lunes, 12 de septiembre de 2011

EL LIBRO DE LAS 56 CELEBRACIONES

Por Eduardo García Aguilar

* En El Libro de las Celebraciones sólo aparece una foto: el retrato de Fernando González, hecho por Guillermo Angulo.

Jineth Ardila, Santiago Mutis Durán y Juan Manuel Roca, quienes siempre están listos para emprender con generosidad los proyectos más utópicos en favor del arte y la poesía, lograron hacer realidad el libro más bello y necesario. Se trata de El libro de las celebraciones, editado por la Fundación Domingo Atrasado, y en el que los tres curadores del proyecto convocan a más de cincuenta autores colombianos para escribir un homenaje personal a su figura querida del arte, las letras o el pensamiento de Colombia en el siglo XX. En un país tan terrible como el nuestro, donde la ley es el olvido y el ostracismo para la gente que dedica su vida a ejercer el arte, a enseñar, a amar, a cantar, a cuidar la naturaleza, y donde por el contrario se encumbra y se premia a los pillos y asesinos, rescatar a esos hombres y mujeres buenos —en el buen sentido de la palabra «bueno»— era necesario para que, desde el más allá o el más acá, nos den energía renovadora para vivir en estos tiempos difíciles.

Muchos de ellos brillaron al mismo tiempo que llevaban una vida modesta como maestros u oficinistas, sorteando los dramas del exilio, la pobreza, la enfermedad, el olvido o la incomprensión. Algunos publicaron sus obras en ediciones modestas, emprendieron proyectos de revistas efímeras que hacían con las uñas, dieron clase con pasión a alumnos que los recuerdan, o lucharon contra la injusticia del país como se lucha contra un monstruo invencible de mil cabezas. Sus voces se escuchan todavía en cafés como El Pasaje, el Saint Moritz o El Colonial de Bogotá. Esos viejos nuestros caminan aún fantasmales por la Séptima, del brazo de sus amigos o sacudiéndose de la lluvia del siglo XX —todavía por armar— con paraguas y sombrero Stetson.

Cuando por fin me llegó el libro a París, me senté a devorarlo en el café Sarah Bernhardt, en la Plaza de Châtelet, junto al río Sena y con los torreones puntiagudos del Palacio de Justicia al frente, mientras ardía el sol de junio. Desde lejos y en ese lugar privilegiado las palabras de la tierra me llegaban mucho más dulces o más amargas, y brotaban de las páginas con peligrosa efectividad, como puñetazos de boxeador o revelaciones angustiosas de ese inmenso rompecabezas cultural que es el siglo XX en Colombia.

Pasar revista a esas figuras entrañables y verlas salir desde la humareda del desastre renueva hasta al más escéptico. Ahí están los retratos de quienes nos dejaron hace tiempo, como Ciro Mendía, Fernando González, León de Greiff, Luis Vidales, Aurelio Arturo, Jorge Zalamea, Leo Matiz, Alejandro Obregón, Fernando Charry Lara, Manuel Zapata Olivella, Jorge Gaitán Durán, Héctor Rojas Herazo, Pedro Gómez Valderrama, Enrique Buenaventura, Hernando Valencia Goelkel, René Rebetez, Feliza Bursztyn, Estanislao Zuleta, Ignacio Chávez, R. H. Moreno Durán, Miguel de Francisco, Jorge García Usta, César Pérez y Andrés Caicedo, para mencionar sólo a algunos.

Cada retrato es un mundo: ahí está el viejo loco Fernando González fotografiado y contado por Guillermo Angulo, muy real, lejos del mito y la leyenda. Volvemos a ver ese personaje lleno de luz que era Leo Matiz, convertido ahora en celebridad mundial del arte fotográfico, y además el hombre más modesto y sencillo. Jaime Echeverri nos cuenta un instante en la vida de un oficinista discreto que tomaba tinto en El Pasaje y se llamaba Aurelio Arturo. Juan Manuel Roca nos habla de Alejandro Obregón, ese otro generoso a flor de piel y amigo que iluminaba todo a su alrededor con afecto y whisky. Nicolás Suescún nos presenta a Hernando Valencia Goelkel, figura ponderada que dijo lo que tenía que decir y es ejemplo de rigor y ética intelectuales. Lisandro Duque nos cuenta, con la maestría narrativa y la vena humorística que lo caracteriza, la vida de su amigo el cineasta español José María Arzuaga, quien vino a Colombia por loco y se quedó, malogrando tal vez una gran carrera cinematográfica. Y volvemos a ver a Ignacio Chávez, el hombre abierto y tolerante que recibió la estocada del infame régimen actual como pago por una vida de entrega a la palabra y a la amistad.

