente memoria, recuerda en reciente entrevista al amable personaje y destaca que este diario tuvo tal vez la más sólida página de opinión del país con una variedad de articulistas de alto nivel intelectual. Esos personajes encabezados por Santander Arias, Edgardo Salazar
Santacoloma y Ebel Botero, entre otros, discurrían en los diversos cafés de la ciudad y se les veía caminar con sus libros debajo del brazo, como figuras dedicadas con total pasión a pensar, leer y escribir.
Esas presencias magistrales se inscribían en la tradición cultural de la ciudad, que tuvo en los años 30 la Editorial Zapata, casa privada que publicó en su momento a los más grandes autores del país como Fernando Gonzalez, José Antonio Osorio Lizarazo, León de Greiff y muchos más. Además, la ciudad fue centro de la famosa generación greco-quimbaya, tan vilipendiada por los ignorantes que nunca se han atrevido a leer a esos autores, que no por ser derechistas, carecían de talento y se inscribían en una corriente continental filo mussoliniana, en la que se destacaban Leopoldo Lugones en Argentina y José Vasconcelos y otros en México y que requerirían análisis y estudio de contexto, antes que ostracismo total.
El libro de Mario Escobar Ortiz, publicado en 1972 en la imprenta del diario con prólogo de Jorge Santander Arias, brincó hace poco de los archivos guardados, con la imagen de portada tomada de un cuadro sicodélico del autor e ilustraciones de Basto, donde se ve la figura del nadaísta en relación con las caóticas imágenes evocadas en ese texto experimental y desbocado que es un extraño grito de rebelión, escatológico e impertinente. Santander Arias cumplió con generosidad la tarea de prologar el libro de aquel joven, aunque deja entrever en sus palabras la enorme distancia literaria que los separaba, pues el primero era un erudito lector clásico que debía mirar con estupor los experimentos del nadaísta, sus imprecaciones, el erotismo desbordado, su sicodelismo cannábico y los automatismos literarios surrealistas con que hizo gala en ese monólogo de un desquiciado sobre la cárcel de la piel. Sin duda para Santander como para muchos, aquel libro era un Objeto Literario No Indentificado, o sea un OLNI.
Lo bueno de Escobar Ortiz, quien tenía una columna diaria llamada Carlitos, es que ahí desmenuzaba sin piedad las colaboraciones que los adolescentes le enviábamos con la esperanza de ser publicadas o los artículos de los viejos pomposos que seguían escribiendo como en los tiempos del modernismo.
Yo fui víctima mortal de una de sus andanadas, cuando a los 15 años le envié un soneto que llevaba un título en latín, Sunt Lacrimae Rerum, que fue destrozado y burlado sin piedad en público en la primera vez que me asomaba a las letras de molde. Gracias a esa diatriba contra mis malísimos poemas, y muy sonrojado, pasé rápido a otras experimentaciones, que me dieron la posibilidad de ganar en serie muchos premios literarios intercolegiales.
Escobar Ortiz vivía desbocadamente la literatura pero sin la típica solemnidad reinante en Colombia, donde casi todos quieren escribir bonito y muy pocos se atreven a romper con todo, como ocurrió con el genial León de Greiff, cuya obra toda es también un Objeto Literario no Identificado.
Releer otra vez La piel condena los cuerpos de Mario Escobar Ortiz, ver su dedicatoria firmada en 1973, me comunica de nuevo con esa década loca donde se confirmaron tantas revoluciones recientes mientras crecía en prestigio el Festival Latinoamericano de Teatro que trajo a la ciudad a los más grandes desde Neruda y Miguel Angel Asturias a Jerzy Grotowzky y una pléyade de teatreros, poetas locos y críticos literarios.
La ciudad era vigilada por la enorme Catedral, pero en cafés secretos y centros culturales bullía un mundo libre de estirpe durrelliana, mientras se oía la carcajada intermitente de Mario Escobar, un personaje literario colombiano inolvidable que merecería ser contado.