Entre los vivos Gustavo Álvarez Gardeazábal nos presenta a Otto Morales Benítez, una fuerza proteica que debió ser presidente. Joe Broderick nos trae al sorprendente Fernando Oramas, Ignacio Ramírez a Antonio Samudio, y hay semblanzas de Germán Espinosa y Teresita Gómez, de Andrea Echeverri y Efraim Medina, dos necesarios niños terribles de la cultura colombiana en movimiento. Pero el texto que más me conmovió, por su belleza romántica, gótica y erótica, y sin duda uno de los más logrados del libro, es el de Patricia Restrepo, quien nos entrega en carne viva los últimos días y horas de Andrés Caicedo, ese ídolo de leyenda que conquistó la eternidad por su gesto de rebelión total, al suicidarse el mismo día en que salió su primera novela, Que viva la música, clásico de la literatura colombiana.

Minuto a minuto vemos a esos dos muchachos enamorados, iconos de una generación desbocada cuyo fulgor en los años setenta está por revisar, contar y reactivar. Los tenis rojos de Patricia en el sepelio son el símbolo de la más absoluta soledad de la generación de los nacidos en los años cincuenta, quienes se quedaron para sobrevivir, encanecer, envejecer, engordar, cuando habían soñado con hacer explotar el mundo con arte, cine, poesía, rumba, sexo y ron. Los jeans que Patricia se quita en el estoico nido de amor, sus cuerpos desbocados en un lecho de piedra, la forma peculiar y excéntrica de bailar la salsa, las cartas de amor, las pataletas de los enamorados, salen de esas pocas páginas para quitarnos la respiración y revelarnos el desastre generacional de sobrevivir y envejecer en el caos de la superboba patria.

En fin, en este primer volumen de El libro de las celebraciones aparecen más de cincuenta personajes que debemos abrir y explorar para entender un poco el hecho de ser colombianos y no morir en el intento. Es un libro necesario para tratar de entender la cultura colombiana del siglo XX, con sus aristas, sombras, destellos y desfallecimientos. Ese siglo que en su crepúsculo nos dio la sorpresiva voz mítica de Andrea Echeverri, leyenda viva cuyo retrato, escrito por su homónima Andrea Echeverri Jaramillo, abre puentes entre dos generaciones rebeldes. Este penúltimo texto nos hace visitar la creativa Colombia underground, donde vibra la fuerza artística que pasa de generación en generación y se transmuta en el inmenso dragón sediento de futuro.

En las nuevas entregas aparecerán sin duda muchos más personajes que están por contar, como Danilo Cruz Vélez, Darío Mesa, Maruja Vieira, Meira del Mar, Jaime García Maffla, Harold Alvarado Tenorio, Fernando Denis y Ramón Illán Bacca, entre muchos otros que nos acompañan, y eso sin contar decenas y decenas de los que se fueron y aún no nos han revelado todos sus secretos. Colombia arde en estas primeras 278 páginas de sorpresas inolvidables, mostrándonos que el dragón de la cultura colombiana está vivo: León de Greiff, Fernando Charry Lara, Andrés Caicedo, Alejandro Obregón y Enrique Buenaventura, desde el firmamento, nos incitan a seguir su camino para conjurar la mansedumbre de estos tiempos dominados por los peores asesinos y bandidos disfrazados de padres de la patria.

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EL LIBRO DE LAS CELEBRACIONES. Curadores y editores: Jineth Ardila, Santiago Mutis Durán y Juan Manuel Roca Fundación Domingo Atrasado Bogotá, 2007. 278 páginas.